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El osario de Sedlec se encuentra en una iglesia católica en la República Checa. :: sergio garcía
40.000 muertos que echan humo

40.000 muertos que echan humo

La tabaquera Philip Morris es propietaria del osario de Sedlec, donde los esqueletos alcanzan la condición de obra de arte

SERGIO GARCÍA

Lunes, 2 de marzo 2015, 14:12

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Cuesta comprender los motivos que llevan a una multinacional tabaquera a apadrinar un osario donde se acumulan los restos de 40.000 pecadores. Convendrán conmigo en que como estrategia de marketing es cuando menos arriesgada. Guirnaldas de calaveras, cálices montados con tibias y peronés, escudos heráldicos que reproducen una corona a partir de pelvis y omóplatos... Todo muy escalofriante, muy macabro, como si uno se hubiera adentrado en un terreno prohibido, donde una vez que la puerta se cierre a tus espaldas ya no hay marcha atrás. El viento se cuela desde el cementerio vecino por los cristales rotos que rodean la cripta y la corriente sacude la lámpara de araña con un tintineo de abracadabra. Y encima cobran entrada.

No es un parque temático, aunque se vendan postales y mecheros embutidos en cráneos que, comparados con los que cuelgan del techo, parecen sacados del taller de un jíbaro. Es una iglesia católica en los terrenos de un antiguo monasterio cisterciense que ahora sirve de sede en la República Checa a la compañía Philip Morris, líder mundial de la fabricación de tabaco y creadora de marcas como Marlboro. Paradojas del destino, es improbable que ninguno de los esqueletos que engalanan las paredes pertenezca a un fumador, más que nada porque el tabaco no llegó a Europa hasta mediados del siglo XVI y el pedigrí de los muertos de Sedlec se remonta al tiempo de las Cruzadas.

Tierra del Gólgota

Para ponerse en situación hay que retrotraerse al siglo XIII, cuando las abadías y reinos de toda Europa reclutaban ejércitos para ir a Palestina a combatir a los sarracenos. El abad Jindrik, siguiendo los dictados del rey de Bohemia, acudió a la llamada. La aventura no salió tal y como estaba prevista, pero cuando regresó lo hizo con tierra del Gólgota -o eso creía él-, que esparció diligentemente por el cementerio de Kutna Hora, una ciudad que había crecido al calor de las explotaciones mineras que salpicaban la zona. El reclamo estaba servido. Gente de toda Europa dejó establecido en sus últimas voluntades que la enterrasen aquí, lo que no hizo sino aumentar la riqueza de la abadía. Los cadáveres se amontonaron por todas partes, más aún cuando la peste negra y las guerras husitas asolaron la región. Con el tiempo se construyó allí la capilla de Todos los Santos, a cuya cripta decidieron trasladar el descomunal osario que afloraba ya por todas partes.

No fue hasta el siglo XIX que la familia aristócrata Schwarzenberg decidió poner un poco de orden en aquella montonera que helaba la sangre en las venas con solo mirarla. Encomendó el trabajo a un tallista de madera, de nombre Frantisek Rint, que, lejos de arrugarse, convirtió este museo de los horrores en un prodigio de decoración. Limpió los huesos, los ordenó y se lanzó a la ardua labor de darle al conjunto un toque... artístico. El resultado son pirámides de calaveras, arañas como la que preside la sala central y un escudo de armas que habría hecho las delicias de Vlad 'el Empalador'. Más de 40.000 cadáveres atrapados en un limbo que asoma desde las cuencas de los ojos, las mismas donde los turistas echan monedas como si jugaran a la rana. La esperanza en el Más Allá evaporada como el humo de un cigarrillo.

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