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Los misteriosos moáis de Ahu Tongariki siempre miran al horizonte.
Pascua, la isla que mira al cielo

Pascua, la isla que mira al cielo

La Isla de Pascua es el lugar habitado más aislado y remoto del planeta, un mundo aparte. Perfecto para los amantes de los enigmas sin resolver

pedro grifol

Martes, 15 de abril 2014, 19:29

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Si en algún lugar del mundo la máxima «la realidad supera a la ficción» tuviera que ponerse en cuarentena, puede que ese lugar fuese la Isla de Pascua, porque en esta pequeña y alejada isla del Pacífico, la realidad y la ficción bien pudieran ser las caras de una misma moneda. La primera impresión que tenemos al pisar tierra firme después de una travesía aérea de más de cinco horas desde el conti así es como llaman los pascuenses a la parte continental chilena, es que estamos en un lugar especial y al que ¡por fin! hemos llegado.

Los lugareños reciben a los turistas con collares de flores y les ofrecen sus casas particulares para alojarse. Algunos (los menos) tienen ya contratada pensión completa en alguno de los dos hoteles de lujo de la isla; pero la mayoría de los recién llegados llevan la Lonely Planet bien estudiada bajo el brazo o esperan a que alguien les ofrezca comida y cama.

Es un destino al que, si bien es caro llegar, una vez allí, puede considerarse como no tan caro. Además, sin lugar a dudas, encierra la magia, el misterio y la energía que ansía encontrar cualquier trotamundos. Es comparable a esos lugares míticos que hay que ver y sentir una vez en la vida: Galápagos, Atacama, Lalibela, Gorongoro, Benarés Cada uno por un motivo distinto, pero siempre un motivo que nos dejará huella. En el caso de Pascua el motivo es claro: ver, cara a cara, las enigmáticas esculturas megalíticas que miran al cielo: los moáis.

La mayoría de los viajeros-turistas-trotamundos que nos aventuramos a pasar unos días en Pascua, ya vamos informados en buena medida de la historia de la isla, pero nos dará igual habernos empapado de toda clase de conjeturas sobre el origen, esplendor y caída de los moáis, porque no solamente los científicos y arqueólogos que han trabajado en el esclarecimiento de sus orígenes históricos no se ponen de acuerdo, sino que aún surgen nuevas teorías acerca de los misterios de la isla.

El nombre de Isla de Pascua le fue dado por el navegante holandés Jakob Roggeveen en conmemoración del día que puso el pié en ella: el domingo de Resurrección de 1722. Recibió así en nombre de Paasch Eyland (en neerlandés), que luego fue traducido al español como Isla de Pascua, con el que es conocida internacionalmente.

Abandonada por los holandeses, 48 años más tarde dos barcos españoles, capitaneados por el navegante español Felipe González Ahedo avistaron en la lejanía a los moáis, que llamaron poderosamente la atención al piloto de la fragata Santa Rosalía, Francisco Agüera, y los describió como:

«Los ídolos que adoran estos nativos son de piedra, tan elevados y corpulentos que parecen columnas muy gruesas, y según después averigüé, son de una pieza todo el cuerpo, y el canasto es de otra» (el término canasto se refiere al pukao, el tocado con el que se remataban los moáis).

Otras expediciones siguieron atracando en la costa: el británico James Cook llega en 1774, y la expedición francesa capitaneada por Jean-François de Galaup, que arribó en 1786, dejó los primeros animales no autóctonos en el lugar: cabras, cerdos y ovejas. Pero todos, por una u otra causa, fueron abandonando la isla. A principios del siglo XIX se empieza a considerar a los pascuenses como mano de obra barata y comienzan los lamentables episodios esclavistas... seguidos de raptos, violaciones y asesinatos. Una larga retahíla de tragedias asoló la isla durante lustros.

Años de declive

El fallecimiento en el exilio de muchos pascuenses acabó con tradiciones orales y el conocimiento de la interpretación de su ancestral escritura (rongo rongo), de la que aún quedan algunas tablillas talladas con indescifrables jeroglíficos que están repartidas por varios museos del mundo (excepto en el Museo Antropológico de la Isla de Pascua, como no podía ser de otra manera). En 1877, la población contabilizada por el investigador Alfonso Pinart era de 111 individuos.

Diez años más tarde, el capitán de la Armada Chilena, Policarpo Toro, tomó posesión de Pascua en nombre del gobierno de Chile y los isleños quedaron encerrados en la isla y sin derechos de ciudadanía hasta bien entrado el siglo XX. En 1967 la compañía aérea LAN Chile establece los primeros vuelos regulares con la Isla de Pascua, iniciándose así una nueva etapa para sus habitantes: el turismo.

Un año antes, el gobierno chileno había promulgado la llamada Ley de Pascua, una serie de medidas enfocadas a salvaguardar los tesoros arqueológicos, la lengua y las tradiciones, que constituían los aspectos básicos para preservar la cultura pascuense, que estaba ya bajo mínimos.

Cuenta la leyenda que la actual población rapanui desciende de una primera y única migración de navegantes de la Polinesia Oriental, que colonizó la isla hace unos mil años. El rey Hotu Matua desembarcó en la playa de Anakena hoy, la única playa turística junto a un centenar de hombres, mujeres y niños. Traían los enseres domésticos, plantas y animales necesarios para el sustento.

Dogma de fe local

Cuando en el siglo XVIII los primeros navegantes europeos llegaron a la isla, se encontraron con una cultura de la edad de piedra que había tallado, sólo con herramientas líticas, unas gigantescas esculturas de roca volcánica. Todas las figuras eran de una sola pieza, provenían de una misma cantera Rano Raraku y habían sido transportadas sin animales de tiro, ni ruedas, hasta unas plataformas cerca del mar llamadas ahu, algunas a más de veinte kilómetros de su cuna ¿Cómo lo hicieron?

Aún hoy en día, y a pesar de las variopintas teorías que los arqueólogos han postulado de cómo se transportaron los moáis, cuando preguntamos a los lugareños, la respuesta más común es: «Los expertos pueden decir lo que quieran, pero nosotros sabemos la verdad: Las estatuas andaban».

Ante tal generalizada afirmación, al turista-investigador no le queda más opción que seguir escuchando (sin discutir): «Nosotros tenemos el mana, una fuerza espiritual transmitida desde nuestros antepasados. Todos los moáis que podemos ver colocados en los ahu concentran gran cantidad de mana, que es proyectado hacia el espacio y protege nuestras actividades».

Con estas dogmticas premisas de fe, lo mejor que podemos hacer cuando estemos ante ellos es esperar a que el sol ilumine las sombrías cuencas vacías de sus ojos y tomar conciencia de que no estamos delante de una obra artística, sino ante un ser viviente sobre un altar que representa a un antepasado.

El hombre pájaro

  • para saber más

  • Otro de los alicientes de la isla es la historia del Hombre Pájaro (Tangata Manu en idioma rapanui). A finales del siglo XVII, se habían acabado las luchas tribales y algunas costumbres pasaron al limbo del olvido. Entonces surgió una peculiar competición entre los diversos clanes que gobernaban la isla. De ese tiempo, datado aproximadamente entre 1680 hasta la llegada de los misioneros en 1864, tenemos evidencia en los vestigios arquitectónicos del poblado de Orongo, situado en lo alto del cráter del volcán Rano Kau y en los petroglifos antropomórficos vinculados al tangatamanu (hombre-pájaro) de la ceremonia más importante de la isla en esa época. Se trataba de un ritual que bajo la aprobación del dios Make-Make, consistía en una peligrosa competición lucha a muerte que disputaban los guerreros aspirantes a hombre-pájaro. Tenían que correr acantilado abajo, nadar hasta el islote Nui, y regresar con el primer huevo de manutara una gaviota autóctona. El ganador gobernaba como rey durante un año.

Y así, perdernos en el espacio infinito Porque sobre las milenarias esculturas se extiende un mundo invisible envuelto en enigmas. Deje volar su imaginación y deambule entre las manadas de caballos semisalvajes que campan a sus anchas, en busca de amaneceres y atardeceres mágicos.

Ahu Tongariki, con 15 moáis, es el grupo más destacado. Llegue antes del alba para ver cómo aparece el sol tras la hilera de estatuas ¡Pero tampoco se pierda el último rayo de sol del atardecer! para ver cómo la amarillenta luz crepuscular dora las hieráticas figuras.

Olas y relax

Por detrás del complejo ceremonial Tahai, todos los días se hunde el disco solar en el horizonte del mar, y las siluetas de los moáis se recortan sobre mil colores. Espectacular. En la playa de Anakena se puede aprovechar las horas del dolce far niente contemplando cómo se mecen las palmeras bajo la pétrea mirada de los cinco del Ahu Nao Nao, que a buen seguro respetarán la hora de la siesta sin armar barullo.

Los moáis no hablan ¡ay si hablasen!. Tampoco ven, porque ninguno conserva los primigenios ojos de coral y obsidiana que les insuflaba vida, les hacía inmortales y abría el canal del mana, la energía protectora. Recordemos que en rapanui la isla es conocida como Mata Ki Te Rangi: Ojos que miran al cielo.

También podemos visitar los altares de noche, en Pascua no han puesto (todavía) puertas al campo, y aún no se ha convertido en un parque temático. La visión será inquietante, sentiremos escalofríos. El único sonido que rompe el silencio es el rumor de las olas a sus espaldas (todas las estatuas están situadas de espaldas al mar con una excepción: Ahu Akivi, que mira al mar pero que no está cerca del mar). Si quiere hacer una fotografía nocturna, prepárese para alguna sorpresa, las estrellas se moverán, pero las siluetas de los moáis no ¿O sí?

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