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Vista de Marina Bay desde el exclusivo 'club lounge' del hotel Ritz Carlton.
El último espectaculo asiático
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El último espectaculo asiático

Singapur, un atípico país que ha crecido al amparo de su gran puerto comercial y de sus atractivos fiscales, se ha convertido en apenas una década en un apabullante parque temático de la modernidad, el lujo y la opulencia

FERNANDO BELZUNCE

Lunes, 14 de abril 2014, 10:07

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Una rápida mirada desde el avión sirve para intuir que puede que haya bastante de verdad en aquella afirmación de que el mundo ha virado hacia Asia. La vista de Singapur impresiona. Decenas de rascacielos dan cuenta de su músculo financiero, al igual que su puerto descomunal y el aeropuerto, también enorme, unidos por vías atestadas de tráfico. La fotografiada bahía, famosa por la carrera nocturna de Fórmula 1, está rodeada de construcciones tan imposibles como el casino de Sheldon Adelson, donde un barco que parece haber caído del cielo corona el techo de tres grandes torres. Hay museos, teatros, centros comerciales, obras por doquier, playas, parques exuberantes y hasta una gran noria cuyo movimiento contrasta con la quietud de decenas, puede que cientos de buques que aguardan entre las islas su turno para cargar en los muelles, salpicando un paisaje generoso de un húmedo color esmeralda que parece dispuesto a brotar sin fin. A crecer sin límite. Como esta ciudad estado, de 40 kilómetros de largo y 20 de ancho encajados entre Malasia e Indonesia, que año tras año pelea por ganar terreno al mar y al cielo.

Sabor aéreo

  • gastronomía

  • Los viajeros que sientan una especial debilidad por la gastronomía, uno de los grandes reclamos de Singapur, pueden ir saciando sus ansias nada más entrar en el avión. Esta es al menos la idea de Singapur Airlines, la compañía aérea que opera desde Barcelona y otras capitales europeas, que busca sorprender a sus pasajeros no solo por el cuidado de los detalles, sino también por su propuesta de menús diseñados por chefs como Georges Blanc o Alfred Portale. Desafían los tópicos de la comida aérea, siempre condicionada por los límites que imponen los aviones en cuanto a frescura de los productos, cocina, envasados, seguridad o control de olores. Los platos, unidos a una cuidada selección de vinos y champanes, pretenden hacer las delicias de un pasaje poblado no solo de turistas, sino también de hombres de negocios habituados a repetir el trayecto y que, de este modo, afrontan un viaje más llevadero. Este tipo de clientes, directivos de empresas con intereses en la ciudad estado, son los culpables de que en muchos vuelos de la compañía se agoten los pasajes más exclusivos, mientras hay plazas en la clase turista, cuyos billetes se pueden conseguir en torno a los 700 euros. Además de las clases Business y Primera, cuyo precio multiplica por cuatro y hasta por cinco el de la clase regular, Singapur Airlines ofrece en algunos de sus aviones, como en los imponentes Airbus 380, sus conocidas suites. En ellas el pasajero no solo tiene acceso a todo tipo de comodidades, como una cama o una enorme pantalla plana de televisión, sino de un acceso diferenciado y la garantía de pasar completamente desapercibido para el resto del pasaje, garantizando el anonimato y la discreción, aparte de un buen dispendio.

El caluroso y singular país, tan diminuto como peleón, tan oriental como sorprendentemente occidental, parece haber tomado el relevo de megalópolis asiáticas como Tokio, Hong Kong o Shanghai que han convertido en un gran escaparate mundial sus neones y su apuesta por la verticalidad. Al igual que ellas, Singapur tiene una ilimitada capacidad de seducción. Por su pasado de colonia británica, por su apasionante mezcla de culturas china, malaya, tamil, con el inglés como otra lengua oficial, por su permanente colonia de trabajadores extranjeros, por su magnífica y variada gastronomía y por una fantasiosa propuesta arquitectónica que, planificada en atención a las compras, el consumo y el ocio, corre cierto riesgo de confundir el enclave con un gran parque temático. Es un lugar alucinante. Diseñado para abrir bien los ojos, sobre todo si se tiene en cuenta que mucho de lo que causa asombro no existía hace diez años.

El epicentro de esta sociedad que parece inmersa en una burbuja sin fin es Marina Bay. Los bólidos de Fórmula 1 derrapan en septiembre por allí y la han dado a conocer al mundo, atrayendo el tipo de turismo al que aspiraba Valencia. A su alrededor destacan los edificios más exclusivos, como el del hotel Ritz Carlton, que acaba de estrenar en su última planta, la 32, un espléndido Club Lounge para sus clientes más privilegiados, quienes disfrutan de un espacio privado de buffet, biblioteca y una sala para recibir visitas de negocios. Desde allí la panorámica es fascinante. Se pueden ver los partidos de un campo de fútbol flotante, al estilo de una pista de baile ubicada frente a la gran postal de los rascacielos, y, sobre todo, se puede captar la insolencia del Marina Bay Sands, ese megacasino que Adelson, el magnate que planea Eurovegas, hizo crecer donde antes había olas.

El coloso merece la visita. Aparte de las salas de juego, alberga otro caro hotel con una piscina colgante en la azotea que comparte espacio con Ku De Ta, una discoteca muy recomendable si se quiere apreciar cómo se las gastan por aquí y cómo hacen gastarlas, pues no es nada barata. Un Gin Tónic breve ronda los quince euros, aunque se apura mientras se admira de cerca los magníficos edificios del distrito financiero, el cuarto centro de negocios más importante del mundo. La planta baja, donde la empresa Ultimate Drive alquila Ferraris y Lamborguinis, comunica con un centro comercial tan grande que incluso se puede recorrer en barca por un estrafalario canal al estilo veneciano. Muchos locales están ocupados por marcas populares, accesibles, pero las firmas de lujo son multitud, a juego con un entorno ideado para satisfacer gustos exigentes. El paseo por los alrededores descubre restaurantes con ambiciones, como el Catalunya, del ex de el Bulli Pol Perelló, una ópera, un museo de ciencia y un jardín botánico que alberga un millón de especies y árboles artificiales con pasarelas en las alturas.

Sabor al pasado

Una visita rápida a Singapur, propia de una escala de tres días en un viaje a Tailandia, puede conllevar una impresión equivocada. De que esta es una ciudad casi falsa, irreal, de último diseño. Preparada para agradar. Extremadamente limpia y segura, con una inquietante estabilidad política, todo parece a estrenar. Ni siquiera hay coches viejos, pues el permiso de circulación es carísimo y caduca a los diez años, siete si son taxis.

Pero más allá de Marina Bay es cuando la urbe de cinco millones de habitantes entra en ebullición. Las modernas oficinas dejan paso a hermosos edificios coloniales como el del hotel Raffles, llamado así en homenaje al fundador británico. Muy cerca está Chinatown, con su templo budista, sus faroles y una gama de colores que va subiendo de tonalidad a medida que se acercan las calles de Little India y las de Kampong Glam, donde reside la comunidad malaya. Maravilla ver tanta gente tan variopinta, de culturas y religiones tan distintas, y que de fondo siempre acabe sonando el inglés.

Un paseo en barco por las islas de alrededor confirma que este es un extraño paraíso. Hay yates de hombres de negocios y barcas de pescadores. El paisaje abruma. En el horizonte de la isla de Sentosa se ven las formas de la montaña rusa del parque Universal Studios. A lo lejos se distinguen los buques, decenas, cientos, esperando su turno en el puerto.

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