De nuevo, elecciones; ¿por qué?

Primero de Derecho ·

Cualquier propuesta que implique facilitar la investidura sin una mayoría que la sostenga supone alargar el problema, porque el Gobierno no tendrá apoyos para desarrollar una adecuada iniciativa política

Domingo, 22 de septiembre 2019, 11:25

Después de que el pasado mes de abril se celebraran elecciones nos encontramos con que se va a tener que repetir el llamamiento electoral el próximo mes de noviembre. Pero, ¿cómo hemos llegado a esta situación? La respuesta tiene una dimensión jurídica y otra política, si bien en este artículo solo comentaremos la primera, sin obviar aquella parte del contexto y de las prácticas políticas que puedan tener relevancia para el mejor o peor funcionamiento de nuestras instituciones. Más allá, la valoración de las responsabilidades políticas ante esta situación de bloqueo debe quedar en el juicio de cada ciudadano.

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Así las cosas, en un sistema parlamentario como es el nuestro –y en la mayoría de países europeos–, los ciudadanos no eligen directamente al presidente del Gobierno, sino a sus representantes en el Parlamento. Y la primera función de estos es forjar los acuerdos necesarios para elegir un Gobierno estable que pueda desarrollar un programa coherente. Cuando además el sistema electoral es proporcional, como en España, ello suele dar lugar a que haya más fragmentación, lo que por otro lado permite una mayor representación en el Parlamento de la pluralidad política del país. De ahí que se sostenga que los sistemas electorales deben equilibrar representatividad, unida a la proporcionalidad, con gobernabilidad. Con sus defectos, la Ley electoral española había logrado un cierto equilibrio y, de hecho, cuando se proponían reformas se solía poner el acento en mejorar la proporcionalidad, lo que llevaría aparejada aún más fragmentación.

En cuanto a la investidura del presidente del Gobierno, la Constitución optó por reservar el mayor protagonismo al Parlamento, y en concreto al Congreso de los Diputados, al que corresponde dar la confianza al candidato a presidente, por mayoría absoluta en primera votación o simple en segunda. La función del Rey queda limitada a activar el procedimiento proponiendo un candidato, oídos los representantes de los grupos con representación parlamentaria y siempre con el refrendo del presidente del Congreso. El Rey tiene un rol neutral y no debe descender a la arena política, por lo que no le compete facilitar negociaciones ni encuentros políticos y solo en situaciones de extremo bloqueo tendrá que hacer un esfuerzo mayor para proponer a un primer candidato, prefiriendo siempre a quien más posibilidades presente de prosperar en una investidura parlamentaria. La necesidad de que se proponga este candidato con suerte incierta viene determinada porque la Constitución exige que el tiempo para la solución última, la disolución de las Cámaras y las nuevas elecciones, empiece a correr a partir de que se produzca una primera investidura fallida. En concreto, son dos meses los que se prevén, durante los cuales el Rey deberá celebrar al menos una última ronda de consultas pero, como se ha visto en la práctica, no está obligado a proponer nuevo candidato si ninguno ofrece apoyos que garanticen su investidura.

Este modelo había funcionado sin ningún problema mientras hubo mayorías claras y la misma noche electoral se sabía quién iba a ser el presidente. Constituidas las nuevas Cortes, el Rey celebraba consultas y proponía de forma inmediata al candidato de la lista más votada, que con los votos de su grupo parlamentario y, como mucho, con algunos apoyos puntuales lograba la investidura. Esta agilidad en el proceso de investidura hizo, eso sí, que diéramos por sentado prácticas más propias de un régimen presidencialista que de uno parlamentario. Así, en las elecciones parece que votamos al presidente directamente los ciudadanos –solo hay que ver los carteles electorales–, y el candidato de la lista más votada se cree con derecho a ser investido presidente y afirma como prerrogativa personalísima elegir a sus ministros.

Precisamente esto ha llevado a que cuando el panorama político se ha fragmentado el sistema se haya bloqueado. No por un mal diseño jurídico, sino por falta de una praxis política adecuada al funcionamiento de un sistema parlamentario que exige capacidad de generar consensos. En Italia, por ejemplo, los partidos se han puesto de acuerdo en nombrar presidente a un profesor que no era ni parlamentario.

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De ahí que la salida a esta situación no creo que esté en reformas constitucionales. Cualquier propuesta que implique facilitar la investidura sin una mayoría que la sostenga supone alargar el problema porque el Gobierno no tendrá apoyos para desarrollar una adecuada iniciativa política. Y abandonar el parlamentarismo para preferir otros modelos extraños a nuestra tradición como el presidencialista tampoco evita choques entre poderes ni los bloqueos. Es cierto que podría plantearse algún retoque menor en la regulación constitucional, como sería permitir la disolución sin necesidad de una votación fallida, y sí que sería interesante introducir como prácticas que el Rey encargara a alguna personalidad, quizá el presidente del Congreso, que explorara y catalizara acuerdos entre las fuerzas políticas; y que el candidato presentara en su investidura la lista de ministros para reforzar el carácter colegiado del Gobierno. Pero para ninguna de las dos últimas propuestas sería necesario cambiar la Constitución. Aún así, el sistema solo funcionará adecuadamente si los partidos se comprometen a parlamentar.

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