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Domingo, 6 de octubre 2019, 10:53
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Yerran quienes crean que aquella remota feria medieval murciana apenas comprendía unos cuantos puestos desvencijados en la plaza de Santo Domingo. En realidad, era casi tan extensa como el actual mercado de los jueves que, por cierto, fue ordenado al mismo tiempo que aquella. De sobra es conocido, desde que se recuperara el documento a comienzos del siglo XVII, que la feria fue concedida a la ciudad por Alfonso X un 19 de mayo de 1266. Era una merced que escondía, como todas, un interés. En este caso, impulsar el asentamiento de la población cristiana en la recién conquistada urbe por parte de Jaime I.
Este detalle, en cambio, no excluyó del privilegio a los mercaderes moros y judíos, quienes también se beneficiaban de la exención de impuestos. El texto anunciaba que estarán exentos de pagar «portazgo ni otro derecho ninguno por entrada ni por salida de cuantas mercaderías compraren o vendieren, ni aduxeren o sacaren en cuanto esta feria durare».
El mismo documento también advertía de que cuantos participaran en la feria «vayan y vengan salvos y seguros tan bien por mar como por tierra con sus mercaderías». Síntoma de que prosperó la iniciativa es que apenas cuatro años después fue necesario ampliar la franquicia de impuestos hasta diez días antes del inicio de las ventas.
La duración del mercado era de 15 días a partir del 29 de septiembre y su ubicación primera, como destacó José Miguel Gual en un estudio para 'Miscelania Medieval Murciana', fue un lugar situado fuera de la espléndida muralla, en la margen derecha del río Segura, «en más comunal lugar, en razón de los moros». Este detalle con los recién conquistados, según José Damián González Arce, evidencia no poca diplomacia.
Por aquellos años, en cambio, las mejores tiendas de la capital estaban regentadas por cristianos, como era el caso de los negocios de cambios, paños y pellejería. Entretanto, disfrutaban también de los privilegios sobre tintes y tinción. Para los mudéjares quedaban las tiendas de esparto y vidrio, entre otros oficios.
Aunque no duraría allí mucho tiempo. El espléndido Libro del Repartimento de Tierras, donde figura la entrega de ellas a los nuevos pobladores de la ciudad, ya menciona en el mismo siglo XIII aquella «plaza que el rey dio para la feria de la Puerta Nueva». Esto es, la actual plaza de Santo Domingo. Más adelante, Alfonso X establecería los límites entre la acequia mayor de la Aljufía, la Arrixaca de los cristianos, el muro de la ciudad y el huerto de los Predicadores, actual convento dominico. Allí se alzaba la casa del infante don Fernando.
También a Gual debemos un dato que ha pasado siempre desapercibido para muchos. La feria, desde luego, no formaba un pequeño reducto de comerciantes apiñados en una esquina. Las crónicas citan que se extendía por unas 20 tahúllas, que equivalen a más de 22.000 metros cuadrados. Enorme extensión que, si pensamos en los ganaderos y sus bestias, estaría más que justificada.
En las Actas Capitulares es posible descubrir qué productos interesaban a aquellos remotos murcianos. Y la importancia comercial y geográfica del acontecimiento. Así, en 1401 se registró el gran trasiego de mercancías desde y hacia Aragón, entre las que se incluían paños de Flandes, diversas especias y productos de buhonería.
La insistencia del rey en no grabar con impuestos las mercancías ni a sus propietarios contrastaría a través de la historia con las intentonas de los recaudadores de saltarse las normas y exigir el llamado almojarifazgo. Este impuesto aduanero debía satisfacerse por trasladar mercancías. Así lo llamaban porque el encargado de cobrarlo era el almojarife, término árabe que podríamos traducir como inspector.
Por regla general, siempre hubo exención de impuestos. Salvo alguna feria en que fueron suprimidos como medida excepcional. Y también extraordinaria fue la eliminación de esta convocatoria entre los años 1337 y 1354.
Los privilegios de la feria serían confirmados por los monarcas siguientes, quienes añadieron disposiciones según las épocas. Entre ellas, como estableció en 1309 Fernando IV, se autorizó a los pañeros y comerciantes de Trapería la libertad de trasladarse al recinto o quedarse en sus locales, debido a la proximidad de los mismos. Más tarde se autorizó que los revendedores no podían instalarse junto al resto, pero sí en las inmediaciones.
Otro sabroso aspecto histórico relacionado con la feria era el final de la veda de caza. La catedrática María Martínez, en un estudio sobre las primeras ordenanzas del siglo XIV, recuerda que estaba penalizada la caza de conejos durante el verano y hasta el día de San Miguel.
Para muchos murcianos alguna que otra feria se les atragantaba. Sobre todo, a quienes no hubieran pagado el acequiaje. Mediante esta carga, que carga es en sí toda fiscalidad, los huertanos contribuían a mantener los cauces de riego. La recaudación arrancaba por el día de San Juan y el plazo se extendía hasta quince días antes de la feria de San Miguel.
Como norma general, el pago se solicitaba tres veces en el plazo de nueve días. Después ya nadie evitaba la multa. Lo sorprendente eran las tres formas habituales de rebeldía. Así, había murcianos que además de no pagar impedían el embargo de sus bienes. Otra segunda clase eran quienes no disponían de nada que embargarles. Y la tercera estaba formada por aquellos que embaucaban a los recaudadores «con bellas palabras» para demorarlo. Excepcional descripción.
Las antiguas ferias, comerciales en esencia, no eliminaban el componente festivo, insoslayable cuando tres o más murcianos se reúnen. Y en alguna ocasión incluso la fiesta superó con creces la mera transacción económica.
Aunque ya los historiadores discutirán el dato, si no andan entretenidos en criticarse entre ellos, podría apuntarse una feria remota donde la diversión superó con creces la economía. Fue la de 1487. Aunque la conquista de Málaga se había producido un mes largo antes, el Concejo decidió celebrarla por San Miguel. De esa forma aprovechaban la algarabía que colmaba esos días la ciudad.
Resultó espectacular. Los campanarios de la ciudad se adornaron y la Trapería fue entoldada para el paso de una procesión con el patrón de los mercaderes. Desde la víspera de la festividad y hasta el día siguiente se sucedieron bailes de moros y judíos, fogatas, disparos de pólvora y hasta los llamados juegos del Corpus fueron representados. El único problema fue determinar cómo se pagaría tamaño dispendio y relajo. Y como nada nuevo hay bajo el sol, aunque muchas cosas se desconozcan, bastó con incrementar el precio de la carne que se vendió aquellos días. Para variar.
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