El muy temido «brasero» de la Inquisición murciana
En algunas épocas, como entre 1557 y 1568, ardieron vivos en la ciudad de Murcia más de 150 convictos
Ciento cincuenta y cuatro murcianos, en tan solo once años, murieron quemados vivos en las hogueras de la Inquisición. Y ardieron no en un escondido ... patio de la cárcel o en alguna mazmorra discreta. Lo hicieron en plena calle entre 1557 y 1568. Otros 52 parroquianos, que según el Santo Oficio no lo eran tanto, fueron quemados «en efigie». Es decir: o habían huido o ya estaban muertos. Pero había que dar ejemplo.
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El ejemplo bien que se daba al pueblo en Santa Catalina, en pleno corazón de la urbe y, por aquellos años, considerada plaza mayor. Allí se entregaban a los reos a la autoridad civil para ser conducidos al «brasero», que también tiene guasa el nombre, ubicado en la otra parte del río, más allá del Arenal.
Curiosamente, frente al lugar elegido se encontraba el alcázar de Enrique III, sede del Tribunal del Santo Oficio. Desde sus ventanas no pocos contemplaban la procesión de los desdichados hasta el quemadero. De hecho, cuando se levantó el Almudí, la Inquisición dispuso contribuir a las obras si les dejaban dos miradores hacia el río.
José Luis Morales, en su artículo 'El alcázar de la Inquisición en Murcia', explica los días más aciagos para los desgraciados a los que la Inquisición echaba mano. Imaginen el horror de aquel 12 de febrero de 1559 cuando hasta 30 murcianos fallecieron entre terribles gritos. Al año siguiente, un 4 de febrero de 1560, otros 14 recibían similar condena.
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Fue un año fructífero para los inquisidores, quienes en septiembre condenaron a las llamas a 16 murcianos más. Habría que esperar hasta el 15 de marzo de 1562 para que se registrara una matanza similar: veintitrés víctimas. A ellas se sumaron un 20 de mayo de 1563 diecisiete más.
Aparte, hay que contabilizar las penitencias públicas que, por citar un ejemplo, cumplieron hasta 68 personas un 8 de junio de 1567. ¿Qué delitos atroces habían cometido estos ciudadanos? Ninguno. Al menos, ninguno que cualquier recta razón argumentar pudiera. Casi todos fueron acusados de similares crímenes: judaísmo, blasfemia, poligamia, luteranismo o «prácticas mahometanas».
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Existen casos tristemente célebres. Por ejemplo, el ajusticiamiento en tiempos del cardenal Belluga de los judíos Melo y Mari Chaves. Ocurrió un 30 de noviembre de 1724. Ella ardió en la pira, pero fue necesario desenterrar a Melo, quien había muerto por los tormentos de la cárcel inquisitorial. Ahí se forjó la leyenda de que Marichaves era una bruja y la puerta de su oscuro estudio se conservó.
El caso del médico Zapata
Hoy puede admirarse en el Mubam, si bien algún autor, como el cronista Ricardo Montes, duda de su supuesta procedencia. Montes apunta que se conservan unos 760 procesos contra judíos entre 1554 y 1779. Otros juicios acabaron un pelín mejor.
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Eso le sucedió al gran médico Diego Mateo Zapata, a cuyos padres judeoconversos juzgó la Inquisición. Él tampoco se salvó pese a haber atendido a varios cardenales y a distinguidas familias aristócratas de la época. Goya le dedicaría una acuarela y el duque de Alba, a las puertas de la muerte en París, lo hizo llamar.
En 1721, pese a tanta gloria, fue detenido. El proceso fue terrible. Torturado y obligado a vestir el sambenito, la Inquisición le impuso una pena de 200 azotes y el destierro de Cuenca, de Murcia y de Madrid durante diez años. Al salir de la cárcel, por su amistad con los duques de Medinaceli, lo dejaron en paz. Más tarde costeó la reconstrucción de la iglesia de San Nicolás de Bari que, en apenas un año, abrió sus puertas.
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Sin embargo, la Inquisición no logró arredrar a todos. Al señor inquisidor García de Cisneros nadie le tosía. Hasta que encontró la horma de su zapato. O, mejor escrito, la horma del zapato de un valiente obispo, entre los más célebres de la historia de la Diócesis de Cartagena. Se trataba de fray Antonio de Trejo, el mismo que viajó en embajada a Roma para instar la declaración del Misterio de la Inmaculada y a cuyas expensas se labró la suntuosa capilla de la Purísima en la Catedral.
El encontronazo se produjo en 1612 cuando García de Cisneros encarceló a tres notarios eclesiásticos y a un procurador mientras realizaban una diligencia del obispo. Aquella acción comenzó a criticarse en las calles y hasta el corregidor, Felipe de Porres, tuvo que disuadir a los más exaltados.
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Al día siguiente comenzaron los tumultos, después de que los murcianos descubrieran en el tablón de anuncios de la Catedral un cartel donde el Santo Oficio declaraba puestos en entredicho y excomunión al mismísimo obispo y a todo el Cabildo. Con un par.
Crece la tensión
La respuesta de Trejo fue colocar en el mismo tablón un decreto donde declaraba nula la acusación de los inquisidores. La tensión crecía en la ciudad y el corregidor temía lo peor. Cuenta Frutos Baeza que «las gentes invadieron las calles más céntricas, los parientes de los presos vociferaban su disgusto».
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El obispo Trejo, entretanto y a su aire, ordenó detener a los ministros del Santo Oficio, quienes acabaron en la cárcel episcopal junto al mismísimo fiscal de la Inquisición.
Los regidores acudieron en pleno, incluidos los maceros, en improvisada delegación a ver al obispo y al inquisidor. Querían convencerlos de que el escándalo en las calles podría convertirse en algarada, por lo que era indispensable hallar un acuerdo y liberar a los presos.
Trejo aceptó. Felices de su éxito, los regidores se encaminaron a ver al inquisidor mayor. Pero ni pasaron de la puerta. Allí mismo, le hizo saber el portero al corregidor que no podía entrar por estar excomulgado también.
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La ciudad decidió entonces enviar sendas cartas al Rey y a la Santa General Inquisición, quejándose del proceder del temible inquisidor. Y a los pocos días se recibieron las respuestas, para mayor enojo de García de Cisneros.
Porque no solo desautorizaban sus prácticas por exageradas, sino que le prohibían que en adelante encarcelaran a nadie si no era por causa de fe, que tampoco ordenara persignarse y decir oraciones, ni indagar genealogías o detener a ministros de justicia sin orden superior, entre otras muchas indicaciones.
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Las blasfemias del inquisidor al conocer la noticia aún retumban en la vega cuatro siglos más tarde.
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