El párroco que exigió al Cabildo tantos reales como oraciones
De no haberse derribado en la Guerra Civil, la antigua parroquia de San Antolín cumpliría dos siglos y medio
La antigua parroquia de San Antolín era tan castiza, como la histórica plaza donde la inauguraron, porque la levantaron a golpe de corridas de toros. ... Carteles que, en más de una ocasión, arruinó la lluvia. Aunque casi ningún vecino, por arrimar el hombro a la construcción, reclamó su dinero. Así son los de San Antolín. Es solo una anécdota más de la historia de aquel imponente templo que adornó la plaza y que en la Guerra Civil fue arrasado hasta los cimientos. Luego se levantaría la iglesia actual, cuya torre no hace mucho que fue rematada.
La parroquia fue levantada en su origen más allá de la espléndida muralla árabe, que también nos cargamos, en el arrabal de La Arrixaca. Allí aguantarían sus muros hasta el año 1743, cuando se derribó la estructura. Y el barrio se quedó sin un lugar de culto.
En 1745, los feligreses impulsaron un nuevo proyecto y se movilizaron. Entre otras ideas se convocaron corridas, con desigual fortuna. En cierta ocasión, por apuntar un ejemplo, la fiesta se fijó el día de la Pascua de Resurrección de 1755. Pero no pudo celebrarse pues los convocantes, con todo dispuesto, habían olvidado solicitar al Concejo el oportuno permiso. Eso sí, el precio de las entradas tampoco fue reclamado.
Las obras, pese al empuje vecinal, no debían ir a buen ritmo. O eso podemos concluir si tenemos en cuenta que el párroco advirtió al Cabildo de la Catedral y al obispo de que agradecía mucho sus oraciones por el buen fin de la construcción. Pero que más agradecería que soltaran los cuartos para concluirla. Para los enigmas de la historia quedan los improperios que debieron proferir los señores canónigos al conocer tan atrevida petición. Y claro, se negaron en redondo. Sin embargo, no esperaban que el humilde párroco pusiera pie en pared, en la pared de la inconclusa parroquia, y protestara ante el mismísimo Nuncio del Papa de Roma.
Es probable que el buen sacerdote cayera en la cuenta de un detalle: la nueva parroquia se consagraría a San Antolín de Pamiers, patrón de los cazadores y a quien se le atribuye el milagro de sacar agua de una piedra. Pues si el santo, con serlo, logró ese prodigio, ¿por qué el cura no iba a sacar, en vez de agua, sus buenos reales? Así fue.
El Nuncio interviene
El Nuncio no dudó un segundo: La Diócesis de Cartagena debía pagar las obras. La cantidad ascendía a 84.000 reales, que desembolsaron con poco gusto. Eso permitió que un 2 de agosto de 1774, con el calor que haría, se inaugurara el templo que pronto se consideró uno de los más bonitos de la ciudad.
No en vano la fachada fue diseñada por el mismo arquitecto que imaginó el imafronte de la Catedral: Jaime Bort, autor de otras joyas murcianas como el Puente Viejo (donde colaboró), la plaza de Camachos o la iglesia de La Merced.
Bort, con acierto, decidió representar el milagro del santo en el bajo relieve central de la fachada. Dos grandes torres atesoraban las campanas. A la derecha del edificio, si miramos alguna de las fotografías que se conservan, un reloj. Sobre esta pieza existe otra anécdota.
Hasta 1829, cuando un terremoto obligó a derrumbar parte de la torre del templo de Santa Catalina, allí campeaba el llamado reloj de la queda. Esto es: a partir de las diez de la noche, toque de queda para todo quisque. Salgo que uno buscara al médico, al cura o a una comadrona. Pero al desaparecer ese cuerpo del campanario, el reloj fue trasladado a San Antolín.
La flamante parroquia atesoraba capillas a San Antonio y San José, a una Divina Pastora, obra de Salzillo y con cofradía propia, a Nuestra Señora de los Dolores, San Carlos, Santa Bárbara o el Señor del Malecón, el Cristo atado a la Columna que fuera venerado en una pequeña capilla ubicada junto al desaparecido convento de los Franciscanos. Junto a él, existía otro Señor del Malecón, el remoto crucificado que aún sale en la emotiva y profunda procesión de Lunes Santo.
Junto a estas obras, innumerables lienzos de arte religioso y otras pequeñas tallas, como la de San Ginés, que fuera recuperada de la antigua ermita dedicada a este santo en la plaza del mismo nombre. Y todas ellas fueron la admiración del barrio hasta el estallido de la triste Guerra Civil, cuando el edificio fue demolido. Sólo logró salvarse el espléndido bajorrelieve que muestra el milagro de San Antolín.
Los Pioneros Rojos
Antes, la iglesia fue sede de los llamados Pioneros Rojos, grupos comunistas de jóvenes. Y acogió, échenle hilo a la cometa, las instalaciones de Radio Lenin. Por aquel tiempo, año 1936, el Ayuntamiento cambió el nombre de la plaza por el de José Calderón Sama, denominación que no tuvo ni dos minutos de éxito entre el pueblo llano, votara a quien votara. El actual templo comenzó a construirse en 1942. Acabarían en 1961. El pintor Muñoz Barberán fue el encargado de sustituir con magníficos frescos los valiosos cuadros que antaño adornaban sus paredes y que fueron pasto de las llamas y del pillaje. Curiosamente, el relieve del santo se salvó. Y serviría para protagonizar otra jugosa anécdota de nuestra historia. Al otro extremo de la ciudad (textualmente al otro extremo porque más allá solo había huerta) otra belleza arquitectónica era pasto de la desidia. Se trataba de parte de la portada del palacio de los Vélez, con su puerta y sus recias columnas.
A alguien, Dios lo tenga en la gloria de los amantes del patrimonio, se le ocurrió utilizarla como altar mayor de San Antolín. Allí luce, junto al histórico relieve y, debajo, otro icono de esta urbe desmemoriada: el Cristo del Perdón.
El último elemento icónico llegó entonces y es, miren ustedes por donde, de humilde factura y desmontable. Me refiero a la cuesta de tablones que cada año instala la Cofradía del Perdón para que su Cristo castizo descienda a la calle mientras la plaza se rinde al golpe seco del estante de morera y el aroma a pastillas nazarenas. Esa humilde cuesta, señores, es también Murcia pura.
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