Cuando Luis de la Rosario le cobró (por fin) al buen cartero Braulio
La Murcia que no vemos ·
Todo ocurrió en San Antolín, en una antigua taberna que pronto alcanzará el siglo de existencia, aún se despacha auténtico vermú con sifónMurcia es tierra de contrastes, como todo avisado sabe, fruto de esa inaudita amalgama árabe, judía y cristiana que nos define; con su toque aragonés ... y catalán añadido en la Reconquista._El mismo que hizo exclamar al cronista Ramón Muntaner alrededor de 1325 que los habitantes de la ciudad «son catalanes y hablan el más bello catalán del mundo». Es el mismo autor, por cierto, que tanto invocan los nacionalistas como padre de su supuesta nación.
Prueba de esa sabrosa dualidad nuestra es la histórica calle Angustias, en pleno corazón del castizo San Antolín, donde está el único Cristo con carné de identidad de vecino de barrio. La llaman Angustias, pero debían denominarla Gloria. Aunque ya existe otra que, durante décadas, olía más a marihuana que a incienso.
El caso es que allí, en una antigua taberna que pronto alcanzará el siglo de existencia, aún se despacha auténtico vermú con sifón, acompañado de cebolla dulce, con su anchoa campeando en todo lo alto, y bacalao rebozado cuando a Luis, que es el dueño, le viene en gana encender la plancha. No existe hora para hacerlo, ni tampoco improperios a quienes se lo reclamen. Murcia pura.
Es una taberna de barrio obrero donde sirven patatas nuevas cocidas sin pelar, en dos mitades y con ajo, y michirones antiguos, de esos que dejan los labios cubiertos de rico pringue. Un lujo. Como igual lo es la clientela, compuesta quizá por los últimos parroquianos de toda la vida que aún atesoran en sus conversaciones ese habla huertana ya perdida. «¡Zagal, otro chato. Ligero!», dice uno. «¡Pero qué pijo he comido 'pa' cobrarme dos euros!», clama otro. Nuestras cosas.
Si estos no fueran pocos alicientes para reencontrarse con las barras de nuestros abuelos, sin olvidar al camarero Pedro, quien puede mandarte al carajo delante de la clientela si le aprietas mucho, existe en el local un diminuto cuadro que merece, por su historia, ser conocido. ¿No hemos viajado muchos a Bruselas para ver el llamado Manneken Pis, esa escultura anodina de un niño meando, que mide poco más de medio metro y cuesta más encontrarla que admirarla? Pues eso.
Más curioso es a lo que voy. Vivía en el barrio un buen cartero, de nombre Braulio, que durante años almorzaba en la taberna y, mire usted por donde, cuando no lo invitaba uno lo convidaba otro. Total: que no pagaba nunca. Lecciones podía darle a Jeff Bezos, que será el hombre más rico del mundo; pero no es murciano.
Así pasaron tantos años como lleva la matrona del Almudí ofreciendo su teta oronda y gratuita al niño extranjero. Pero cierto día, el buen Braulio se encontró solo en el local. Por nadie pase. Después de dar muchas vueltas se vio en la obligación de pagar su almuerzo. La cuenta: 50 pesetas, que el hombre entregó en una moneda de aquellas antiguas.
Tal sorpresa y alborozo provocó que pagara, tras tantos años sin soltar una perra así lo mataran, que la moneda la enmarcaron en un cuadro con la siguiente leyenda: «El cartero Braulio se gastó estas 50 pesetas en un bar de San Antolín. ¡¡¡Aleluya, aleluya!!!». Allí pueden ustedes verla, como si fuera, que lo es, un triunfo de caza.
Pero aguarden, que remato la anécdota. El cartero, acaso un pelín tacaño si bien muy querido en tan señero barrio, muchos años después, cuando ya andaba renqueante, regresó un día al Luis de la Rosario y le espetó al dueño observando el cuadro: «¡Hombre, Luis! Ya podías devolverme la moneda, que bastante tiempo la has lucido». ¿Se puede tener más arte?
El padre de Luis se negó y, sin saberlo, forjó una leyenda que enriquece esa historia que nunca nadie escribe aunque sea, con diferencia, la que más define nuestro carácter y la peculiar forma de degustar y reírnos de la vida. Pasen ustedes por allí y vean el cuadro. Y paguen, paguen porque allí no se fía. Que se lo digan al cartero Braulio.
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