El año en que nuestras clarisas lograron vencer al Consistorio
La Murcia que no vemos ·
Las monjas cismáticas de Belorado podrían aprender de sus hermanas que aquí habitan desde el siglo XIVLas dos comunidades son clarisas. Pero resulta evidente que, salvando las distancias y detalles, estas que habitan en Murcia desde hace siete siglos son mucho ... más avispadas que aquellas de Belorado, ahora excomulgadas. ¿Qué ocurrió aquí? Como diría un castizo, el gas se lió en 1978.
Las monjas de Santa Clara, en el corazón de la urbe, denunciaron en la prensa la falsedad de un informe municipal que calificaba su huerto como «un patio con condiciones casi de insalubridad». No era un órdago. Lo firmaba la abadesa del Real Monasterio, sor Clara Torres. El problema fue la decisión del Ayuntamiento de abrir una calle paralela a la de la Aurora, donde la Fundación Cajamurcia tiene su sede, hasta enlazar con otra más atrás que la uniera con el paseo Alfonso X. Eso suponía expropiar parte del ancestral huerto del convento. Vamos, reventar un entorno donde Las Claras llevaban viviendo desde que en 1365 Pedro I el Cruel donó el antiguo alcázar menor a la abadesa Berenguela de Espín.
La comunidad religiosa, ante tales pretensiones, se preguntaba «qué interés o intereses particulares tiene la alcaldía» para beneficiar a «señores que han construido ilegalmente sus edificios sobre las tapias y el convento». Sumen y sigan. Se puede, hemeroteca en mano, argumentar la afirmación. La polémica se suscitó cuando el Consistorio pretendió abrir esa calle junto a un edificio de nueva construcción que apenas había dejado unos pocos metros linderos con el convento, para así poder abrir ventanas.
Cuatro años antes, el entonces alcalde de Murcia Clemente García envió una carta a las monjas para anunciarles la proyectada vía pública «de seis metros de ancho, y por consiguiente, peatonal [...]. Le ruego me comunique cuál es la decisión de la comunidad».
La respuesta publicada de las monjas le sentó fatal al alcalde. De hecho, tras leerla, el 14 de julio de 1978 y en LA VERDAD, les dirigió una carta advirtiéndoles de que la calle en cuestión ya estaba prevista en el llamado plan urbanístico Blein, de 1949. Y que la actuación, gracias a él, había reducido la anchura de los doce metros previstos a solo seis.
El primer edil sostenía que el huerto que con tanto ahínco defendían las religiosas «ha perdido su condición de espacio de clausura». Sin embargo, cometió un evidente desliz al añadir que el convento fue construido «en su día en la huerta y ha sido rodeado totalmente por el crecimiento de la ciudad».
Una clausura papal
Las monjas no se arredraron. Es evidente en la réplica que publicaron en LA VERDAD unos días después, el 19 de julio. En los primeros párrafos citaban una interminable lista de leyes sobre defensa del patrimonio histórico, sin duda redactadas por los abogados del monasterio y que hoy resultan lógicas, aunque no así en aquellos años.
La contestación fue demoledora. Tanto, que lanzaban de nuevo un misil a la línea de flotación de la concesión de licencias urbanísticas de la época. «¿Por qué se autorizó construir edificios, con todas sus ventanas y balcones hacia una calle que no existía pues era el huerto del convento?». Aquel espacio verde siempre fue, desde hacía siglos, una clausura decretada por el Papa. Historia pura.
Las monjas recurrieron a incontables instituciones: Gobierno Civil, Delegación de Vivienda, de Educación y Ciencia, a los ministros de Cultura y de Vivienda, al director general de Bellas Artes, a la Dirección General de Arquitectura, al Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo... Sobre la aseveración del alcalde de que el convento estuvo antaño en la huerta, las religiosas apuntaron que se situaba contiguo a la plaza del Romea, enfrente del monasterio de Las Anas, quienes, por cierto y sin tanto revuelo, enajenaron por desgracia una parte de sus posesiones donde hoy desluce su histórico edificio otro de viviendas.
Cuando el alcalde leyó tan furibunda réplica respondió con similar determinación. De entrada, en otra carta calificó el ataque como una «tendenciosa respuesta». Y recordó a la comunidad que, si tanto amaban su huerto, no deberían haber vendido años antes una parte del mismo, «diez veces superior a la zona que ocuparía la nueva calle». También era cierto.
Sin contar otros alquileres para comercios y garajes. Era verdad. Basta pasear por Alfonso X el Sabio para comprobarlo. El alcalde insistía en que la apertura de la estación de Caravaca, hoy sede de Aguas de Murcia, impulsó el paseo dedicado al Rey Sabio y supuso «la expansión urbana hacia el norte que ha envuelto al monasterio».
Por último, Clemente García, puedo dar fe de que era un hombre dialogante donde los hubiera y poco dado a polémicas, pese a ello, concluyó su alegato con una advertencia: si le acusaban de proteger intereses ocultos en su planificación urbanística, «deben sustanciarse en otra vía, concretamente la judicial, y con todas sus consecuencias».
Resulta curioso que la publicación de la carta por LA VERDAD y el diario 'Línea' fuera antecedida de una nota de sus redacciones. Eran similares.
Se acabó la polémica
En el caso de este periódico rezaba: «Después de haber dado iguales oportunidades a ambas partes para que expongan, con todo detalle, respectivos razonamientos, LA VERDAD pone punto final a la polémica». Punto final. Y, como cada cosa tiene su tiempo y los nabos en Adviento, ahí acabó todo.
Queda para la historia jamás contada, y dudo mucho que se cuente con certeza, qué ocurrió realmente en las siguientes semanas. Pero si nos ceñimos a los hechos, solo restan dos conclusiones innegables. La primera, que las religiosas y el Consistorio guardaron prudente silencio. Seguro que a regañadientes. Y la segunda, que también, desde aquella silenciosa clausura, las clarisas murcianas vencieron al todopoderoso Consistorio y a su alcalde. La proyectada calle jamás se abrió. Y jamás se abrirá, añade este cronista.
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