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Grabado de dos miembros de la secta fanática de los Flageladores, surgida en el siglo XIII.
La Cuaresma, a bofetones entra

La Cuaresma, a bofetones entra

Las procesiones de penitencia en Cuaresma llegaron a prohibirse por la extrema brutalidad de las disciplinas

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Domingo, 10 de marzo 2019, 09:35

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En verdad que a muchos les entraban ganas, aunque fuera para espantar el miedo, de besar el suelo por donde aquellos pies caminaban. Y hasta algún autor señala que la popular expresión tiene su origen en ciertos usos muy habituales en los días de Cuaresma: las penitencias públicas. Públicas, porque se observaban a pie de calle, aunque estuvieran desiertas entrada ya la noche.

La procesión, organizada por la Hermandad del Pecado Mortal, siempre iba encabezada por un nazareno tan corpulento como le exigía la enorme cruz que elevaba. A cada lado lo acompañaba un sacerdote, aunque durante mucho tiempo lo hicieron dos jesuitas, quienes portaban cada uno en su mano derecha un crucifijo.

Si la severidad de su presencia ya despertaba la inquietud, apenas iluminados por unos faroles, bastaba escuchar sus letanías para santiguarse. El uno, con voz trémula pocas veces y las más, alta, para que los parroquianos lo escucharan, iba anunciando a la urbe sosegada: «¡Ten piedad de mí, Señor, porque soy débil!». Y el otro, mediando similar cadencia, respondía: «¡Sáname Señor, porque se han perturbado mis huesos!».

Una «sórdida fila»

Detrás de la cruz, como escribió un autor antiguo y refirió Díaz Cassou en su 'Pasionaria', «en doble fila silenciosa, sórdida, repugnante, van los encenizados». La penitencia consistía en ensuciar sus cuerpos y afearlos para manifestar así que habían sido «motivo de tantos apetitos pecaminosos y de tantos engreimientos».

Más de uno de aquellos penitentes eran, por la blancura de sus pies, sin dureza que probara trabajos en la huerta, gentes de tantos apellidos como faltas. Mientras la letanía continuaba, otra voz se alzaba para anunciar: «Penitencia, pecador, el tiempo santo es llegado, lo que es bueno en todo tiempo, ahora es precepto sagrado».

A estos penitentes encenizados y con cirios se sumaban otros cargados de cruces. Pero ni estos ni aquellos sorprendían tanto como el tercer grupo de la procesión. Estaba compuesto por los que observaban las más terribles disciplinas. «Unos se han impuesto la de seguir la procesión andando sobre las rodillas; otros, cogidos los pies en unos grillos que les obligan a marchar saltando...», recordaba Díaz Cassou.

Cargando a un muerto

La cosa no quedaba ahí. Tampoco faltaban quienes desfilaban con sogas al cuello o arrastraban cadenas. Y célebre fue aquella procesión de 1648, cuando se presentó un murciano cargando a un muerto. Por cierto que la expresión «cargar a un muerto» tiene su origen en una curiosa ley medieval.

Al parecer, si se hallaba un cadáver que nadie identificaba ni corriera con los gastos del entierro, se multaba a todos los vecinos. De ahí que cuando se encontrara un fallecido de esta guisa, era frecuente que cargaran con él fuera de los núcleos urbanos para esquivar la sanción.

De vuelta a las penitencias públicas murcianas, una vez concluido el desfile, en el que no pocas saetas se entonaban, siempre según la misma fuente, había algunos que incluso se ponían de rodillas «para que los azoten quienes quieran».

Tan terrible procesión no recorría carriles perdidos de la huerta ni las calles de guijarros de alguna pedanía lejana donde aún padecieran la ausencia de toda ilustración. De hecho, se desarrollaba casi por toda la ciudad o, cuando menos, por sus vías más céntricas. Y no era una sola la comitiva, sino dos.

La primera partía de San Quiteria, que aún hoy da nombre a una calle al costado del antiguo edificio de Urbanismo. Allí existió desde 1400 hasta 1820, cuando fue demolida como no podía ser de otra forma en estas latitudes, una ermita dedicada a la santa. De ella quedó apenas un cuadro que se conservaba en la parroquia de San Lorenzo.

La segunda procesión arrancaba al otro extremo de la ciudad, en la plaza de San Ginés, que así se denominó por albergar otra ermita dedicada al eremita que dio nombre al monasterio cartagenero. Cuando el cortejo retornaba a este templo, que se mantenía a oscuras, el sacerdote evocaba la Pasión de Cristo. Lo normal.

Pero no lo era tanto que, al anunciar que el Señor había muerto, «se escuchan unos tremendos bofetones. Son los gitanos del Arrixaca que pegan a sus hijos para que se acuerden en todo momento de lo que padeció», publicó el investigador García Izquierdo.

Comparsas de negros

Ambas comitivas se adentraban en la ciudad con no pocos murcianos en sus filas. Aunque muchos más observaban tras las ventanas el imponente cortejo. La ubicación de las ermitas, además, «hallándose situadas en contrapuestas partes, cogen la ciudad en medio». Así que ningún vecino podía tener «disculpa de que los malos temporales ni oscuras noches le puedan embarazar» para no asistir.

A lo largo de la Cuaresma se convocaban en San Ginés y Santa Quiteria ejercicios espirituales a diario, aunque el resto del año se celebraban el primer y último sábado de cada mes y tres noches por semana. En todas las veladas, irremisiblemente, los participantes se imponían disciplinas.

Aunque hoy pueda sorprender, eran estas escenas algo habitual y admitido por todos. Como también lo fue la costumbre de que en algunas procesiones, ya en plena Semana Santa, se incorporaran comparsas de negros, fueran negros de verdad o foráneos tiznados.

Estos grupos, según Díaz Cassou, «bailaban y hacían mojigangas impropias de tan solemnes actos». Lo que les valió no pocas prohibiciones hasta su desaparición. Eso ocurrió el 4 de abril de 1784, que aquel día fue Domingo de Ramos, durante la procesión que por entonces sacaba a las calles a la Virgen de las Angustias, de Salzillo.

Al parecer, la comparsa se negó a descubrirse cuando el desfile cruzaba por dentro de la Catedral en su estación de penitencia, otra costumbre que el Cabildo Catedralicio, Dios nos libre, prohibe en la actualidad. Y en aquella ocasión, el corregidor Joaquín de Pareja y Obregón decidió proscribir estos grupos.

Tampoco es que sorprendiera a muchos la actitud de los negros. El cardenal Belluga ya había prohibido en su día tan problemáticas actuaciones. Incluso peligrosas, si tenemos en cuenta que en la celebración de otra Pascua en el convento de la Trinidad, que también pronto nos cargamos, un disparo de un 'negro' acabó con la vida de un parroquiano.

Nada que ver, como resulta evidente, con el recogimiento de las procesiones de penitencia. Ni con las disciplinas públicas, aunque ya en la época en que Díaz Cassou publicó su obra, en 1897, advertía de que éstas eran historia. La Hermandad del Pecado Mortal desapareció en 1824. Primero prohibieron las penitencias de noche, y después las de día, hasta erradicarlas todas pues eran motivo de escándalo. No es de extrañar. Hoy serían un tipo penal.

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