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Antes de las intervenciones, Manuela y Reyes preparan a los pacientes en la zona de preanestesia. Samuel Aranda

Quirófanos murcianos en Senegal

La ONG Cirugía Solidaria lleva a cabo una acción del voluntariado en Louga, en pleno Sahel, que documentan para LA VERDAD el publicista Jorge Martínez y el premiado fotógrafo Samuel Aranda

jorge martínez

Domingo, 16 de octubre 2022, 07:22

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Hay viajes que se hacen por puro placer y viajes que están justificados por el trabajo de uno. Hay viajes necesarios para la salud, como los prescritos por el médico, y viajes que son en realidad una mera excusa para desaparecer, un ejercicio de escapismo. Hay viajes en grupo de los que vuelves más solo que la una, y otros en los que te encuentras a ti mismo. Hay viajes planificados hasta el mínimo detalle y viajes improvisados, hechos casi sin pensar. Hay viajes de exploración, viajes extraterrestres y viajes iniciáticos. Y los hay, muy rara vez, que son todos los viajes en uno. Este es uno de ellos.

Siento vértigo al escribir estas líneas. Quiero hacerlo bien, encontrar las palabras adecuadas, el ritmo, la estructura pero, sobre todo, quiero hacerlo bien porque ellos se lo merecen. 'Ellos' son Cirugía Solidaria, la ONG médico-humanitaria formada por profesionales sanitarios de la Región de Murcia, que regresan a África tras un tiempo marcado por una pandemia sanitaria que colocó a estos hombres y mujeres en el centro de todas las miradas, de todas las plegarias, de todos los aplausos.

Recuerdo con meridiana claridad el impacto que me provocaba ese estruendo colectivo que un mundo, sumido en el miedo y la incertidumbre, les regalaba como tributo cada día a las ocho de la tarde. Aquello fue antes de la invasión de Ucrania, antes de la subida del precio del combustible, de la muerte de Isabel II. Antes de la compra de Twitter y del veranillo de San Miguel. Todo es pasado en un mundo que solo quiere vivir el presente.

El anestesista Enrique Madrid conduce a un paciente a la zona de reanimación tras ser operado. Samuel Aranda

Pero hay aún algunos lugares en el mundo apeados de ese trajín. Lugares ajenos al ansia por la novedad constante de una sociedad empeñada en convertirlo todo en efímero e intrascendente. Son lugares donde solo importa lo que de verdad importa. Los llamamos, sin embargo, «subdesarrollados».

Dahra tuvo reyes, príncipes y princesas. Pero eso fue hace mucho. Antes de que llegaran los franceses y los comerciantes de esclavos. Hoy, esta población senegalesa -de unos 30.000 habitantes- es solo un anodino cruce de caminos en mitad de la nada, un lugar de paso para vendedores y compradores de ganado venidos de toda la región de Louga.

La N3 cruza Dahra de punta a punta. A los lados se amontonan, uno tras otro, pequeños puestos de fruta, verdura y carne, talleres mecánicos, carpinterías, tiendas de telas y telefonía. La carretera es un hervidero de gente y vehículos de todo tipo: camiones que viajan desde Dakar a Mauritania, motocicletas forradas con plástico de burbujas, y carros tirados por burros que hacen las veces de taxi. Todo está sucio, todo es viejo y destartalado y, al mismo tiempo, todo es fascinante.

Vamos a reconocerlo. Dahra es el último lugar del mundo al que uno iría a hacer turismo. Aquí no hay museos ni restaurantes ni Starbucks. Aquí no hay boutiques, no hay conciertos, no hay cines. No hay 'tardeo', no hay souvenirs… Por no haber, no hay ni un solo cirujano que asista a una población en la que hacen mella el abandono de un mundo que no tiene tiempo para mirar atrás y al que se le da muy bien mirar para otro lado.

Samuel Aranda
Imagen principal - Quirófanos murcianos en Senegal
Imagen secundaria 1 - Quirófanos murcianos en Senegal
Imagen secundaria 2 - Quirófanos murcianos en Senegal

Pero Cirugía Solidaria no viene a Dahra a hacer turismo. Viene a hacer lo que mejor sabe, lo que hacen sus integrantes cada día en los hospitales de nuestra región, lo que llevan haciendo veinte años de forma altruista en sus múltiples misiones por África: diagnosticar, operar, medicar, reanimar, suturar, auscultar, amputar, anestesiar, vendar… abrazar, consolar, curar. Salvar.

Los 3.700 kilómetros que separan la casa de Loli -en Alguazas- de Dahra, no parecen ninguna barrera para los 34 integrantes de la ONG que han decidido unirse a este viaje empleando sus vacaciones y sus propios recursos. Lo que para la mayoría sería un castigo, es para ellos una bendición. Pasada la media noche, todos cargan el autobús con cajas numeradas y grandes paquetes que contienen material médico. Los objetos más voluminosos, necesarios para poner en marcha dos quirófanos totalmente equipados, viajan por barco en un contenedor.

Ya sentado, me doy cuenta de la falta que me hacía subir a este autobús. La pandemia ha dejado muchas secuelas. En mi caso, la añoranza por regresar a los arrabales del mundo se ha convertido en una necesidad acuciante. Sentir, tocar, oler, mirar cara a cara aquello que alimenta una imaginación que he convertido en mi forma de vida. «Desplegar las alas», como dice un amigo.

De izquierda a derecha, los cirujanos Víctor López, José Manuel Rodríguez y Álvaro Cerezuela repasan la programación quirúrgica. Samuel Aranda

Con mi hija

A mi lado viaja una adolescente de quince años. Se llama Ángela y es mi hija. Ella no lo sabe, pero en realidad es el otro gran propósito de mi viaje. Reencontrarme con ella, acortar esa distancia que la biología y la tecnología interponen entre nosotros. Explicar aquello de lo que llevo hablando tantos años, y mostrar lo que, hasta ahora, solo había podido ver en fotografías que guardo en mi teléfono. Despertar en ella lo que sé que habita en su interior.

El fotógrafo Samuel Aranda se une a nosotros formando un extraño trío. Con él he compartido miles de kilómetros y vivencias grabadas a fuego en mi retina. La ruina humana convertida en ladrillos de esperanza en Alepo. Las infestas callejuelas de un 'slum' en Bangladesh en las que una niña llamada Nupur brillaba como una estrella en mitad de la oscuridad. El fuego cruzado entre bandas enfrentadas en la favela carioca de Maré. La tristeza en los rostros de miles de refugiados en el vergonzoso infierno de Moria… Con él quiero vivir también esta experiencia, documentarla, y convertirla en una exposición y un libro que ayude a dar testimonio de la labor que realiza Cirugía Solidaria.

El periplo hasta llegar a Dahra se hace eterno. Este continente tiene sus propias normas, pero sobre todo tiene su propio ritmo. Tras más de dos horas esperando en el aeropuerto, nos recoge un destartalado autobús que emprende un viaje de cinco horas que un pinchazo convertirá en ocho.

La llegada, de madrugada, pilla a la ciudad durmiendo, y a nosotros exhaustos tras un día entero de viaje. Apenas hay tiempo para descargar y desearnos buenas noches. El equipo de Cirugía Solidaria duerme en una pensión regentada por un joven emprendedor que regresó a Dahra después de una truncada carrera como futbolista en Italia. Ángela, Samuel y yo dormimos en una antigua residencia, al otro lado de la ciudad. En cualquier caso, muy pronto todos descubrimos que hospedarse en Dahar supone también la renuncia a la mayoría de comodidades a las que estamos acostumbrados.

Tras suministrar la anestesia, Pepe Tortosa vigila y controla las constantes del paciente en todo momento. Samuel Aranda

La intensa luz y el sudor de mi cuerpo me despiertan antes de lo que querría, y me recuerdan que esta época del año -entre la temporada de lluvias y la seca- trae lo peor de cada una de ellas: calor, humedad, y mosquitos. Me ducho con un cubo de agua que la noche ha dejado reconfortantemente fresca.

En la puerta hay un grupo de niños que piden contoneando sus botes de plástico. Son 'talibés'. Viven en escuelas coránicas donde les obligan a practicar la mendicidad durante el día con la excusa de ayudar a sufragar los gastos de su mantenimiento y a ser formales en su fe. Le explico todo esto a Ángela, que me escucha incrédula, como si lo que le estuviera contando fuera ciencia ficción.

Caminamos por callejuelas sin asfaltar en las que sucede la vida doméstica de esta ciudad. Todo el mundo nos saluda: «¿Ça va?». «Ça va bien», respondo. Los hombres miran fijamente a Ángela. Le pido que tape su ombligo, adornado con un 'piercing'. Ella se rebela, pero accede a regañadientes a elevar cuatro dedos la alturade su pantalón. AlHamdulilla.

Preparativos

Cuando llegamos al centro de salud Elisabeth Diouf (nombre de la esposa del antiguo presidente de la República de Senegal), los médicos, enfermeras y cirujanos murcianos ya están trabajando a pleno rendimiento en la adecuación de unos quirófanos que jamás habían funcionado, la puesta en marcha de una improvisada sala de esterilización, la organización del triaje y la implementación de un sistema informático que hará posible que, durante diez días, más de 1.200 personas pasen por sus consultas para ser diagnosticadas.

Samuel y yo hemos comprado plátanos y buñuelos recién hechos. Será una costumbre que mantendremos durante toda la semana. Es nuestra forma de dar los buenos días a quienes ya llevan un par de horas trabajando.

Asisto como espectador a una conversación entre dos de nuestros sanitarios. Discuten sobre priorizar o no las intervenciones quirúrgicas de niños. Piden la opinión de Pepe Gil, uno de los miembros más veteranos de Cirugía Solidaria. Pepe da la razón a Juan Pedro y responde categórico: «Los niños siempre primero».

El centro de salud empieza a llenarse de gente. Un artículo en el periódico local anunció días antes la llegada de los sanitarios murcianos con la firme intención de curar sin pedir nada a cambio. Resulta una promesa demasiado hermosa para ser verdad, y la gente quiere verlo con sus propios ojos. Muy pronto descubrirán que es real, que existe gente así, comprometida con su trabajo y con el dolor y el sufrimiento ajenos.

Manuela y María José se abrazan al final de otra larga y extenuante jornada. Samuel Aranda

Los primeros pacientes empezarán a abandonar el centro curados, cosidos, salvados, y el relato de los médicos blancos llegados de Murcia se irá agigantando, recorriendo a toda velocidad cada rincón de la ciudad y de la provincia, y generando un efecto llamada que irá metiendo más y más presión a cada una de las personas que conforman esta maquinaria perfecta que es Cirugía Solidaria.

Le pido a Chitina que se ocupe de Ángela, que le ponga tareas, que la cuide y la trate como si fuera su madre mientras que yo estoy por ahí dando tumbos. No le supone ningún esfuerzo. Chitina sabe mandar, pero sobre todo Chitina es matrona, así que sabe mejor que nadie lo que es ser madre.

Samuel y yo documentamos todo lo que ocurre en el centro de salud, intentando seguir el ritmo de los sanitarios. Pero este es imposible de seguir para alguien que no es como ellos, así que empezamos a buscar historias.

Documentar el trabajo médico es importante, pero lo es también entender quiénes son esos hombres, mujeres y niños a los que llamamos pacientes, de dónde vienen, y qué supone para ellos la posibilidad de acceder a un servicio sanitario gratuito que, de otra forma, les sería completamente imposible asumir.

Nómadas

Le pedimos a Bashir, un joven voluntario que ha decidido apoyar la misión como traductor de wólof a español, que nos ayude. Bashir busca entre la multitud que espera a ser atendida y en un par de minutos nos señala a una familia. Un padre con una niña y un niño. El padre se llama Malick; el niño, Abdou, y la niña, Aissata. Su fisionomía y el color de su piel son diferentes al resto. Bashir nos confirma que son peal, una tribu procedente de Mauritania que desde tiempos inmemoriales se ocupa del pastoreo del ganado en el Sahel. Los últimos nómadas.

Samuel y yo nos miramos con complicidad. Hace años estuvimos conviviendo con estas tribus en el sudoeste de Malí junto al escritor Martín Caparrós, en un viaje que supuso el comienzo de nuestra amistad y el descubrimiento de una forma de vida que acabó generando un profundo impacto en nosotros.

Varias madres esperan su turno para ser atendidas en la consulta de pediatría. Samuel Aranda

Seguimos a la familia en su recorrido por el centro de salud. Les acompañamos a la consulta donde Curro y Juan Pedro atienden y diagnostican a los menores. Enseguida nos damos cuenta de que Malick no es pastor. Su perfecto francés y la atención constante que procesa a sus hijos no encajan con el recuerdo que nosotros tenemos de los pastores nómadas. Malick nos cuenta que es profesor de una pequeña escuela de una aldea lejana, y que es su hermano pequeño quien se ocupa del ganado.

Abdou sufre una criptorquidea bilateral, y su hermana Aissata, un lipoma en la mano izquierda que comprime las venas radial y cubital. Juan Pedro nos explica que el lipoma, aun no siendo grave, es mejor operarlo para prevenir futuras complicaciones de riego en la mano, y que el niño no podrá tener hijos si no es sometido a cirugía. Le preguntamos a Bashir qué supondría que Abdou no pueda tener descendencia. Nos cuenta que un hombre que no puede tener hijos es repudiado por las mujeres de su tribu. Que un hombre que no puede tener descendencia está condenado a vivir solo y a no dejar huella en este mundo.

Lo de la criptorquidea bilateral suena raro, pero lo de ser repudiado y vivir condenado a la soledad es un diagnóstico que se entiende perfectamente. La operación es programada para dentro de dos días, así que Malick decide que volverá a su aldea. Le decimos que nos gustaría conocer cómo viven él y su familia. Malick hace un chasquido con la lengua. Es la manera que tienen los peal de decir «de acuerdo».

El equipo médico empieza su jornada a las ocho de la mañana, pero no sabe nunca a qué hora terminará. Las operaciones se suceden sin descanso, a un ritmo de unas 30 ó 40 diarias. Una barbaridad. Se reparten entre un equipo de ocho cirujanos, asistidos por el personal de enfermería y tres anestesistas.

El resto del equipo anda atareado con las consultas, los postoperatorios, el traslado de pacientes, los triajes, la esterilización de material quirúrgico, la farmacia... No hay una tarea más importante que otra. En este engranaje humanitario, todos son valiosos e imprescindibles.

Pregunto a Nany y a Loli por Ángela. Me responden que colabora en todo. «Hoy nos ha ayudado a poner una vía a un paciente y está muy pendiente de los niños para que no se asusten cuando despiertan de la anestesia. Nos ha dicho que de mayor quiere ser cirujana infantil». La busco para felicitarla y la encuentro en uno de los quirófanos, absorta, mientras los cirujanos extirpan un enorme nódulo de un tiroides. Me quedo mirándola sin que ella se dé cuenta, y me invade un sentimiento de orgullo y de felicidad.

La ginecóloga voluntaria Conchi Carrascosa extrae un bebé tras una cesárea de urgencia. Samuel Aranda

Sonrisas al final del día

Por la noche, un viejo autobús recorre un par de veces el trayecto desde el centro de salud hasta el lugar en el que se hospeda el equipo. Conforme van llegando al hostal, las caras de cansancio y el silencio se transforman en sonrisas y carcajadas. Son los prolegómenos de un instante de felicidad compartida que se repite cada noche. El motivo es muy simple: la tensión acumulada durante el día se libera, y todos hablan distendidamente mientras toman una cerveza y unas almendras fritas con salchicha seca que Loli ha traído en su maleta desde Murcia.

Da igual que sean las doce de la noche o las dos de la mañana. Da igual que tengan hambre y estén cansados. Todos esperan -sin rechistar y sin dudarlo- a que regrese el último compañero. Esa rutina diaria les recuerda que, además de sanitarios, son amigos.

A la mañana siguiente viajamos a Nguembé Peulh. Allí nos espera Malick y su familia. Lo hacemos en un vehículo que nos ha prestado el doctor Abdou Ndiaye, director del centro de salud. Un tipo resolutivo como pocos, siempre predispuesto a solucionar cualquier problema. Durante el viaje, atravesamos bosques de baobabs. En esta época del año, estos colosos que pueden vivir hasta mil años ocultan su esqueleto fantasmagórico entre hojas verdes y frutos. Malick nos recibe sonriente, y nos invita a pasar a un gran patio de tierra en el que espera toda su familia bajo la sombra de un árbol. Nos sentamos junto a ellos y conversamos, mientras los hombres preparan el primero de varios tés y las mujeres cocinanan a fuego lento, sin prisas. La abuela y los niños no nos quitan el ojo de encima. Malick nos confirma que es la primera vez en sus vidas que han visto a un blanco.

El sol cae a plomo, y la luz de esta hora del día es el peor enemigo de los fotógrafos, así que no hay más remedio que esperar, seguir conversando, seguir tomando té, y comer todos de un mismo plato cuando llega la hora. Samuel se queda dormido sobre la esterilla del suelo, y yo me quedo pensando en la profunda paz que se respira en este lugar del mundo.

A nuestro regreso a Dahra, el centro de salud es un hervidero. Un joven ha llegado con parada cardíaca y es conducido rápidamente a uno de los quirófanos. Ángela y yo nos metemos dentro, y observamos la escena. Una docena de nuestros sanitarios se mueven a toda velocidad. Cortan la camiseta del paciente con unas tijeras y se van turnando cada dos minutos para practicarle un masaje cardiaco mientras cuentan en voz alta. «Uno, dos, tres, cuatro…».

Cada 30 compresiones le insuflan oxígeno. Pasan los minutos, pero el corazón no responde. Tortosa le inyecta adrenalina y prepara el desfibrilador pidiendo a todo el mundo que se aparte. El cuerpo inerte se convulsiona violentamente como consecuencia de la brutal descarga. Repiten la operación varias veces, durante casi quince minutos, hasta que alguien pide que paren.

El publicista murciano Jorge Martínez, autor del reportaje, durante una pausa. Samuel Aranda

Tras un tiempo en el que se percibe la desilusión y la tensión en unos rostros cabizbajos, el equipo regresa a sus tareas. Hay pacientes vivos esperando a ser intervenidos. La normalidad se adueña de aquel lugar, mientras Ángela y yo nos quedamos quietos, mirando el cuerpo de ese joven que acaba de morir delante de nuestras narices.

Le pregunto a José Manuel cómo se sobreponen a este tipo de situaciones. Me responde: «Cuando muere un paciente al que estás operando o con el que tienes relación, te quedas muy tocado. Mucho más si es un niño. Pero este joven ya había llegado muerto. Nosotros solo hemos intentado devolverlo a la vida. En estos casos, el tiempo es un factor determinante y este chico, por desgracia, ha llegado tarde». Llegar tarde a la vida, pienso para mí.

«'Bonheur'»

Ha pasado una semana sin darnos cuenta. Recogemos nuestras cosas y pasamos por el centro a despedirnos de cada uno de estas personas por las que siento un profundo cariño y admiración. Ángela me pregunta si podemos quedarnos una semana más. Le digo que no es posible, pero me alegro, por dentro, de que lo desee.

Nuestro avión sale de noche, así que decidimos hacer tiempo en Goreé, un pequeño pueblo de costa que hay junto al nuevo aeropuerto Blaise Diagne. Llegamos por la tarde y encontramos un lugar para comer justo a orillas del Atlántico.

Es viernes -el domingo de los musulmanes- y la playa se va llenando de gente. Niños bañándose, un joven que se adentra en el mar montado a caballo, un grupo de amigos que juega al fútbol... El sol cae poco a poco y Ángela duerme plácidamente a mi lado mientras le acaricio el pelo.

Pregunto a Samuel cómo se dice felicidad en francés. «Se dice 'bonheur'. Significa buena hora. ¿Verdad que es bonito?», me dice.

Miro mi reloj, marca casi las ocho. Precioso, le digo.

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