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Pasión animal. Lucy Rees acaricia a uno de sus pottokas en su terreno de Piornal. En su mano izquierda, su sempiterno cuaderno de campo. ANDY SOLE
La galesa que susurra a los caballos

La galesa que susurra a los caballos

A sus 72 años, Lucy Rees cuida de «la única reserva de caballos salvajes en Europa», una treintena de pottokas vascos que viven en el norte de Cáceres

ANTONIO ARMERO

Lunes, 18 de enero 2016, 11:05

Lucy Rees no ha fumado en las tres horas anteriores, que han transcurrido en su mundo favorito: infames pistas forestales que salva conduciendo su pequeño todoterreno Suzuki como si fuera un tanque Panzer y caminatas a pie entre brezales de metro y medio que patean las espinillas. El cigarro de liar, más fino de lo normal, de tabaco Pueblo, se lo enciende ahora, justo después de vivir el momento que explica qué hace una mujer como ella en un sitio como este. Después de tres horas dando tumbos en el coche, aparece el grupo de pottokas que ella quería. Para el motor y se baja. Son un macho, una yegua y un potro. Lucy se acerca al caballo caminando despacio, hablándole en voz baja, en galés e inglés. Pasa por delante de su cara, casi rozándole. Le rodea, se acerca a unos tres metros de donde está el potro y se sienta sobre la hojarasca seca. El potro se le acerca a paso lento. Quiere curiosear. La huele. Recula un paso y vuelve a acercar su hocico al brazo. La escena termina cuando el macho baja su cabeza con las orejas hacia atrás que, según cuenta ella, una eminencia mundial en este tipo de cuestiones, viene a ser como si le dijera: «Bueno, ya está bien, largo de ahí, chaval».

- ¿Qué edad tienes?

- 72. Pero yo a veces pienso que tengo 29 y otras que tengo 129.

Contesta y se ríe a carcajadas. Lo hace con una frecuencia saludable. Lucy Rees, galesa, sin hijos, es zoóloga especialista en Neurofisiología, Neuroanatomía y Etología, además de escritora de novelas y ensayos, y experta en doma equina natural. Ahora cría caballos salvajes vascos en el norte de Cáceres.

El resumen de su vida en un párrafo da como resultado una extravagancia, que se agranda según se van añadiendo detalles. Habla seis idiomas (inglés, galés, portugués, español, francés y uno africano); ha protagonizado dos películas (en 'To ride a wild horse', que rodó en 1987 para la HTV holandesa, capturó en el desierto de Arizona y domó a un semental salvaje de la raza mustang); fue editora de la revista 'Mountain' (sobre escalada); vivió durante diez años en una caravana; se cargó un Citröen Saxo a base de hacerle kilómetros por caminos de cabras... Y una de las palabras que más repite es «guapísimo». «Adoro este paisaje, adoro pottokas, todo esto es guapísimo».

Lucy podría haber ido a parar a donde le hubiera dado la gana, a cualquier sitio del mundo. Nació en Gales, se crió entre animales, estudió Zoología en Inglaterra (primero en la universidad de Londres y luego en la de Sussex), montó una hípica en las montañas de Snowdonia (Gales), dio cursos en Irlanda, Estados Unidos y Portugal, y vivió en África, en Venezuela, en Holanda... Una vida de viajera que aún mantiene, diez años después de encontrar el último sitio de sus deseos.

Ese lugar es La Vera, en el norte de Extremadura, a dos horas en coche de Madrid. En concreto, Rees vive en Arroyomolinos de La Vera (474 vecinos), adonde llegó hace una década, «por casualidad», apostilla. Ahí está su casa, que incluye un nido de golondrinas en el salón. «Un día salí sin haber cerrado la ventana -se explica-, cuando volví me las encontré y ya no fui capaz de sacarlas de allí».

El lugar perfecto para sus caballos está a unos pocos kilómetros de allí, en Piornal, el pueblo más alto de Extremadura. Hace seis años, soltó trece caballos salvajes en estos campos a 1.200 metros de altitud que piden a gritos un invierno lluvioso. Trece pottokas, una raza salvaje originaria de Euskadi y que ya estaba en la Península Ibérica en el Paleolítico. «Los pottokas son vascos, son muy duraderos», dice y se ríe.

Aquellos primeros han ido criando y ahora tiene una treintena, que viven a sus anchas en un cercado gigantesco. «Esa es una de las razones por las que acabé aquí, no es fácil encontrar en España 1.200 hectáreas de campo y, además, en este lugar encontré un alcalde genial». Ernesto Agudíez, socialista treintañero al frente del ayuntamiento de Piornal (1.549 vecinos), le puso las cosas fáciles. Rees paga dos mil euros al año para que sus pottokas puedan vivir en libertad en un territorio abrupto, lleno de pendientes y que regala fotogénicas puestas de sol.

La administración autonómica, por el contrario, le pone más trabas, cuenta ella. Le obliga a colocar microchips a los caballos salvajes, como si fueran ovejas o vacas. Una servidumbre oficial que en su caso requiere una logística compleja y algo aún peor: tener que tocar a sus pottokas, imponerse a ellos, algo que choca no ya con su ideario de etóloga, sino con su filosofía de vida. «La palabra domar no significar dominar, sino domesticar, esto debemos metérnoslo en la cabeza», resume esta septuagenaria con espíritu de veinteañera que no practica deporte porque no le hace falta. «Es increíble verla correr detrás de los caballos por el campo», cuenta el regidor municipal de un pueblo que a estas alturas del año debería estar rodeado de nieve.

Este año ni siquiera ha hecho frío. «Me da mucho miedo esto, tiene que llover porque si no, los caballos van a quedarse sin comida ni bebida», se lamenta Rees, que define su proyecto en el norte de Cáceres como «la única reserva de caballos salvajes que hay en Europa». En otros sitios hay animales de este tipo, pero es habitual que alguien les eche comida y que al poco de nacer se separe a los machos del resto del grupo, concreta la experta. O sea, interviene la mano del hombre, para desvirtuar la naturaleza de un animal «muy pacífico y anárquico, que vive en grupos en los que no manda nadie. Porque eso de la yegua líder es pura ficción».

Este tipo de planteamientos figuran en 'La mente del caballo', una de sus obras que muchos consideran una referencia, un catecismo que seguro conocen los estudiantes ingleses, franceses, alemanes o daneses que ella lleva años recibiendo en su retiro extremeño. «Es increíble que haya gente que pase tres años estudiando etología equina y solo haya visto caballos metidos en un cercado. Es como si un experto en aves solo hubiera visto pájaros en jaulas», argumenta Rees, que no es una ermitaña recluida en un lugar apartado, sino una viajera culta y amable instalada en un escenario que le resulta cómodo. Su español incluye tacos, términos científicos, refranes...

Cuenta que el clima del país le viene bien a su artritis y que el paisaje de Piornal le recuerda al de Gales. «Pero allí llueve muchísimo», dice alargando la primera i, la letra que mejor cuadra con su físico. Lleva pantalón negro de amazona, está delgadísima y a ratos se toca su melena gris. Si por ella fuera, no tendría en Extremadura treinta caballos, sino el triple. Difícil, añade, si la Junta no relaja sus exigencias. Los microchips, los controles veterinarios, la burocracia, las multas de la Guardia Civil cuando alguien deja una cerca abierta y un caballo se escapa... Todo eso que tanto le disgusta se ha traducido en una petición de ayuda, encauzada a través de la web Change.org y que ya suma más de 1.200 apoyos. En ella se explica que la labor de Rees «se está traduciendo en hallazgos científicos, médicos y etológicos de gran envergadura».

Por seguir investigando, asegura ella, pasa el futuro de Gabiri, de Ibai, Echasti, Eurri... Son sus pottokas, cada uno con su nombre en euskera. A los que puede pasar buscando en su todoterreno una mañana entera. A los que dedica sus dos cuadernos de notas de campo. «¿Son guapísimos, verdad?», pregunta. Y acto seguido, se ríe.

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