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'SECRETOS DE FAMILIA'

'SECRETOS DE FAMILIA'

Harpagón (pseudónimo)

Domingo, 22 de abril 2018, 09:09

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Mi padre y mi madre eran hermanos, aunque ellos no lo sabían. La culpa fue de la afición de mi abuela por los nabos. Los cultivaba en un pequeño huerto detrás de su casa. Sentía pasión por esa hortaliza, de la que no se cansaba de hablar de sus propiedades beneficiosas.

-Los nabos son lo mejor para mantenerte joven y sana -repetía a menudo a las vecinas, mientras las arpías disimulaban una risa malsana infectada de ignorancia y prejuicios heredados.

Se refería a los antioxidantes. De esos comentarios hace bastantes años, mucho antes de que el tema de los antioxidantes se pusiera de moda. No puedo evitar recordar sus palabras cada vez que veo un anuncio en televisión promocionando algún cosmético, ni tampoco preguntarme si el producto contendrá nabo. En los anuncios nunca lo especifican. Imagino que publicitariamente no es aconsejable decirlo, porque a pesar de los años que han pasado, la ignorancia y los prejuicios continúan ahí.

Mi padre fue el primero en nacer. Tres años después mi abuela tuvo a su hermana, mi madre, que nació muerta. Dicho sin retórica, prescindiendo de cualquier explicación, suena un poco raro, un tanto inverosímil. Pero es la verdad. Ocurrió como lo cuento.

Mi abuela se estuvo reprochando la muerte de mi madre durante toda su vida. Se culpaba de no haber comido suficientes nabos durante el embarazo. Quizás -y a esa conclusión llegué siendo mayor- su obsesión por la hortaliza se agudizó por esta desgracia que no ocurrió nunca.

Yo pertenezco a una generación en la que se trataba a los niños como adultos. Por ello conozco la historia al pie de la letra, puesto que era inconcebible ocultar un acontecimiento de tal envergadura a un miembro de la familia.

-La monja entró en la habitación para comunicármelo -me contaba mi abuela-. Era más joven de lo que aparentaba; seguramente porque no comía nabos. La religiosa me lo dijo sin rodeos: «Su hija ha nacido muerta. Pero no llore, mujer, que ahora se encuentra en el limbo…»

A mi abuela tuvieron que explicarle lo que era el limbo, puesto que hasta la fecha creía que se trataba de una especie de baile exótico. Le causó una gran impresión descubrir que existía un lugar entre los vivos y los muertos donde iban a parar los niños que no habían sido bautizados. Hasta entonces, la pobre solo conocía el cielo, donde ascendían los devotos al morir, y el infierno, al que acudían los comunistas, los zurdos incorregibles y los pelirrojos. Cosas de la educación de la época. Aunque al final de su vida llegó a ser una mujer muy sabia, probablemente porque los años enseñan muchas cosas que son imposibles de aprender a diario.

-Yo exigí ver a la niña, y me la trajeron envuelta en una mortaja que solo dejaba ver su carita de cera -y en este punto mi abuela siempre rompía a llorar.

Debo reconocer que, la primera vez que conocí la historia, también me entraron ganas de llorar. Pero a fuerza de escucharla tantas veces me acabé acostumbrando y pasó a ocupar el mismo lugar en el anecdotario familiar que la marcha del tío Aurelio a Alemania, el ingreso de mi padre como cartero en Correos, o la vuelta del tío Aurelio de Alemania aún más pobre de lo que se fue porque le gustaban mucho las pilinguis. Es lo que tienen las historias: que por muy buenas que sean pierden interés una vez que las conoces; solo la forma de contarlas las vuelve imperecederas.

Pero la hermana de mi padre, es decir, mi madre, estaba viva y exprimiendo los pechos de su ama de cría. Era una hambrona que parecía haber nacido con apetito acumulado, como si durante los nueve meses de gestación no hubiese probado bocado a la espera de ver la luz. Esto lo contaba el boticario, que pasó a ser su padre y, por tanto, mi abuelo materno por la nada despreciable cantidad de cien mil pesetas entregadas a la beneficencia por medio del personal del hospital. Su mujer, mi otra abuela, era «clueca», tal y como decía el boticario cuando los efluvios del anís nublaban su mente tras una copiosa comida. Tuvo que solucionar el problema a golpe de papel timbrado. Pero a mi abuela materna, o abuelastra, le daba igual toda aquella palabrería. Lo importante para ella era ser madre, y lo había conseguido.

Mi padre y mi madre fueron al mismo colegio, aunque por la diferencia de edad jamás coincidieron en las clases. Durante aquella época, los dos se conocían y se ignoraban en idéntica proporción. Crecieron, como era de esperar, y la adolescencia apareció como un tropel de caballos desbocados. Se dio forma a las pandillas y las coincidencias en las fiestas y los bailes eran más que una casualidad. El tiempo siguió su curso y se fue consolidando su amistad, si bien de una manera algo ambigua: en aquellos días los jóvenes daban más importancia a correr la vaquilla para impresionar a las chicas, que las aspiraciones de las propias chicas. Por el contrario, ellas se limitaban a hablar de los chicos formando matrimonios imaginarios, importándoles bien poco el papel de cada uno frente a la vaquilla. Dentro de aquellos alambicados matrimonios imaginarios, un día se creó el de mis padres. Entre risillas y comentarios picarones, las amigas acabaron casándolos. Un improvisado juego con piedras les auguró un futuro muy feliz repleto de niños jugueteando por una casa de ensueño. El juego en sí, lejos de ser una fórmula mística de vaticinio, era interpretado por todas según su conveniencia o deseos encubiertos. A pesar de que las normas padecían tantos altibajos como sus hormonas, el resultado había que aceptarlo sin contemplaciones. Mi madre debía dar un beso a su futuro marido en cuanto tuviese ocasión, y así lo hizo. Un beso inocente en la mejilla, por supuesto, pero que plantó en mi estupefacto padre la semilla del amor. En esos tiempos, las cosas eran así de sencillas: si alguien te da un beso, es porque te quiere y tú debes quererlo también.

Entonces llamaron a mi padre al Servicio Militar. De la misma súbita forma que el amor apareció en su vida, el cartero interrumpió las labores de mi abuela en el huerto de nabos para entregarle una carta del Ministerio de la Gobernación, cuyo membrete por sí solo causaba sobresaltos entre las familias humildes y sin demasiada formación. Se contaban leyendas de gente del pueblo que huía al monte sin abrir el sobre ni tener motivos para ello, solo por el hecho de poner sus ojos en aquel sello oficial. Sí es verdad que estas historias eran contadas en la taberna por el cartero, una vez lubricada su boca con varias copas de aguardiente.

Dicen los poetas que para saber lo que es el amor, es preciso sufrir por él. Mi padre, recientemente enamorado, sufrió mucho. No solo por la distancia entre el pueblo y las Islas Canarias, sino por el cambio horario que, según me contó después, nadie le había informado. Una hora menos que durante las primeras semanas lo hizo llegar una hora tarde a las obligaciones de la mili, con los consiguientes arrestos por impuntualidad.

Afortunadamente, los doce meses preceptivos pasaron y mi padre volvió al pueblo, como se decía entonces, hecho un hombre. La prueba material de su virilidad se podía ver tatuada en su brazo derecho, dentro de un corazón rojo pajizo que rezaba: «Hamor de madre». Aquella falta de ortografía le acompañó toda la vida, aunque nunca le dio demasiada importancia. Lo trascendental es que ya era un hombre y, con la entereza propia del que sabe esto, se presentó en casa del boticario a pedir la mano de su hija, que en realidad era su hermana muerta. Mi abuelastro se la entregó sin miramientos, ya que el apetito voraz que había mostrado de bebé no desapareció con el paso de los años, sino que se fue acrecentando de manera significativa.

-Llévatela, hijo mío, y mantenla tú si puedes. Entre los veinte mil duros que me costó conseguirla, y lo que me he gastado en criarla, podía haber fundado una Misión en Guatemala -fueron las palabras del boticario, acompañadas con un soplido de resignación que casi vacía sus pulmones por completo.

Una boda sencilla, sumada a relaciones sexuales igual de sencillas, dio como resultado mi nacimiento. Soy una personal normal, a pesar de la creencia popular de que los matrimonios entre parientes generan hijos con minusvalías. Aprobé unas oposiciones y soy funcionario del Registro Civil, de ahí que sea el único de la familia que conoce toda la verdad. Porque las historias, independientemente de que sean mejores o peores, hay que verlas desde todas las perspectivas. El Lobo siempre será malo si solo escuchamos la versión de Caperucita.

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