Ricardo Escavy
Rendibú | Relatos | Podcast

Teselas

Ana Soto

Finalista

Martes, 11 de junio 2024, 01:33

Como una doliente en un cementerio de piedra, Celia está llorando encima de la pantalla de su móvil. Plana y grande como una lápida. Cada lágrima que empaña los píxeles, un poquito de musgo.

Publicidad

Acaba de hacerse cincuenta y un selfies delante del espejo.

Primero normal -todos nos preguntamos por qué decimos normal pero sabemos exactamente lo que significa-: un total de siete fotos. Inclinando la cabeza hacia un lado: once. Luego hacia el otro: catorce. Ahora sacando la lengua: cinco. Luego sacando la lengua y guiñando un ojo: cinco. Luego guiñando un ojo solamente con la lengua en su sitio

-nos preguntamos cuál es exactamente el sitio de la lengua-: nueve fotos. Las observa detenidamente una y otra vez.

Ninguna ha resultado ser lo que esperaba. Ninguna ha retratado la imagen mental que tiene Celia de sí misma. Treinta y siete años. Joven -¿joven?-. Guapa. Más que capaz de mantener una conversación sobre cine coreano y libros de actualidad. ¿Por qué no cabe todo eso en un retrato?

Tinder ha sido un compañero poderoso todo este tiempo pero después de que la última cita le dijera que le había engañado con esa fotografía señalando a aquel mono en Tailandia de su perfil, porque cariño, ¿cuántos años tenías ahí? ¿veinticinco?, no pudo evitar pensar que tenía razón, que debía cambiársela y dejar ese rol de aventurera, que apenas ya estilaba, por algo más clásico y transparente. Por algo que sí reflejara sus actuales preocupaciones que distaban mucho de ser el Sudeste Asiático sino algo más mundano y cotidiano: ella misma.

Celia está obsesionada con Celia. Con las personas que se parecen a ella y con las que se diferencian y puede ver en Instagram. De pequeña se comía los mocos y ahora se muerde las uñas y se las traga. A veces va a hacerse la manicura a XiuNails. Es lo más cerca que va a volver a estar de Asia en toda su vida. Ahí únicamente se las chupa cuando tienen tonalidades semejantes al yogur y al chocolate.

Publicidad

Ha probado su piel -arrancada de numerosos padrastros y heridas-, su flujo, sus costras, su sangre. Aunque reconoce que no le satisface porque el olor y el sabor le recuerdan al hierro o al olor de los cereales de maíz sin haberles echado leche. Le recuerda a su padre en la fábrica de armarios.

Celia huele su cuerpo intensamente siempre que puede. Sus axilas sudadas, su culo, su coño, la cera de sus oídos y, por supuesto, sus bragas sucias antes de echarlas a la lavadora. Esto último lo hace con especial dedicación. Asimilando el olor como un perro a punto de rastrear un conejo.

Publicidad

Ella nunca tendrá animales y todas las plantas se le mueren porque el único ser vivo que le importa está proyectado -y desfigurado- en una pantalla de móvil sobre la que llora.

Se seca los ojos.

Lo intenta de nuevo.

Cambia de posturas, de localizaciones. Se va a su coche. Prolongación de ella misma. Celia-transformer. A ver si con gafas de sol quizá pueda resultar todo eso que queremos ser.

Cuando se sienta, tiene la tentación de morder el volante pero recuerda que su amiga Ro lo condujo y tiene miedo de tragar cualquier esencia que no sea la suya.

Publicidad

Tic. Tic. Tic. (¿No es curioso como ha cambiado la onomatopeya de capturar instantes de un clik a un tic?) Nuevas fotos y nuevas decepciones. Piensa en todas las oportunidades que tuvo durante sus últimos viajes a Cuenca y a Alicante de que pudieran retratarla en su mejor momento. Activa, resplandeciente, comiendo zarajos. Así es. Mirad todos cómo es Celia. Mirad lo que come. Mirad cómo observa la iglesia del San Francisco de Asís. Auténtica y única.

Mientras que Celia realiza su octogésimo selfie, Marcos se encuentra mirando Tinder como un ornitólogo. Estudia cada característica. Cada medida. Cada texto redactado que pueda conectar afinidades.

Él piensa que quiere a alguien con quien hablar. Probablemente esté buscando a alguien que le escuche sin aburrirse y que le pregunte más y más porque tiene mucho que decir.

Publicidad

Marcos huele su ropa sucia sólo cuando sale de la lavadora pero prueba siempre su semen tras hacerse una paja. Se comía los mocos en el colegio. Pero también la plastilina y los adaptadores de goma de los lápices de escribir. Quizá si leyera una descripción así en Tinder su dedo iría a la derecha pero no, esta vez su dedo es crítico y despiadado. Desprecia cuando pone Healthy. Desprecia cuando pone Vermú. Los Celtics hoy han perdido contra los Heat y creedme que hay motivos suficientes en la mente de Marcos para merecer al menos una cita decente este fin de semana.

Enfadado, lee detenidamente y desecha.

Pero sus ojos -por fin- se detienen en una foto ubicada en Tailandia. Sabe que es el templo de Wat Arun porque él estuvo hace dos veranos. Lee el nombre y la edad rápido (Celia, 37) para ver si coincide con el de alguna de sus ex y enseguida detalla las características del ave a estudiar: 70 kilos, 1,56 m. Peso y estatura perfectas para un hombre de 43 que no llega al 1,62. Ahora despacio, lee: «Lista para mil historias».

Noticia Patrocinada

Era lo que necesitaba. Derecha. Corazón. Match.

Celia observa al otro lado. Ahora sonríe.

Tienen mucho en común. Durarán tres maravillosos meses hablando de ellos. Cada uno de sí mismo.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Prueba LA VERDAD+: Un mes gratis

Publicidad