Marcel Proust (1871-1922).

Un ochomil llamado Proust

LITERATURA ·

El escritor francés, muerto hace un siglo, inaugura en la literatura un sistema mental por el cual una sensación física es capaz de construir todo un universo a su alrededor

En busca del tiempo perdido' es, como dijo Manuel Vicent para el 'Ulises' de Joyce, un ochomil. Y como en el ritual del montañismo, donde ... los escaladores más expertos también caen entre grietas sin llegar a cima, la obra de Proust ha hecho sucumbir a grandes lectores. Haberse leído sus siete volúmenes es una heroicidad, y en algunos casos, un acto de fe. Abandonados quedaron en el verano los últimos cinco tomos, tras el atracón proustiano. Quise llegar al centenario habiendo hecho los deberes, siendo uno de los mayores expertos del escritor francés, y ni siquiera puedo alardear de ser ese personaje de 'Little Miss Sunshine', que intenta suicidarse porque su novio lo abandonó por «el mayor experto en Proust».

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Biblia de la burguesía parisina

Deseé vivir en Guermantes y por poco me salgo del camino de Swann. Pero si bien he transitado por «ochomiles literarios», en esta ocasión he avanzado poco más allá del campo base. Sin embargo, que quede escrito: estamos ante una obra monumental, en todas las acepciones posibles. Como el pico, esta se muestra a veces accesible y otras inalcanzable. Una Biblia de la burguesía parisina anterior a la I Guerra Mundial, un catálogo de domingos en los prados, de salones y tertulias con los Victor Hugo del momento. Un París que ya solo existe en Proust y en los cuadros de Manet y al que volver cuando me duele la melancolía.

Con Proust aprendí que para volver a mi Combray, a Lorca, me basta con perseguir un olor, a pesar de los kilómetros

El narrador no puede dormir cuando moja una magdalena en el té. Estamos ante el nacimiento de un procedimiento literario sin igual. El sabor del dulce empapado de té le abre un universo escondido, que no nuevo. Allí está toda su infancia, en una cascada vertical que se abalanza sobre su conciencia. Proust ha inaugurado la vida recobrada. La magdalena ha sido la puerta de acceso a su mundo interior.

Todo hombre tiene una magdalena a través de la que recobrar el pasado. Yo mismo, acariciando los siete tomos de Proust, revivo los tiempos del instituto, otro ser que me mira de tarde en tarde y que me acusa, por ejemplo, de no haber acabado la obra completa. Empecé el primer volumen en 2007, como quedó registrado en la primera página, con firma incluida. El segundo, quince años después, se abrió a mí este verano. A la sombra de las muchachas en flor, para rencor de mi yo adolescente, que me recuerda que no hay nadie como Proust para titular libros.

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La de Proust es una elegancia triste que en el momento de escribirse se diluye por las páginas como el humo de los cigarros. Inaugura en la literatura un sistema mental por el cual una sensación física es capaz de construir todo un universo a su alrededor. Combray es su infancia, el pueblo donde se desarrollaron los primeros miedos, el respeto paterno y las correrías de Charles Swann buscando a Odette en los jardines de la nostalgia. Es un líquido que va impregnando todos los rincones de una vida.

Universo íntimo

La inmortalidad de la magdalena mojada en té ha quedado en el panteón la literatura, como el hidalgo loco leyendo libros de caballería. Gracias a ese sabor dulce el recuerdo pudo construir un universo íntimo, cerrado pero infinito. En ese gesto van impresas muchas páginas escritas en el siglo XX: las del Coronel Aureliano Buendía conociendo el hielo, las de un traductor observando un cuadro en el que aparece un jinete en la estepa polaca... Con Proust, a pesar de mis cuentas pendientes, aprendí que para volver a mi Combray, a Lorca, me basta con perseguir un olor, a pesar de los kilómetros.

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