Noticias de la Fin del Mundo
Cuando yo nací, a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado, la civilización principiaba en el actual puente de la Fica (donde estuvo ubicada la vieja y gloriosa Feria de Muestras). La frontera entre mi pueblo, la pedanía de Los Dolores, y la ciudad de Murcia, tan cerca, pero tan lejos siempre, era un tupido cañaveral que, apuntando al cielo con sus lanzas, no se lo saltaba un galgo e imponía respeto y hasta temor a quienes pasaban caminando o en bicicleta a ciertas horas de la noche.
Era un tiempo en el que aún se hablaba del Tío del Saco y, sobre todo, del Sacamantecas. Y no es cosa de tomárselo a broma. Gente, por lo que luego se ha sabido -y a los que se les ha llamado vampiros-, capaz de llevar a cabo las peores tropelías para obtener la sangre sana, jugosa y fresca de los niños, que iba destinada para transfusiones de ciertos poderosos enfermos de la tan temida tisis.
Más de una criatura apareció muerta en las inmediaciones del río Segura, en medio del boscaje, sin que se supiera jamás de quién había sido la mano ejecutora o el responsable de tal felonía. Contaba Carlos Valcárcel -yo mismo se lo oí decir en cierta ocasión, después de su habitual Vía Crucis por las tabernas de la plaza de las Flores y la calle de las Mulas- que uno de los que sufrió en sus propias carnes tal atropello fue el poeta, barbero y emplastador (es decir, que aplicaba cataplasmas con fines medicinales) del Hospital Provincial de Murcia don Pedro Boluda, el autor de un libro disparatado y bárbaro que lleva por título 'La paz mundial', quien, a causa de su desgracia, tras la desaparición, de ese modo, de uno de sus hijos, terminó perdiendo el juicio, hasta el punto de llegar a creerse marqués o embajador de un país inexistente, como ya contaron, pormenorizadamente, escritores y cronistas como Luis Garay, José Mariano González Vidal y, más recientemente, Juan Manuel de Prada, quien dedicó a tan singular personaje uno de los más gloriosos capítulos de su obra Desgarrados y excéntricos.
La frontera entre mi pueblo y los primeros atisbos de la capital cercana tenía un nombre: la Fin del Mundo, situada justo en el lugar en donde se ubicó después la Ciudad del Transporte y, actualmente, el inicio del Infante don Juan Manuel. En ese paraje se alzaba un hermoso caserón de ladrillo rojo: la panadería de Luis, a donde mi abuelo me enviaba a comprar unas barras enormes que poseían la rara propiedad de aguantar toda una semana sin revenirse, y que, recién sacadas del horno, olían a gloria bendita. «Nene, acércate a la Fin del Mundo y te traes esto o aquello».
Y allí que iba uno a la Fin del Mundo con cierto temor, aunque fuera de día y el sol luciera en todo lo alto, mientras se divisaban a lo lejos los edificios más altos de la ciudad: la torre de la Catedral, la Casa de los Nueve Pisos y las nuevas construcciones de la avenida Río Segura, junto al Puente de Hierro, en donde aún estaba en pie la Intendencia Militar, rodeada de huertos, de bancales de lechugas y de acequias caudalosas, de aguas cristalinas que permitían ver su fondo, donde convivían peces y ranas en amor y compaña.
«No era tarea fácil para un crío acostumbrado a las acequias y a los carriles, adaptarse a la vida agitada y loca de la ciudad»
Latigazos
Las primeras veces que fui a la capital supongo que sería en brazos de mi madre para visitar al pediatra, al edificio del 18 de Julio, en la actual calle de la Princesa, muy cerca del barrio del Carmen, el barrio, como se le decía por entonces. En mis primeros recuerdos, quizás de principios de los sesenta, relacionados con la ciudad de Murcia, aparece mi madre, que aún no vestía de luto por la posterior muerte de mi abuela, y yo agarrado fuertemente de su mano, como un náufrago abrazado a su trozo de madera en medio del océano. Me sorprendía el ruido de los coches, el ir y venir de las tartanas a las que todo el mundo llamaba galeras. Recuerdo a uno de estos personajes, el Chepao de la Galera, que era un hombre ya mayor -o, al menos, así me lo parecía-, con un cuerpo retorcido y deforme, que soltaba blasfemias mientras le arreaba unos soberbios latigazos a su mula, a la que le dolía menos el castigo físico que los improperios del jorobado.
A mi madre le daba la risa cada vez que aparecía por el horizonte un tipo delgadito y poca cosa, impecablemente vestido, repeinado y con gafas con montura de pasta que iba contoneándose, moviendo el culo de un lado a otro con poco disimulo y mucha prosopopeya. Era el Roque. «Es el Roque, es el Roque», oía decir a la gente que había a nuestro alrededor. Y el personaje en cuestión, lejos de arredrarse o disimular su ostentoso paso, apretaba su cartera contra el pecho y elevaba su cabeza en señal de orgullo. Mi madre nunca quiso darme explicaciones, hasta que, años después, pude averiguar, por mi cuenta y riesgo, que se trataba de un conocido practicante -pinchaculos, que decíamos los avispados zagales de la huerta- al que no le importaba mostrar en público su ostensible amaneramiento.
Después, ya solo, sin el amparo de mi madre, que sufría lo suyo cuando salía de casa a tan corta edad, cuando a mediados de los sesenta ingresé en el instituto situado junto a la Glorieta, conocí Murcia mucho más a fondo. No era tarea fácil para un huertano, un crío acostumbrado a las acequias y a los carriles, a los huertos de naranjos y al pan con azúcar y aceite en la merienda, adaptarse a la vida agitada y loca de la ciudad. Cruzaba las calles sin mirar a un lado y a otro, sin saber de la existencia de los semáforos o de los policías -los espantaburras, que decían en mi pueblo- encaramados en lo alto de un pedestal, con sus guantes blancos y su traje oscuro, con un gorro metálico sobre el magín que parecía el mismísimo jarro de mear de mi abuelo.
No sé con absoluta certeza cómo era la Murcia de aquel tiempo. Yo iba en mi coche de línea hasta la parada de la plaza de la Cruz Roja, a una cincuenta el trayecto, y me acercaba a pie al instituto cercano. Y unas horas más tarde, regresaba al pueblo por el mismo camino, por una carretera de adoquines que parecía una calzada romana, dando tumbos y más tumbos. Un trayecto que era de lo más divertido cuando le tocaba conducir al Ferrer, el chofer más famoso de la compañía, quien era capaz de manejar el volante con los ojos cerrados. Debía de sufrir apnea y todo el mundo estaba atento para darle el grito oportuno cuando el autobús comenzaba a hacer eses, a culebrear como un reptil cansado y borracho. «¡Aguanta, Ferrer!», era el grito de guerra para sacar de su sopor a nuestro particular Virgilio en este improvisado viaje por el Inferno.
De Murcia recuerdo el intenso y agradable olor a café de los bares. Las acaloradas discusiones sobre el último partido del Real Murcia cuando aún no era lícito hablar de política. En mi casa aún se tomaba café de malta; es decir, algo que solo se parecía al café y que a nosotros, sin embargo, por un desconocido milagro, nos hacía el efecto del café a base de mucha fe y convencimiento. Los bares, ya digo, se hallaban repletos de parroquianos que hablaban en voz alta y leían los periódicos del día en tanto que daban cuenta de unas ricas tostadas -que en la huerta llamábamos torrás y que se hacían sobre la misma sartén en la que se asaba la carne- con mantequilla que debían saber a gloria por la cara que ponían quienes se las zampaban.
Hubo un par de itinerarios que terminé por aprenderme de memoria: la zona de la cárcel vieja, donde iba a un recinto deportivo cercano al Club de Tenis, donde se impartían las clases de Educación Física -la gimnasia, que decíamos, con gran pesar de los profesores de esta asignatura- por no tener un lugar apropiado para ello en el instituto; y los aledaños del Hospital Provincial, en dirección a los barrios de San Juan -el más temido de todos los barrios en la Murcia de entonces por la bien ganada mala fama de los sanjuaneros- y el de Santa Eulalia, algo más tranquilo, señoritil y capitalino. Allí, entre esas dos parroquias, se ubicaba el campo de fútbol de La Condomina, a donde, muchos años después, solo podía ir los domingos cuando mi primo Pepe Luis me prestaba su carné -personal e intransferible, rezaba en una nota de su reverso- porque a él no le interesaban los partidos del Imperial de la tercera división, el equipo filial del Real Murcia.
En 1969, por las razones que ahora explicaré, dejaron de interesarme las clases del instituto y me convertí en un auténtico experto en hacer novillos. No es que no me gustara estudiar. No era eso. Lo que sucedía es que en las clases me aburría como una ostra. No entendía nada de lo que explicaban los profesores que, a buen seguro, ponían toda su voluntad en enseñarnos lo que sabían. En la escuela en donde había realizado mis primeros estudios, el maestro, el bueno de don José, echaba mano con cierta frecuencia de la pedagogía de la palmeta y nos cosía a palos. Pero aprender, lo que se dice aprender, aprendimos muy poco. Nunca dimos francés, ni pasamos de los números quebrados.
Y de Lengua, lo justo. Hablábamos como hablaban los de nuestro pueblo, lo que servía de chanza y juerga a nuestros compañeros del instituto, que veían en nosotros a unos auténticos palurdos. Así que decidí poner tierra por medio. Comencé saltando por el balcón de la cantina, que daba a la plaza de la iglesia de san Juan Bautista, a dos pasos de la Catedral. Y poco después, ya sin disimulo alguno, yéndome directamente, sin pasar por la clase, al campo de fútbol de La Condomina en donde presenciaba los entrenamientos del Real Murcia, hasta el punto de ganarme la confianza de algunos de sus jugadores, que nunca llegaron a preguntarme qué hacía un niño como yo allí a esas horas.
«Avanzado el siglo XXI, busco por todas partes, afanosamente, a aquel niño asustado y perplejo que fui»
«¿Te vienes al cine?»
En la Murcia de aquellos años, en la década de los sesenta, descubrí el cine, las interminables sesiones dobles en el Teatro Circo Villar. Siempre con una peli de pistoleros y otra de lo que se terciara. Ir un martes o un jueves, un día cualquiera de la semana que no fuera fiesta, era mucho más divertido. Éramos muy pocos en la sala y era tan nítido y estruendoso el sonido de las pipas al partirse entre los dientes como la banda sonora del filme que se proyectaba. Eran los tiempos de Tarzán, y el de Drácula, encarnado por Christopher Lee. Además de los wésterns con John Wayne y toda la pesca de valientes vaqueros. Apenas tenía lo justo para el coche de línea. Ni una sola peseta para el cine.
Tuve, sin embargo, la gran suerte de encontrarme con un vecino con muy buenas perras -sus padres tenían una tienda de alimentación en la calle Mayor de Los Dolores- al que le espantaba la oscuridad de los cines. «¿Me acompañas, Mateo?». Mateo era el apodo de mi familia en el pueblo. «¿Te vienes al cine?». Yo me hacía el longui, me lo pensaba durante unos segundos para que no advirtiera que por dentro me moría de ganas. Y allí que íbamos. Una tarde cualquiera; en tanto que nuestros otros amigos ayudaban a sus padres, a sus abuelos, a ordeñar las vacas, a segar la alfalfa para los animales, a limpiar las cuadras o a traer un cuartillo de vino para la cena del ventorrillo de la Tía Gorda.
Tan tamaña vidorra, que yo deseaba prolongar eternamente, se me acabó bien pronto. Llegaron las calamitosas notas finales del curso con el consiguiente enfado de mis padres. Menudo desastre. Con casi catorce años ya estaba en edad de colocarme en cualquier parte o ayudar a mi padre en las tareas de la huerta, que yo no quería ver ni en pintura: plantar ajos, cebollas y patatas, escardar los árboles, recolectar la fruta, regar cuando, a altas horas de la madrugada, llegaba la tanda... Decidí probar suerte. Cambiar de instituto, marcharme a Beniaján, un pueblo donde se reunían los de mi especie, los que hablaban como yo, y sus padres eran muy parecidos a los míos.
Ahí se acabó mi aventura murciana. Me alejé de sus bulliciosas calles en donde había un ciego en cada esquina anunciando unos números por sus nombres (la bomba, el marrano, la con perdón, la pelea, las dos mamellas...). Comencé a echar de menos sus parques y jardines, como el de Floridablanca, en donde alguna vez espié a las parejas que se besaban. Dejé atrás ese ajetreo continuo y nervioso, propio de las ciudades, de gentes que andaban con prisa, que nunca se paraban a saludar a quienes se cruzaban en su camino. Dije adiós al elegante manteo de los curas que salían de la Catedral o de las iglesias cercanas a tomar el sol con su breviario bajo el brazo, y a los que, de continuo, besaban la mano, con mucho énfasis y respeto, los parroquianos.
No regresaría a la capital hasta bien entrados los años setenta. Allí me aguardaban las aulas universitarias, a las que siempre les tuve un cierto recelo. Franco daba sus últimas boqueadas, a punto ya de estirar la pata. Y Murcia, aunque aún parecía la ciudad levítica de siempre, era ya otra cosa. Ahora, tantos años después, avanzado el siglo XXI, busco por todas partes, afanosamente, a aquel niño asustado y perplejo que fui.