Miguel Pardeza: «Solo era uno más en la brega por hacerse un hueco en la vida»
El autor onubense regresa a la literatura con 'Teoría general del abandono', una novela biográfica publicada en Murcia en Newcastle
Nerea Adly García
Murcia
Miércoles, 2 de octubre 2024, 01:15
Miguel Pardeza (La Palma del Condado, Huelva, 1965), integrante del Madrid de la 'Quinta de El Buitre', regresa a la literatura con una obra a ... camino entre el ensayo y la novela biográfica, 'Teoría general del abandono', publicada en Murcia por el editor de Newcastle Ediciones, Javier Castro Florez. Un viaje por sus recuerdos, desde la infancia hasta la actualidad, en un intento de hacer un tributo a las experiencias, las personas, los lugares y los objetos que conformaron su memoria emocional. Desde la casa materna, pasando por los álbumes de cromos, el existencialismo, Menorca, hasta las salas de cine, los kioscos, el psicoanálisis o la navajita de su padre. En estas páginas se recoge una muestra de lo que para él significan el desarraigo y el sentimiento de abandono. Para el exfutbolista del Real Madrid y del Zaragoza tienen la misma importancia las cosas que perduran como las que desaparecen. Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza.
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–Los tebeos y cómics fueron sus primeras lecturas. ¿Qué le enseñaron?
–Sin duda, por algún lado había que empezar. En mi casa había cuatro libros mal contados, y algunos sin acabar, como una edición de 'Guerra y paz', en tres tomos, a la que le faltaba, no sé por qué, el tercero. Además, cuando tenía doce años abrieron una biblioteca municipal en mi pueblo, cerca de mi casa, donde me adentré en las desternillantes aventuras de aquellos galos locos de Goscinny y Uderzo [su serie más célebre fue Astérix] que resistían en una aldea de las Galias ante las legiones romanas. Luego vinieron los héroes de Marvel y todo cambió. De aquí a leer a Dashiell Hammett fue sólo un paso.
–En su juventud se inclinaba más por las ciencias aplicadas que por los clásicos literarios. ¿Qué cambió?
–Bueno, en realidad nunca fui una sensibilidad de ciencias, sino un pedante que creía que la ciencia valía más que las humanidades. Fue en el instituto, gracias a una profesora de clásicas y a mis miedos, que ya empezaban a ser cosa seria, donde me di cuenta de que iba a encontrar más consuelo en la 'Iliada' que en las ecuaciones. Estaba claro que si había nacido para algo no era para físico ni químico, sino para ser lector, sobre todo, porque lo de escribir entonces era sólo un desahogo de diarios escritos con mala caligrafía en los que me vengaba del mundo y sus tiranos.
«Cuando jugaba y leía, me acusaron poco menos que de trostkista porque leía periódicos y llevaba libros bajo el brazo»
–¿Cómo surge esta 'Teoría general del abandono'?
–Tenía la idea de un libro sobre la desolación de lugares abandonados. Cuando viajaba en tren se me iban los ojos tras esas fábricas destruidas, esas gasolineras desmontadas, sin techo, esos prostíbulos de carretera aún con los rótulos picantes sobre una estructura que perdió el eco y la promiscuidad en su interior. En fin, con esta novela quería pensar y sentir el abandono. Un día le hablé de esta idea a Javier Castro, un editor tan suicida como Abelardo Linares, de Renacimiento, así llamó a este una vez Benítez Reyes, y le pareció que podía encajar en su exquisita editorial, Newcastle, y quedamos emplazados. Luego todo el plan cambió por diversas razones y decidí centrarme en mi mundo y mis cosas, pero desde la elegía y el humor.
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–El otro día me dijeron que usted era un exfutbolista ilustrado. ¿Recuerda alguna anécdota de aquellos años en el campo?
–Yo fui futbolista, cierto, pero ya no lo soy. Por lo demás, creo que, en estos momentos, sigo estando lejos de ser un ilustrado. Me considero un modesto lector y, desde hace unos años, aspirante a escritor, oficio que nunca se acaba de aprender. Y en eso sigo. Pero cuando jugaba y leía, claro que tuve que pasar por situaciones chocantes, como la de una vez en que me acusaron poco menos que de trostkista porque leía periódicos y llevaba libros bajo el brazo. O aquella otra en que me encontré a Torrente Ballester en un aeropuerto, él sentado tras sus gafas oscuras, y yo en chandal, y justamente con un libro suyo, pero la timidez me venció y no me animé a pedirle que me lo firmara.
–¿Qué aprendió en el fútbol?
–Un poco de todo, pero más que nada que la vida iba en serio, como Gil de Biedma descubrió cuando lo suyo ya no tenía remedio. Pero, además, pude descubrir otras cosas. Lo más importante era que yo no era nadie, sino uno más en la brega diaria por hacerse un hueco en la vida, por lo general poco complaciente. También, que había que seguir adelante pese a todos y pese a todo. Porque la única manera de saber si uno valía o no era correr sin mirar mucho atrás.
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«Decidí centrarme en mi mundo, pero desde la elegía y el humor»
–Habla con mucho amor de sus padres. ¿Qué legado le dejaron?
–Los padres lo son todo. Luego cuando crecemos lo son un poco menos, pero su influencia, su ejemplo, su cariño, que te dan fuera de toda contrapartida, permanecen. Toda esta verdad tan antigua, que uno cree no necesitar con la emancipación, regresa cuando te haces mayor y ellos enfilan sus últimos años.
Tal y como tenía pensado
–¿Qué sensación tuvo al completar el libro?
–Una bastante buena, más que nada porque me gusta cumplir con la palabra, y con Javier Castro me comprometí a que le daría un libro acabado. Y además satisfecho porque, pese a que el libro me ha salido con una fluidez muy rara en mí, que soy un escritor muy lento a fuerza de minucioso y maniático, creo que me salió como lo tenía pensado, más allá de que con todas las reservas del caso pienso que da una idea aproximada de cómo respiro.
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–¿Está orgulloso de lo vivido?
–No sé si la pregunta es esa. ¿Orgulloso? No sé, he vivido lo que me ha tocado, sigo viviendo con lo que tengo y puedo. Más que orgulloso de mí, estoy orgulloso de mi familia, de mi mujer, de mis hijos, que han salido sensatos, y de mucha gente que me ha querido y me quiere, y eso que uno tiende a la misantropía. Pero sobre todo me siento agradecido porque desde pequeño he podido hacer siempre lo que me ha gustado hacer.
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