Los ojos de Miguel
Las colaboraciones del autor de 'Nanas de la cebolla' en las páginas de 'Letras y Artes', en 'La Verdad', sirvieron al poeta para abrir su campo de influencia creativa y afianzarse como escritor
JOSÉ LUIS FERRIS
Viernes, 31 de marzo 2017, 22:22
28 de marzo de 1942. Cinco treinta de la madrugada. Según reza el parte de los Servicios Médicos del Reformatorio de Adultos de Alicante, ese día y a esa hora fallecía «el recluso hospitalizado en esta Enfermería, Miguel Hernández Gilabert, a consecuencia de Fimia pulmonar según el médico auxiliar recluso. Ha recibido los Auxilios Espirituales». Era sábado, víspera de domingo de Ramos. Tenía los ojos abiertos como dos piedras azules. Quienes le amortajaron, quienes vieron su rostro sin vida aseguran que quedaron conmocionados por aquella mirada firme, por aquellos ojos abiertos, como fijos en la nada, que nadie lograría cerrar.
Apenas nueve años atrás, el 9 de noviembre de 1933, el poeta, pleno de vida, publicaba en la sección Letras y Artes del diario La Verdad una prosa titulada ESPERA-en desaseo. Era la cuarta colaboración de Hernández en el diario murciano y la primera en la que manifestaba su amor por una muchacha, costurera de profesión, a la que deseaba convertir en su novia: «En el taller de sastra humilde de nuestra calle, ella la única oficiala y perfecta. [...] Con su traje blanco, o su pardo -aquél levanta su color de rubia soleada, éste lo eclipsa un poco-, de percal de su cuerpo, malhiere con la aguja, lloroso su ojo de hilo, sin hacer sangre, chaquetas huertanas. [...]. Mi voluntad es quererte -le digo-; y ella me mira como si su voluntad también lo fuera. Eres mi novia, aunque yo no sea tu novio».
Como la mayoría de tópicos y de falsas leyendas que arroparon la imagen del poeta oriolano durante décadas, la destinataria de esos primeros suspiros amorosos no era, como se nos ha hecho creer, la joven Josefina Manresa, costurera también y esposa finalmente del autor de El rayo que no cesa. Se trataba de Carmen Samper Reig, vecina de su primera infancia en la calle de San Juan, oficiala de costura de cabellos rubios y piel muy blanca. Se habían conocido en la panadería de los hermanos Fenoll, donde, además de veladas poéticas, se organizaban bailes dominicales. Miguel estaba prendado de aquella niña de pelo claro que le atraía poderosamente. Carmen -La Calabacica, según se la conocía por el apodo familiar- no albergaba, sin embargo, los mismos sentimientos hacia él. Reiteradamente le negó su condición de novia y le dejó muy claro, una y otra vez, su propósito de no ser más que una amiga del grupo. Las razones de la joven las supimos muchos años después, en una entrevista concedida el 4 de octubre de 1996, en la que confesaba que lo que no le gustaba de Miguel eran sus ojos; «tenía ojos de loco, como si quisieran salirse de sus órbitas».
Los ojos de Miguel están presentes en todas las manifestaciones vitales del poeta, en sus momentos de debilidad, de exaltación de la alegría y de rúbrica de una muerte injusta y temprana. De su mirada «excesiva» dieron cuenta también sus amigos, sus compañeros de aventura y sus mentores en momentos decisivos. Y en ese lugar de preferencia cabe siempre situar a José Ballester y Raimundo de los Reyes, a quienes conoció en la Redacción del diario La Verdad, siendo ambos responsables editoriales del periódico y de la colección Sudeste, respectivamente. Gracias a ellos pudo ver la luz su primer libro, Perito en lunas (1933), y también por ellos se comprometió a enviar una serie de colaboraciones al diario murciano que, a lo largo de año y medio (de noviembre de 1932 a mayo de 1934), sirvió al poeta para abrir su campo de influencia creativa y afianzarse como escritor. Entre ellas cabe citar Dentro-de la luz y Camposanto (ambas de noviembre de 1932), Pureza-pecadora (abril de 1933), Elegía a Gabriel Miró (mayo de 1933), Ciudad de mar ligero y campo rápido (agosto de 1933), la citada Espera en desaseo (noviembre de 1933), Muerto-dominical, «Paisaje-de Belén y Enfermo-de silencio (7 de diciembre de 1933), Pastor plural y Ciegos del cuerpo (21 de diciembre de 1933), Montero-campesino (8 de febrero de 1934), Marzo-hortado (15 de marzo de 1934), y Monarquía-de luces (1 de mayo de 1934). A esas mismas páginas de La Verdad volvería el 30 de enero de 1936 y el 7 de mayo de ese mismo año, en ambos casos para evocar, desde su alma herida, la prematura muerte de Ramón Sijé.
De todo ello fueron testigos los ojos del poeta; esos ojos que hace 75 años se negaron a cerrarse mientras sus verdugos certificaban la muerte física del hombre que fue; mientras sus enemigos ignoraban que el escritor se transformaba entonces en un órgano literario que no dejaría de latir, de crecer y de expandirse entre cientos de miles de lectores.
Murió el poeta, sí, pero el cielo dejó escrito que en la vida se quedaban para siempre, indefinidamente, textos y poemas como Canción última, «ESPERA-en desaseo», Pastor-plural, Me sobra el corazón, El niño yuntero, Hijo de la luz y de la sombra o las Nanas de la cebolla. Así de claro y así de irrevocable.
José Luis Ferris es profesor de la Universidad Miguel Hernández de Elche y autor del libro 'Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta'.