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El de la inteligencia artificial es un tema recurrente de nuestra época en el que no resulta fácil hallar incondicionales partidarios de ésta, como antes ... se podían encontrar a favor de los 'bestsellers' o la televisión. Quien no se expresa con temor, inquietud o incluso alarma sobre ella lo hace al menos con una prevención cautelosa. La célebre dicotomía de 'apocalípticos' e 'integrados' que estableció Umberto Eco para definir las más generalizadas actitudes frente a la cultura de masas parece que no sirven ya ante el nuevo fenómeno de la sustitución del ser humano por la máquina, lo cual no deja de ser una paradoja cuando en la vida cotidiana casi nadie renuncia al móvil ni al ordenador.
Sobre esa paradoja se sostiene 'No soy un robot', un ensayo, o más exactamente, una colección de ensayos, en los que el escritor mexicano Juan Villoro reflexiona de una forma fragmentaria sobre el impacto que ha tenido en nuestras vidas la era digital, a la que él le concede una atención más antropológica que histórica y comparable a la que tuvo la revolución de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV. La tesis del libro y su tono son de un pesimismo que podemos calificar de moderado. Villoro participa del prejuicio que la corrección política impone sobre la cuestión tecnológica así como también de la doctrina de la sospecha que el pensamiento progresista aplica a todo hecho que ve situado dentro del marco del desarrollo capitalista.
En ese sentido, el propio título responde con una susceptibilidad crítica no exenta de ironía a ese requerimiento habitual que nos hacen las páginas web de que marquemos la casilla junto a la leyenda 'no soy un robot'. Afortunadamente, el texto no se queda en la anécdota grotesca de que sea una máquina la que nos pide credenciales humanas, sino que da un original salto en su desarrollo teórico: las pruebas que siguen a esa pregunta no darán fe de que en efecto no somos un robot porque distingamos las especies animales o el significado de los semáforos que salen en pantalla, sino porque, al deslizar los dedos sobre la almohadilla táctil, realizamos un movimiento diferente al de las máquinas. El factor humano -concluye Villoro- depende menos de nuestra habilidad intelectual que de un recorrido puramente sensorial que es el que reconoce como tal el frío mecanismo informático.
El libro de Villoro está poblado de esa clase de hallazgos, propios de quien se ha detenido a observar el terreno que pisa aunque se confiese, para curarse en salud, un absoluto profano. Uno de los fragmentos más lúcidos y representativos del conjunto es el titulado 'El síndrome de Chaplin'. En él recurre a una anécdota que quizá pertenezca a la leyenda, pero que cumple el papel de ilustrativo ejemplo sobre una humillación a la que la tecnología puede someter a la realidad y a la propia creatividad artística: la de las copias que son más perfectas que el modelo. Se cuenta que en 1921 el propio Charles Chaplin se presentó a un concurso de imitadores de Charles Chaplin y quedó en segundo lugar. El episodio, biográfico o no, le sirve al autor para deducir que «nos hemos vuelto irreales» porque la tecnología, al tratar nuestros rostros, nos vuelve genéricos. Y de ahí saltamos a una siguiente pregunta irónicamente sombría: «¿De qué sirve ser auténtico si no lo parece?».
En el epílogo que cierra el volumen hay una acerada crítica a un presente en el que las compañías aéreas se empeñan en sortear los contratiempos que producen los huracanes u otros peligrosos fenómenos atmosféricos en lugar de suspender de antemano en su totalidad todas las programaciones de vuelos. Resulta logrado el cuadro costumbrista que se nos dibuja del clásico aeropuerto rebosante de viajeros contrariados e indignados con la compañía que retrasa la salida de un avión con el fin de evitar riesgos innecesarios. La escena de unos ciudadanos del siglo XXI mal acostumbrados a una temeraria normalidad tecnológica recuerda al Magnus Enzensberger de 'Mediocridad y delirio', otra colección de ensayos que planteaban de un modo muy similar el presente como una amplia sucesión de disparatados y cotidianos hábitos que en el futuro serán contemplados como tales. Curiosamente, Villoro recurre, para avalar esa tesis, a un pensador más ecuánime en el debate tecnológico, como Eco, y a una cita diurna sobre el tiempo que necesitaron las gallinas para aprender a cruzar las calles. Cita a la que Villoro da una coloración oscura. La pregunta que se hace refleja el estilo entre pesimista y divertido del libro: «¿Podremos¡ ser más rápidos que las gallinas?».
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