Y si mi mano se hunde en el féretro
Una salida a esta asfixiante tierra de nadie
INÉS BELMONTE
Lunes, 11 de enero 2021, 21:38
Se abre 'Incluso los muertos' (XVI Premio Dionisia García) con un deseo: detener la vida. Detenerla, porque la vida es muerte, porque «cuanto se ama ... no debe vivir para no morir». Cambiar el latido por el mármol (pues esta primera parte se titula 'Las estatuas no mueren'). A continuación, en el segundo capítulo, el fallecimiento de un ser querido, que opera como un acto mágico: su desaparición precipita la continuidad de la muerte sobre el mundo de los vivos. Esta continuidad, esta senda mortuoria que brilla sobre las cosas de la vida, será cantada por el yo lírico a lo largo de la obra.
Son ya tan imprecisos los contornos entre ambas categorías –muerte y vida–, que el poeta reivindica lo que sí es, lo que sí emerge en la superficie del no-tiempo: los ojos. El llanto. La sangre. Lo trágico de la muerte es que la vida sobrevive a la mirada del muerto; por eso, los vivos somos ojos.
En un balbuceo intelectual, el yo intenta desprenderse de la muerte diciéndose: estoy vivo porque sangre. Estoy vivo porque no-ataúd. En cuanto al llanto, se observa una bella reivindicación del mismo, como ya pincelara Cruz Sánchez en 'El oledor de Pretzels' (2019): «Tan desprestigiado está el dolor / que tampoco en la muerte / hay un lugar para las lágrimas».
Asimismo, el llanto quiebra el hechizo de la vida, la vida indolente, que el poeta performa –porque está inevitablemente impregnado de muerte–. Para ello pinta un paisaje urbano cotidiano, plagado de coches, transeúntes... E incorpora la posibilidad de alguien que rompe a llorar: «Por qué alguien/ destroza la utopía de las calles con sus lágrimas». Otro tema que circunda el de la muerte es el de la imposibilidad de encontrar unas palabras de consuelo que vistan perfectamente el dolor. Hubiera de existir –se aventura la voz poética– palabras distintas para el duelo de cada sufriente, pues dos dolores no son iguales. El último texto propone, quizá sin querer, una salida a esta asfixiante tierra de nadie: performar no la vida, sino la muerte. Apropiarse de la muerte, o más bien, ser muerte estando vivo, para no temerla más.
Este estado de trance (de nuevo lo mágico) se alcanza cuando el cuerpo entra en comunión con la noche, logrando una suerte de «ensayo hiperreal de la ausencia». El yo despliega sobre las líneas un tono deliberadamente patético, que acompaña con una versificación violenta, entrecortada. Los lectores somos su público, esto es, sus cómplices. 'Incluso los muertos' es un ejercicio de duelo embadurnado de belleza.
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