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«Llegar a viejo no implica dejar de ser útil», tiene muy claro Pedro Olalla (Oviedo, 1966), prestigioso helenista y escritor. Autor de 'De senectute politica. Carta sin respuesta a Cicerón', publicado en Acantilado, estará el jueves en la Facultad de Letras de la UMU para, invitado por la profesora Alicia Morales, presentar su nuevo libro y hablar de 'Grecia, hoy: elegía y rebeldía'. Ok, empecemos: «La gente vive más que en épocas pasadas; o, por mejor decir, ahora son muchos más aquellos que llegan a una edad provecta». Eso está claro. ¿Y qué más? «Otra cosa es si vivimos bien, si conocemos de verdad el 'ars vivendi', el 'ars senescendi' -¿acaso 'envejecer bien' puede ser algo diferente a 'vivir bien' los años postreros de nuestra vida?-, o incluso el 'ars moriendi'; si vivimos una vejez aislada, dependiente, precaria, enferma, resignada, apática, fútil o egoísta, o todo lo contrario; si tenemos, de cierto, vida en nuestros años o tan solo más años de vida», plantea Olalla. Cicerón dejó claro en su obra, «al hablarnos de que las dificultades de la vejez no provienen tanto de la edad como del carácter y de la actitud vital de las personas, que envejecer es, en un alto grado, un empeño ético». Y en 'De senectute politica', su autor reflexiona sobre «si el hecho de que nuestra sociedad esté o no organizada y facultada para posibilitar dicho empeño no hace del envejecer, también, un propósito político». «Pues se me figura», añade, «que no basta para una buena vida ser buen autor de la biografía propia, sino también ser coautor, y bueno, de la biografía colectiva». Ese vivir la última etapa de la vida con plenas facultades, defiende Olalla, «con honesta estima hacia uno mismo, con el respeto y la consideración de los demás, alentados por la utilidad y el sentido, integrados en la sociedad, participando en lo que nos incumbe a todos y ejerciendo nuestro derecho de ciudadanía, es el ideal que hemos de perseguir en cuanto a la vejez concierne».
Cierto es: «Hay que reconocer que la vejez, como la vida entera, nos pone a prueba, a veces, con sus dificultades; pero lo bueno o malo que aflore de nosotros ante ese desafío tendrá, sin duda, que ver con el carácter». Cuenta Olalla que Cicerón le ha hecho ver claro que «la senectud no solo es buena en la medida en que no es pérdida, sino que puede ser, incluso, portadora de más de una ganancia. ¿Acaso quien envejece bien -quien vive bien, podríamos decir- no se vuelve más noble, más experimentado, más sensible, más justo, más compasivo, más juicioso, más culto, más humilde, más sabio y más difícil de engañar? ¿Acaso la vivencia consciente de los años no le hace menos torpe, menos soberbio, menos egoísta, menos indiferente y menos dogmático? ¿Acaso quien ha vivido 'bien' -es decir, 'buscando la virtud'- no llega a la vejez 'mejor'?».
Propone Olalla: «Llegar a la vejez mejor». ¡Ojalá! «Creo que este es el reto del que, pensando en nuestra senectud, debemos extraer nuestro lema de vida: 'Senescere addiscentem' -envejecer aprendiendo-, como dijo Cicerón acordándose del viejo Solón», explica. Y recuerda que «Sófocles, cabal ejemplo de persona que llegó a la senectud con facultades plenas y sin haber dejado nunca de aprender, escribió su 'Edipo en Colono' casi a los noventa años; y, habiéndolo acusado entonces falsamente sus hijos de incapacidad para la gestión del patrimonio familiar, se ganó al tribunal que lo juzgó recitando de memoria la tragedia que acababa de crear y preguntándoles a sus miembros si tenían aquello por obra de un anciano incapaz y senil».
También sucede que «quienes cultivan el prejuicio de que llegar a viejo es dejar de ser útil, perder el interés por todo, volverse huraño y entrar en decadencia intelectual, encontrarán la causa de estos males más en el carácter de cada uno y en la consideración que recibe de su entorno que en las limitaciones impuestas por la propia edad; y encontrarán sin duda, entre los mayores, a mucha gente útil, entusiasta y afable, que desmienta con su ejemplo esta figuración, y aún a más gente capaz de desmentirla si no se le negara la oportunidad».
Y hay más prejuicios actuales, como el de «pensar que todos los ancianos son seres deprimidos y arrumbados, lo cual, aunque está lejos de ser cierto, debería causarnos vergüenza por permitir que haya en situación de depresión y de abandono los suficientes como para inspirar esta creencia». Lamentablemente, «también es creencia generalizada que todos los que entran en la 'tercera edad', o bien dejan atrás el erotismo con dignidad y con resignación, o bien se convierten, a ojos ajenos -y propios, incluso-, en grotescos sátiros y en patéticas ninfas». Y Olalla se plantea: '¿A qué edad prescribe el derecho al erotismo? ¿No debería quitarlo tan solo quien lo otorga? ¿Y contra quién o contra qué peca la vida si no nos lo retira?».
Y continuando con los lugares comunes, precisa, «el que más daño causa al propósito de otorgar a los mayores el peso político que en justicia les corresponde es el prejuicio de pensar que representan, indefectiblemente, el conservadurismo, el inmovilismo y el pasado».
Otra buena pregunta esta que se hace el helenista: «¿Cómo es posible que últimamente se hayan escuchado voces, supuestamente progresistas, que propugnan que se les retire o que se les limite el derecho de voto?». También lo es su respuesta: «El único criterio que que yo podría llegar a admitir como defendible para retirar los derechos de participación política es la 'apragmosyne' castigada por el viejo Solón: la desafección por los asuntos públicos y la falta de virtud política; pero esta restricción, que dejaría fuera a infinidad de ciudadanos -lo cual pone en evidencia nuestra mala salud democrática-, nada tiene que ver con el criterio de la edad; y, si se me apura, la propia edad debería ser considerada una ventaja para la adquisición de conciencia política».
Veámoslo con nitidez: «Mezquino y egoísta solo se puede ser por conveniencia o por ignorancia, y estas dos circunstancias poco tienen que ver con la edad». Por tanto, «¿habrá alguien tan desapegado y tan frío que, llegado a los años postreros de su vida, solo actúe políticamente por su mera conveniencia inmediata?». «Concedamos que sí, que lo hay; pero en modo alguno -dice Olalla- podemos extrapolar ese sentir al conjunto de las personas que han superado cierta edad. Prefiero pensar que hay mucha gente, en cambio, que, en el otoño de su vida, suscribiría sin ambages aquello que, con tan buen criterio, dijo el sabio Lelio: 'A mí no me preocupa menos cómo será el Estado después de que llegue mi muerte, de lo que me preocupa cómo es hoy'».
Hoy asistimos a un hecho irrefutable: «Se abren interrogantes acerca de todo: los alimentos, el agua, la energía, el trabajo, la libertad, el tiempo, la la verdad, el sentido... Pero, entre tanta incertidumbre, hay una cosa cierta, y sobre ella debemos poner nuestro cuidado: que las decisiones las tomará quien tenga el poder; poder que, unido a la riqueza, corre cada vez a menos manos». Y, añade: «¿Qué sucederá si no invertimos ese flujo? ¿Quién definirá lo que es bueno? ¿Qué clase de imperio decidirá sobre nosotros si, a la posesión de la riqueza y del poder, se une también la de la información, la del control total de lo que existe y lo que ocurre?». «En sus manos -continúa exponiendo- estarán nuestras vidas, porque en sus manos estarán nuestros secretos, nuestro derecho a saber la verdad, nuestro derecho al beneficio de la ciencia, nuestra salud, nuestro conocimiento, nuestro tiempo, nuestra riqueza material, nuestra energía, nuestro alimento, nuestra agua?». Mal panorama: «Hacia ahí vamos, y a pasos de gigante. Las decisiones trascendentales se toman cada vez más lejos de nosotros. Vienen cada vez desde más alto. Se debilitan las fronteras, no para permitir el tránsito de las personas, sino para difuminar la jurisdicción de las leyes; se crean organismos supranacionales, no para hacer que la justicia llegue a todos, sino para mermar la soberanía de los pueblos sobre su territorio; se firman tratados de libre comercio, no para favorecer a quienes compran las mercancias, sino para blindar los intereses de compañías apátridas frente a los tribunales y las leyes de los Estados; se facilitan vías para que los más ricos evadan sus impuestos, y se carga el sustento del Estado sobre las espaldas de los menos pudientes; se arbitran foros internacionales para la participación igualitaria de todos los Estados, y los más ricos se unen entre sí para conspirar impunemente al margen de ellos».
Según Olalla, «el nuevo imperio quiere la democracia como una cara amable, una máscara hueca que legitime sus acciones sin levantar sospechas; pero la odia como proyecto que aspira a organizar la sociedad tomando como base la dignidad y la realización del hombre, porque es incompatible con ella. Por eso el nuevo imperio ha conquistado la política: para privarla de sentido real y hacer de ella una quimera a su servicio; y por eso nuestro reto de cara al futuro no es otro que reconquistarla, volver a hacerla nuestra, volver a comprender que fue inventada porque el hombre dejará de ser hombre el día que renuncie a organizarse para buscar con otros la justicia».
¿Qué nos estamos jugando? «Nos jugamos que el futuro de millones de seres humanos sea o no una vida de títeres y esclavos». Por tanto, «la urgente tarea de hacernos ciudadanos, de reconquistar esa virtud política y devolvérsela como alimento a la democracia, no es exclusiva de jóvenes o viejos: es tarea de todos, de hombres y de mujeres en todas las edades de la vida, si bien, dada la circunstancia de la longevidad en nuestro tiempo, es seguro que el protagonismo en dicha empresa habrá de recaer, en gran medida, sobre una población de 'senes'; y que, ya desde ahora, estamos abocados, por tanto, a una suerte de 'senectus politica'».
Olalla, «humildemente», piensa que «si lo que desaparece con la muerte es la conciencia de la individualidad, decidir sobre dejar o no la vida es potestad legítima del individuo, un dilema ético que atañe en exclusiva a su persona y al uso de su libertad para actuar sobre sí mismo». Por eso, el sostiene que «la ley solo debe impedir que otros tomen la decisión en su lugar, pues las leyes, deontológicamente, no son sino los límites que, de común acuerdo, ponemos a nuestra libertad para protegernos del abuso, y en una decisión sobre uno mismo no hay abuso de nadie».
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