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Una alucinación desasosegante

PASCUAL GARCÍA

Lunes, 2 de julio 2018, 21:52

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Hay en buena parte de las novelas del escritor Rubén Castillo un ingrediente de misterio, oscuridad psicológica y suspense que las aproximan en alguna medida a algunos relatos lindantes con el absurdo y a la estética kafkiana, como si su obra reflejara la concepción sinuosa de un mundo imperfecto y, en muchos casos, lindante con la pesadilla.

Un profesor de universidad, con éxito profesional, inclinado a la seducción de las alumnas que lo admiran, presuntuoso y con viejos enemigos entre sus alumnos pasados comienza a recibir las llamadas anónimas de una voz que él califica oscura en las que se le va ordenando realizar actos en muchos casos triviales y sin importancia bajo amenazas inconcretas que de un modo creciente van alarmando a Jaime Díez y lo van conduciendo a una situación de desesperación patente: «Jaime siguió pensando que aquello era una broma, pero comenzó a pensar también que era una broma más complicada de la cuenta, y de pésimos gusto». Una broma que con el paso de las páginas de una fábula no muy extensa se va convirtiendo en una alucinación desasosegante.

Sus sospechas se extienden entre sus colaboradores, compañeros de trabajo y las becarias del departamento, pero cada vez que recibe una llamada se van complicando sus dudas, porque da la impresión siempre de que esa voz fuese omnipresente, lo viese todo y lo supiese todo: «¿Desde dónde lo estaría espiando ese imbécil? Sin duda a través de alguna de las ventanas del fondo; pero, de cuál? Sobre todo, ¿por qué?». Este será el enigma que se repita a lo largo de toda la novela, un enigma que lentamente irá resolviéndose al modo de una clásica deducción detectivesca en la que los lectores también participaremos, sobre todo los jóvenes, público al que va dirigida esta narración y que, sin duda, no solo hará sus delicias sino que será la puerta más adecuada para entrar en el ámbito sagrado de la lectura.

Pero esta novela esconde otras aristas, cierta dosis de denuncia al estado actual de la universidad donde abunda el clientelismo, el abuso del trabajo de los becarios, la prepotencia de los catedráticos y de los profesores más antiguos y una suerte de servidumbre que las becarias de Jaime Díez van mostrando hacia la figura del profesor en cuya mente anida la iniciativa de una seducción solapada y casi constante, como si el hombre maduro necesitara de la permanente admiración de las jóvenes ayudantes: «Una cosa es la chica que uno elige para pasear por la Facultad o para exhibirla en la cafetería; y otra muy diferente es la colaboradora que uno señala para que le mantenga el despacho limpio, alineadas las mesas y ordenados los ficheros». A pesar de un esquema de narración de intriga, que podría parecernos de mero entretenimiento, el toque de profundidad literaria y los hallazgos estilísticos propios de un escritor de altura van salpicando felizmente el relato: «La cortesía social es una de las formas más refinadas del vacío».

No dejemos pasar, pues, esta novela inteligente, de argumento bien trabado, con emoción y un estilo tan solvente como la reputación literaria de quien la firma.

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