Borrar
'Lebeche II', de Enrique Nieto.
Entre el color del paisaje y las miradas dolorosas

Entre el color del paisaje y las miradas dolorosas

PEDRO SOLER

Lunes, 23 de octubre 2017, 17:26

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

El respetable Germán Ramallo describe muy bien las principales circunstancias que llenan los paisajes de Enrique Nieto, quien ahora expone en galería Chys. Al margen de esos elementos que podrían resultar imprescindibles, aunque, desde otro punto de vista, no siempre todos ellos -tierra, aire, agua y fuego-, es de resaltar la adjunta indicación de que ningún ser vivo tiene cabida en estos cuadros, porque lo importante para este pintor puede basarse en que cuanto de verdad le interesa son solo paisajes, en los que va incluyendo, desde ópticas muy variadas, esos elementos incuestionables, que vivifican -aunque no aparezca un ser vivo- cada una de las panorámicas, en las que se sobreimpone el juego de colores en el que se recrea el autor.

Pese a las indicaciones del profesor Ramallo, auténtico entendido en la materia, y con capacidad de ajustar con precisión lo que un cuadro contiene, quizá el espectador no pueda captar esas diferencias, pero sí de apreciar la multiplicidad cromática que Enrique Nieto aplica por cada rincón de sus obras. Es algo que, desde siempre, ha dejado en evidencia, y con una mayor entrega de la que podría exigírsele, a la hora de la conclusión definitiva de cualquiera de sus paisajes. Además, se recrea en recoger la profundidad del horizonte, la variedad del juego visual o los contrastes nubosos que, en ocasiones, nos parecen imposibles de que puedan haber sido una realidad, pero que tampoco es obligado que lo hayan sido, antes de que el pintor los traslade a sus cuadros, porque para algo está la imaginación.

Los paisajes de Enrique Nieto no necesitan más enunciados que los que manifiestan, pese a que, en ocasiones, se les ha querido aplicar ciertas significaciones cargadas de excentricidades. En ellos habría que buscar, primordialmente, un sentido de la naturaleza, aunque, eso sí, transformada para enriquecerla, inyectando sobre el monótono color de la arena determinados tintas, que enriquezcan sus contenido; como puede asignarse a la plácida calma del azul del mar, removido, para que entre las olas también emerja un juego de colores más atractivo y sugerente, o a la aridez de las montañas desérticas. Son paisajes en los que, como afirmaba el inolvidable Gontzal Díez, todo se convierte en «un placer por la pintura. Una mirada a lo cercano que se convierte en baile de color».

En galería Chys, Enrique Nieto presenta sus cuadros, llenos de un cromatismo multiplicado

Síntomas emocionantes

Hay unas claras preferencias para que los retratos que realiza aporten síntomas emocionantes, más que bonita estampa de la persona retratada. Es lo que refleja Nuria Farré Abejón, en la exposición que presenta en la galería Léucade. Parece como si en cada una de las figuras retratadas asomase un síntoma de mirada psicológica, de gesto diferente, y siempre cargadas de un toque dramático ineludible. No puede decirse que sean retratos que aterroricen, pero, sin duda, sí se preguntará el espectador sobre la insistencia y la razón de ser de un conjunto de rostros femeninos, en los que nunca aparece la sonrisa; incluso a algunos de ellos se les ha querido recargar de una máxima tensión, acumulándoles lo que puede parecer innecesarios añadidos, para que apuntada sintonía dramática se acentúe.

La serie de retratos de Nuria Farré, en galería Léucade, están cubiertos de una profunda significación

Cierto es que estamos ante un género en el que, por lo general, y máxime tratándose de féminas adolescentes, el resultado definitivo debiera mostrar una bonita placidez, que irradiase, de modo más delicioso, la vivacidad propia de unos límites vitales, en los que la juventud se impone. Lo que sucede es que Nuria Farré no juega a hacer retratos bonitos, lo que no impide que sí encierren una elevada dosis de conmovedora belleza, porque, artísticamente hablando, incluso las escenas más horrorosas, pueden demostrar que, tras sus sospechados contenidos, contienen una carga de hermosura.

Asombra no poco que Nuria Farré, en la que todavía podría denominarse como incipiente juventud, haya sido capaz de adentrarse por unos derroteros, con capacidad de asombrar al espectador, que no siempre sea capaz de captar el significado de autenticidad que se esconde en estos rostros, que parecen maltratados; en esas miradas, siempre profundas y perdidas; y en esas carencias de una sonrisa, que alegre el aparente drama oculto. Y, además, para aplicar más sinceridad a lo que nos muestra, recurre a cubrir los rostros de una provocadora puesta en escena, a base de unos colores, de innecesaria apariencia, pero bien utilizados.

Nuria Farré parece haber realizado una experiencia pictórica, como si también se tratase de una prueba, que pudiera inyectarle satisfacción o le sirviese para un rechazo definitivo. Por lo que se advierte, se ha metido en un campo en el que se siente plasmada; de no ser así, hubiese sido imposible consumar una serie de retratos, cargados de formas dolorosas, pero no carentes de una realista perfección.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios