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Avellaneda: diez años de ausencia

Avellaneda: diez años de ausencia

'Avellaneda en pequeño formato', pero no el pintor, que ofrecía una corpulencia superior al pequeño tamaño. Es el título de la exposición que el próximo miércoles se inaugura en el Museo Ramón Gaya. «No se trata de celebrar los diez años de la muerte de Manolo Avellaneda, pero sí hay que decir que aprovechamos esta penosa efeméride, para rescatar su persona y su obra. En agosto se cumplieron esos diez años de su inesperada desaparición, cuando se encontraba en la playa con su familia. No parece un mes adecuado para inauguraciones, celebraciones, ni actividades en la ciudad, si queremos que puedan tener una repercusión suficiente entre el público. Por esto, hemos esperado la llegada de octubre, cuando podemos decir que el Museo Gaya y otros centros y salas públicas y privadas inician su curso oficial. De hecho, hemos mantenido 'Ramón Gaya y Picasso', exposición con la que se ha querido demostrar la admiración que el pintor murciano sentía por el artista malagueño. Ahora queremos, además de recuperar el recuerdo de Avellaneda, mostrar esta colección de obras que, aunque sean de pequeño tamaño, contienen indudablemente los sentimientos, las versiones pictóricas y la personalidad artística del pintor. También hay que decir que es una exposición prácticamente desconocida. Son cuadros pequeños, que, en gran parte, había regalado a sus amigos».

PEDRO SOLER

Viernes, 17 de junio 2016, 07:44

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«No se trata de celebrar el aniversario de su muerte, pero aprovechamos esta penosa efeméride para rescatar su persona y su obra», explica el director del museo

Quien así habla es Manuel Fernández-Delgado, director del Museo Gaya, donde serán treinta y dos los cuadros que se colgarán de Avellaneda, pintor comprometido desde sus inicios con una interpretación muy singular y propia del paisaje agreste y abandonado. Fue como una impronta que comenzó desde muy joven y le condujo a centrarse en lo que consideraba «formas esenciales» de su pintura. Cierto que hubo etapas en su trayectoria, en las que, más que la fortaleza, prefirió la delicadeza de los colores, como puede evidenciarse a través de muchas de sus acuarelas marinas o terrenales; pero, sobre esa fuerza o finura, surgían su sentimiento paisajístico.

'Le arde su paisaje'

Uno de los más prestigiosos conocedores del paisaje desértico de nuestra región, como lo es, sin duda, el poeta Francisco Sánchez Bautista, escribió que lo que le atraía de la pintura de Avellaneda era, sobre todo «su fidelidad a nuestros paisajes sedientos y clamorosos». Sánchez Bautista también captó algo que sobresale en la actual exposición del Museo Gaya, cuando afirmaba que en las obras de Avellaneda «se adivinan sus pasos por la tierra en la que puso sus ojos y miró con desbordada ternura las pequeñas cosas, que le salieron en su camino. Así, vemos el grato contraste de un humilde y perdido caserío junto a un inaccesible camino de cabras, rodeado de unos pocos, pero acogedores árboles», que vienen a ser «todo un oasis, surgido del secarral». A propósito de una exposición en Chys, en abril de 1988, Sánchez Bautista, en versos deliciosos, también compuso un bello poema, titulado 'A Manuel Avellaneda le arde su paisaje', en el que se leía: «Más no siempre nos pinta amenazantes cielos. / A veces nos regala una verde campiña / sosegada y amena, donde la fértil viña / crece alegre y ufana, plagada de majuelos». Es un conjunto de detalles que aparecen de una forma esencial en la exposición del Museo Gaya.

Tuvo Avellaneda unos maestros que le servirían, adecuadamente, para forjarse un estimulante modo de trabajar. Cuando todavía era, prácticamente, un joven aspirante -tenía 23 años- presentó una exposición individual en la madrileña sala Toisón, Antonio Oliver comentaba que, pese a la juventud del pintor murciano, «ya está bien que su punto de arranque derive de la pintura de Benjamín Palencia o de Ortega Muñoz, los dos maestros del arte contemporáneo. Esto le da a Avellaneda una agilidad en el uso del color y una precisión en el dibujo, ausentes en la mayoría de los jóvenes». Citaba unos cuadros realizados por el pintor sobre paisaje urbano de Madrid, aunque Oliver destacaba 'Tierra de secano', en el que «los campos de Cieza están vistos con mayor acento personal». Sobre aquella exposición, Medardo Fraile -quien fuera Premio Nacional de la Crítica y autor de una treintena de libros, fallecido el pasado marzo en Inglaterra, donde residía- afirmó que las obras de Avellaneda eran «paisajes de hálito caliente, de entraña que adormece o despierta».

Maestros y compañeros

Muchos años después, otro escritor tan reconocido como actualmente lo es Andrés Trapiello evocaba aquellos inicios del pintor y se refería a aquellas acuarelas «hermosísimas y poéticas», que «le salieron desde el principio líricas, porque estaban pintadas al agua, y del agua nacen siempre cosas muy elevadas, sensibles e inasibles». Es la lírica que aprendió Avellaneda en la llamada segunda Escuela de Vallecas. Trapiello confesaba, en definitiva, su admiración por unos «paisajes magníficos, por unos panoramas extraordinarios», aunque se trate de «paisajes pobres, medio desérticos, de su tierra murciana y levantina».

También por entonces, en la cercanía de aquellos principios -corría el año 1961-, en la exposición bautizada como '24 obras de pintores actuales', figuraba el nombre y la obra de Avellaneda junto a pintores de la talla de Benjamín Palencia, Pancho Cossío, Gómez Cano, Redondela, Anglada Camarasa Aquella oportunidad se convirtió en un momento trascendente en la vida del pintor ciezano, porque supo ver y aceptar las rutas que trazaban los maestros y que él seguiría, pero de un modo tan particular. Se encontraba en esta 'exposición magistral' gracias a otro pintor famoso e internacional, como lo era Daniel Vázquez Díaz. Avellaneda tuvo la suerte de que Vázquez Díaz visitase la exposición que había montado en la sala Toisón. El maestro le animó a seguir, y hasta tuvo el detalle de hacerlo con una dedicatoria, en la que se leía: «El pintor Manuel Avellaneda siente el fuego de las tierras bravas, incendiadas al rojo por su gran temperamento».

Por entonces comenzaría su amistad con otros grandes artistas del momento, como el escultor murciano José Planes, afincado en Madrid, y los pintores García Ochoa y Antonio López; y no puede olvidarse que, años después, su relación con Ramón Gaya estuvo marcada por una profunda amistad. También, alternaba sus clases en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, con el aprendizaje del grabado, de la mano del excelente grabador griego Dimitri Papagueorguiu; y nunca perdió su interés por ir perfilando las técnicas que le llevarán a consumarse como un pintor paisajístico nato. Pero él había llegado a Madrid con un aprendizaje autóctono, alcanzado en su Cieza natal, que deseaba ampliar. Llegaba a la capital de España con una experiencia corta, pero suficientemente valiosa para que su trascendente decisión, como lo había sido su primera muestra, con tan solo diecinueve años. Su propósito era ser pintor, y pintor -todavía sin decidir el horizonte- de las perspectivas que tantas veces había observado desde la altura de los picachos cercanos de su pueblo natal. Paco Flores Arroyuelo escribió que «desde La Atalaya, la vista se pierde en los lejos del paisaje». Fue el lugar al que el pintor ascendía frecuentemente en unión de otros rapaces. Aquella primera exposición en Cieza «sorprendió a sus paisanos por los colores ardientes que para ellos no existían hasta entonces, porque tampoco los veían».

Belleza densa e íntima

Pocos años después se produce un encuentro con Murcia que será definitivo. Durante su estancia madrileña, Avellaneda realizó exposiciones en distintas ciudades españolas, a la vez que presentaba su obra a certámenes nacionales de artes plásticas. Pero a él le interesaba, sobre todo, adentrarse, cada vez más, por esos paisajes de los que nunca se hartaba, porque le parecen infinitos e imposibles de captar en su totalidad. Afirmaba: «Cada uno tiene su encanto y su tristeza. Un detalle diminuto los hace cambiar. Además, quiero ser testigo de su existencia, para que sean conocidos como algo muy propio de nuestra tierra, porque encierran una belleza, muy densa, muy íntima». En otras declaraciones aseguraba: «Yo he hecho del paisaje mi propio paisaje».

Quizá porque esto se traslucía en su obra, José Mariano González Vidal llegó a escribir que «la pintura de Manuel Avellaneda no es otra cosa que la respuesta a la llamada de la tierra (). Hombre de la tierra, que le busca y encuentra las tetas a la tierra, las ubres fecundas y nutricias de su pintura». También Salvador Jiménez afirmaba que, en la obra de este pintor, «hay mucha Murcia aún desconocida, y que ahí está, a la espera de que los murcianos se interesen por ella». Avellaneda sí era un murciano interesado por esta tierra murciana, por muy abandonada que se encontrase o por muy antiestética que pareciese. En la 'Historia de la Región de Murcia', Martín Páez asegura que estamos ante una pintura «de colores violáceos, bermellones ocres, que comunican, fieles a la realidad representada, toda la expresión de la tierra, esa tierra vivida y sentida de modo expresionista».

Aunar y Azorín

Con su definitiva permanencia en Murcia, comenzará para Avellaneda lo que podría definirse como 'regularización de una trayectoria', que, sin embargo, siguió sellada por la inquietu, que le llevaría a la creación, junto con Aurelio, Párraga, Luis y Paco Toledo, Elisa Seiquer, Pepe Hernández Cano y otros artistas, del grupo Aunar. El sentido de profundización de Avellaneda en el paisaje avanza con el paso del tiempo, y se manifiesta, de nuevo, de una manera limpia y rotunda con la realización del conjunto de grabados que llevaron por título 'Tierras murcianas de Azorín', editados por la galería Chys en 1969, con textos de Flores Arroyuelo. Era un modo de confabular la relación del gran escritor alicantino con las resecas tierras de Yecla, que tan certeramente describía en 'La Voluntad'. Vendría luego el 'Homenaje a Azorín de Manuel Avellaneda en el centenario de su nacimiento', una nueva serie de grabados en los que vuelve a aparecer lo que, en 'Diario de un enfermo', Azorín describía como «casas blancas, lienzos de pared tostados por el sol, agujereados por ventanas diminutas». Son detalles que también abundan en esta exposición del Museo Gaya, cuajada de intimidad, porque, como escribió Antonio de Hoyos, en la obra de Avellaneda «se puede combinar la triple tensión que estremece unos cuadros, donde la naturaleza del paisaje viene transformada en expresión íntima del pintor».

El camino de Manuel Avellaneda estuvo seguido por un triunfo autónomo, con constantes exposiciones y no pocos galardones. Su nombre aparecía necesariamente incluido entre la relación de artistas, cuyos nombres y obra figuraban en el 'Homenaje a Verso y Prosa', 'Un escultor y 7 pintores murcianos en Italia', 'Maestros de la pintura murciana', 'Siete pintores y el mar', '25 pintores', 'Un siglo de arte en Murcia', 'Baraja española de pintores murcianos', 'Murcia entre dos siglos', 'El color en Murcia', etc.

Adiós inesperado

Avellaneda acababa de pintar una marina, cuajada de la luz real, que también inyectaba a sus paisajes rurales, cuando le asaltó la muerte, de modo imprevisto. Era el 27 de agosto de 2003, durante su tránsito veraniego en Isla Plana (Mazarrón). La penosa noticia llevó el desconcierto a gran parte del mundo artístico, porque con su muerte se ausentaba uno de los pintores que -tras la generación de Flores, Garay, Joaquín, Gaya y Vicente Ros; o la cercana de Almela Costa, Gómez Cano, Saura Pacheco- brillaba con luz propia y personalísima entre una descendencia, en la que -con las debidas diferencias estilísticas y estéticas- se incluía a Mariano Ballester, Medina Bardón, Molina Sánchez, Muñoz Barberán, Carpe, Luzzy, Gabriel Navarro, Aurelio, María Dolores Andreo, Párraga, Ángel Hernansáez Sus amigos sufrieron, de modo casi tan directo como su familiares, ausencia tan definitiva. Vivieron un sentimiento mortalmente inesperado.

La reacción en reconocimiento del artista ausente quedó expresada con la serie de exposiciones que querían recordar su obra. Si la galería Chys presentaba, todavía en el 2003, una serie en la que aparecía la obra póstuma del pintor, al año siguiente el Museo Ramón Gaya rendía homenaje a Avellaneda con una muestra de acuarelas, y 'Contraparada' y el Museo Siyasa ofertaban la muestra titulada '20 paisajes'. Y si, en enero de 2004, la Caja de Ahorros del Mediterráneo organizaba la exposición 'Con Manolo Avellaneda en el paisaje' -obras de treinta y dos artistas murcianos-, el IV Encuentro sobre Arte, que se celebró en Alhama, en marzo, también rendía homenaje al pintor con otra exposición netamente paisajística.

El 23 de diciembre de ese 2004, el Ayuntamiento de la capital acordó dedicarle una calle, junto al espacio que ocupaba su domicilio y estudio. En aquel acto tan solemne y entrañable no podían faltar su familia y sus numerosos amigos, que siempre habían arropado a Avellaneda -casi todos inmersos en el variado mundo de la cultura-, pese a ese carácter aparentemente bronco del pintor, ya que, como escribió Eloy Sánchez Rosillo, «hablaba siempre en voz muy alta, estaba lleno de palabras estruendosas, de exclamaciones resonantes, de interjecciones con muchos decibelios». Sin nada de ordinariez, Avellaneda aparentaba modos de niño gruñón, pero su alma estaba cuajada de detalles positivos y al alcance de la mano. Y como muestra, los cuadros que integran la exposición. Es un limpio testimonio para recordar su personalidad y su pintura.

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