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La más grandiosa construcción monacal

La más grandiosa construcción monacal

Parecía «todo iluminado por innumerables ventanas abiertas al Oriente y Sur, miradores espléndidos de la huerta ubérrima y del campo apacible, como de las lontananzas de la ciudad y aledaños»

PEDRO SOLER

Viernes, 17 de junio 2016, 08:08

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Parecía «todo iluminado por innumerables ventanas abiertas al Oriente y Sur, miradores espléndidos de la huerta ubérrima y del campo apacible, como de las lontananzas de la ciudad y aledaños». Y cuenta la tradición que cambió su emplazamiento original, porque las riadas lo arrasaban. A sus moradores no les quedó otra alternativa que buscar un lugar, más alto, que los librase de esos inesperados riesgos y sufrimientos. No se encontraban entre los sacrificios propios de sus normas religiosas.  Por esto, se alzó ese monumento, al que todos -escritores, investigadores, cronistas- han gustado de calificar como 'el Escorial murciano'. Por supuesto, se trata del Monasterio de los Jerónimos, que acaba de cumplir -aunque sin celebraciones- el 275 aniversario de su bendición por el obispo Tomás José de Montes. El acontecimiento «se celebró con un triduo de fiestas solemnísimo. La ciudad costeó y autorizó con sus asistencia las del último día; el cabildo eclesiástico, las del primero». Todo un acontecimiento, al que obispo y canónigos acudieron montados en coches de gala.

Repasando páginas de periódicos y buscando en sus entrañas, muy notables firmas, especializadas en temas murcianos, se han ocupado de esclarecer la historia de ese edificio que, a través de los siglos, ha vivido épocas de auténtico esplendor, alternadas con otras de abandono y saqueos. Si ahora está ocupado por la Universidad Católica de Murcia, a finales de 1973 se encontraba «vacío y casi sin ambiente. Sus puertas, raras veces las vemos abiertas, si acaso para alguna boda o cosa similar. Nos imaginamos los claustros -excepto los que utilizan las dos pequeñas comunidades de religiosas- tristes y oscuros, como llamando a la ruina. Y si esta llegara, triste fin sería para el más grandioso monasterio que haya tenido Murcia». Por suerte y circunstancias, no fue así, aunque abocado a la ruina se encontrase en otros períodos. Es una historia de apasionantes altibajos, que recordaba, hace muchos años, y con sentimiento escrupuloso, José María Ibáñez, quien fuera cronista de Murcia y de la región. 

La orden de San Jerónimo, fundada en 1373, se asentó en  Murcia en torno a los años 1443-44. Fue el deán Alfonso de Oña quien, deseoso de la presencia de los monjes cerca de Murcia, «compró muchas haciendas en la Puebla de Soto»; pero su muerte prematura le impidió concretar su deseo. Hubo que esperar a 1574, para que el regidor de Murcia, Alonso Vozmediano de Arróniz, expusiese en su testamento, del 2 de mayo de 1557 -otorgado a su hijo bastardo, Sancho González de Arróniz- que «la mitad de los bienes de su señorío en el lugar de La Ñora» se dedicaran a levantar «un monasterio e iglesia de la Orden de San Jerónimo». Aquel deseo no se cumplió, por lo que, años después, los monjes reclamaron ante la justicia. Para evitar un pleito de larga duración, los herederos de Alonso Vozmediano -fallecido a los veinticinco días de otorgar su testamento- acordaron con  los frailes que estos recibiesen los bienes concedidos, pero con el compromiso de que entregasen mil ducados como limosna al Hospital de Nuestra señora de Gracia. Por tanto, «la fecha memorable, reputada como de origen de la fundación jeronimiana en Murcia, fue el 22 de enero de 1579», veintidós años después del testamento del quien había sido regidor de Murcia. Pero, con los bienes recibidos, ¿levantaron entonces los monjes su convento? 

Más que la documentación, «la tradición murciana transmitió de una generación a otra la noticia de un primer monasterio, erigido en la proximidad a los molinos viejos de la pólvora», en La Ñora. Sin embargo, el jesuita Pedro José Blanco Trías -quien vivió en los años veinte del pasado siglo en el actual monasterio-  afirmaba en sus 'Apuntes históricos' que no se llegó a terminar un primer monasterio, porque los frailes se habían instalado en la casa solariega del regidor Vozmediano, adjunta a la iglesia de san Pedro, que utilizaban como templo conventual. Allí siguieron hasta su traslado al monasterio actual, que comenzó a edificarse en los primeros años del siglo XVIII. Los expolios sufridos en años revolucionarios acabaron con los libros de cuentas sobre la construcción. La certeza de que se inició en el citado siglo -según Ibáñez y Blanco Trias- «lo comprueba, sin duda, el estilo barroco del mismo, acentuado en el templo». 

Y, ¿quién fue su arquitecto? No existen datos documentales de que el autor de la traza fuese el llamado 'fraile de La Ñora', Antonio de San José, quien sí aparece como director de fábrica por vez primera, en las cuentas de 1718, «tiempo en que debió de estar ya muy avanzada la obra, cuando por los años de 1710 al 22, se habilitó el ala norte del claustro para la iglesia provisional del monasterio». Mostraba «dos airosas torres gemelas» cuya traza se atribuye al fraile Pedro de San Agustín, «autor de otras dos similares, también gemelas, que se alzan en el magno frontis de la parroquia de Vélez Rubio». 

En conjunto, cuando estaba a punto de abrir sus puertas, el monasterio disponía de una iglesia de vasta construcción, casi rectangular, con dos grandes claustros, sin columnas, pero con andenes amplísimos, gran escalera de acceso a la planta principal, celdas, sala de capítulo, refectorio, biblioteca  Era -apuntaba José María Ibáñez- un «pequeño Escorial, pero, en tiempo tan lejano de la severidad clásica de Juan de Herrera, el barroquismo imperante tenía que imprimir su huella en la construcción monacal más grandiosa que se elevara, no ya en las inmediaciones de Murcia, sino en la extensión de la diócesis cartaginense». La grandiosidad se acentuaba en el templo, con un cimborio coronado por la linterna, obra que realizaría la prestancia artística de fray Antonio de san José. Y «sobre el tambor de la media naranja, muy decorado con yeserías barrocas, se alzan en alto relieve las estatuas de pontífices y doctores de la Iglesia, de un gran efecto para quien fija la vista en las alturas y la baja luego sobre el magno retablo». Entre los muros del templo, también descansaban «el sepulcro (cenotafio) del fundador Vozmediano de Arróniz (). La generación actual apenas si lo recuerda. Ha  muchos años que está oculto por la colgaduras, de las que destaca la estatua muy gallarda del Corazón de Jesús, labrada en Bilbao». 

Sobre las obras artísticas que decoraban el templo, que se inauguró sin retablos, el 1 de febrero de 1738, la capilla mayor se decoró con «una perspectiva al temple, obra del pintor Juan García; en su parte central se colgó un lienzo de San Pedro y se cubrió el sagrario con otro del Buen Pastor», posiblemente del presbítero Manuel Sánchez, «el maestro de dibujo de Salzillo». También le atribuían ocho cuadros para las capillas, «guarnecidos de ricos marcos barrocos». 

Veinte años después comenzaron a instalarse retablos para acoger obras de Salzillo, como la Virgen de los Dolores o el San Antonio (que acabó su discípulo fray Diego Francés) y, sobre todo, el San Jerónimo penitente. Otras obras importantes eran un San José, de Roque López,  la colección de cuadros de la vida de la Virgen, la sillería coral, el gran órgano, «con artística fachada y en su cima el escudo de Vozmediano, que guarnece elegantísimo marco rococó».  En el retablo del altar mayor, de autor desconocido, se instalaron «estatuitas de simulado mármol blanco en sendas hornacinas, que representan a San Jerónimo y a Santa Paula». Ibáñez finalizaba su descripción de obras, afirmando que «el monasterio y templo de los Jerónimos deben incluirse en el itinerario turista, en la visita de Murcia y sus aledaños». 

La vida monacal en el monasterio de los Jerónimos transcurrió plácida hasta 1820, año, en que tuvo lugar el alzamiento de Riego, que «dio el triunfo a un gobierno, que traía en cartera (como norma substancial de su programa) la disolución de gran parte de las órdenes monásticas, como un avance de su extinción total». Los bienes de los religiosos habrían de adjudicarse al Tesoro Nacional. El Decreto-ley de 1 de octubre de 1820 cerró, entre otros conventos murcianos, el de los Jerónimos. La prensa local (excepto 'El Catóico Instruido en su Religión') apoyó aquellas medidas. 'El Diario Popular de Murcia' publicó un artículo en el que se pedía que se estableciera en él monasterio «un colegio para los hijos de personas acomodadas, que fuera plantel de diestros pilotos que condujeran, en su día, con seguro rumbo la nave del Estado». El fracaso de la revolución propició la vuelta de los monjes, solo doce años, «durante los cuales, ni el Gobierno del Rey absoluto dejó de 'sembrar vientos', ni la revolución, de laborar subterráneamente, en espera del momento propicio para su triunfo».  El llamado 'pleito dinástico', la guerra entre carlistas e isabelinos, y,  sobre todo, la confianza depositada en Mendizábal para salvar la crisis financiera de la nación fueron motivos que provocaron la segunda exclaustración de los frailes jerónimos, tras el real decreto de 8 de marzo de 1836.  

Fue en junio de 1837 cuando se consultó a los ayuntamientos sobre el destino que pudiera darse a los conventos suprimidos. El de Murcia hizo suyo el dictamen de una comisión, que no mencionaba para nada las joyas artísticas del monasterio, pero sí decía en un escrito que, además de sus grandes bóvedas y suntuosa escalera, «sobro todo, su situación topográfica, inducían a conservarlo, pudiendo destinarse a lazareto de observación, o si se quiere, de enfermería». El edificio sufrió saqueos y abandono, y se convirtió  en local de acogida de los enfermos del manicomio, y de los asilados de la Misericordia. 

 La Junta Local de Bienes Nacionales tasó, el 2 de octubre de 1844, en 100.240 reales el valor del monasterio, almazara y huerta, sin mencionar el templo. El conjunto no salió a la anunciada subasta, debido a la intervención de la Comisión Provincial de Monumentos. Aún así, en 1845, el gobierno pidió a la Sociedad Económica de Amigos del País su opinión sobre el destino que pudiera darse al monasterio. La Junta Superior de Ventas de Bienes Nacionales aprobó un informe «redactado con miras de utilidad pública y en sentido muy liberal», en el que se decía: «El edificio podría destinarse a cuartel de Caballería, conservando la iglesia para los divinos oficios, como capilla del cuartel». Dos años después, el Administrador de Bienes Nacionales hizo un presupuesto urgente de reparación del monasterio, que importó 7.620 reales. 

Fue en 1848 cuando el obispo Mariano Barrio llegó a Murcia y logró de Isabel II que se cediera el monasterio al obispado de Cartagena, «con destino a la práctica de ejercicios espirituales al clero diocesano».  El sucesor en la silla episcopal, Francisco Landeyra, hubo de acometer «costosísimas reparaciones, en un edificio tan vasto y en el mayor abandono, cerca de 30 años». Por último, el obispo Diego Mariano Alguacil, después de realizar otras grandes obras de conservación, entregó -1 de enero de 1878- el monasterio en conjunto al superior de los jesuitas de la provincia de Toledo,  para noviciado de la Compañía de Jesús y casa de retiro para sacerdotes.Tras los días de tensión vividos desde 1931, el monasterio volvió a ser punto de interés tras la disolución y expulsión de España de los jesuitas, en enero de 1932. A las 11 de la mañana, del 10 de febrero, el Estado se incautaba de la residencia en la Plaza de Romea y de un edificio en la Calle Algezares. El diputado Moreno Galvache exigía que también se incautase la iglesia de Santo Domingo y Los Jerónimos. 'La Verdad' defendía que el  monasterio pertenecía al obispado «por donación de la reina Isabel II». En el archivo del palacio episcopal se conservaban los recibos de contribución urbana a nombre del obispado. También el documento de cesión por usufructo de Los Jerónimos a la Compañía de Jesús, en 1878. Sin embargo, la Diputación Provincial quería que se transformase en «un centro benéfico, que sería una ampliación del Hospital, y el ayuntamiento, en lugar para colonias escolares. 

En el archivo del Palacio Episcopal se conservaban los recibos de contribución urbana a nombre del obispado; también, el documento de cesión por usufructo de Los Jerónimos a la Compañía de Jesús, en 1878. El Episcopado reclamaba el edificio como propio, sin posibilidad de que hubiese pertenecido a los jesuitas. Hubo que esperar al 10 de agosto de 1934. La Gaceta publicaba un decreto de la Presidencia del Consejo de Ministros, firmado por Alcalá Zamora y Ricardo Samper, resolviendo «la reclamación interpuesta por don Ángel Álvarez Caparrós, vicario capitular y gobernador eclesiástico del obispado de Cartagena, sobre la propiedad del Monasterio de San Jerónimo de La Ñora, incautado en Murcia a la Compañía de Jesús». La propuesta estaba «avalada por las gestiones perseverantes» de los diputados de la CEDA, José Ibáñez Martín, Antonio Reverte y Federico Salmón. En la exposición de motivos, se afirmaba que «el monasterio de San Jerónimo fue entregado al prelado de la diócesis de Cartagena, en virtud el concordato con la Santa Sede. Y que la Mitra de Cartagena ha venido actuando como propietario; así como que cedió temporalmente el monasterio a los jesuitas, para establecer una residencia de religiosos de la Compañía». Por tanto, se acordaba «dejar sin efecto la incautación y devolver el inmueble a la Mitra sin perjuicio de otras resoluciones administrativas». Las nuevas preocupaciones volvieron a invadir al solitario monasterio, cuando faltaban veinte días para el inicio de la guerra civil. Se solicitaba su cesión a la Diputación, para convertirlo en manicomio. Su destino, sin embargo, fue convertirse en base del arma de la Aviación republicana. Afortunadamente, durante esta etapa, hubo quien «trató de reducir, y lo consiguió en parte, los actos vandálicos. Aún así, en la nave del crucero faltan el altar y la gallarda estatua del Corazón de Jesús, que tantas veces recorrió la huerta en triunfal procesión»

Tras la guerra, el monasterio fue cedido, de nuevo, a los jesuitas, que lo convirtieron, como en otros tiempos, en casa de ejercicios espirituales y en lugar de convocatorias y celebraciones de organizaciones católicas. Fue en 1960 cuando implantaron la formación profesional, como venían realizando en otros centros. Se fueron sucediendo los oficios, en pabellones anejos al monasterio. Jóvenes de todas las pedanías de la huerta aprendieron su futuro. Hasta 1969, cuando, por falta de vocaciones, los jesuitas abandonaron. La presencia de las Esclavas de Cristo Rey y la llegada, en 1972, de las religiosas de San Antonio -que dejaron su convento en la capital, tras el hundimiento de parte de la techumbre- no eran suficientes para ocupar todo el histórico monumento, y evitar que el abandono comenzase a expandirse. En 1996 cuando el obispado, como propietario del conjunto, lo cedió a la Fundación Universitaria San Antonio para la ubicación de la Universidad Católica. Aquí, como otras muchas veces, comienza una nueva historia.

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