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Una familia accede a la playa de Burriana, donde el Cid vio por primera vez el mar.
Injertos de Levante con 'socarrat'

Injertos de Levante con 'socarrat'

El asalto a Valencia, la ciudad soñada del Cid, se urde frente al mar de Burriana, los mandarinos de Nules, la judería de Sagunto y la pócima mágica de Alboraya

ICÍAR OCHOA DE OLANO

Lunes, 29 de agosto 2016, 12:47

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El asalto a Valencia, la ciudad soñada del Cid, comienza con un descubrimiento grandioso: el Santo Grial existe. Ni en El Cairo, ni en la colegiata leonesa de San Isidoro. Está en Castellón. En concreto, a cuarenta grados al norte del Ecuador y a seis minutos del meridiano de Greenwich, en plena carretera autonómica número catorce. Allí, Miss Morella arropa a sus moradores con el abrazo maternal de su muralla mientras se eleva como un cáliz sagrado e inalcanzable. Sin probar una gota del néctar de la inmortalidad marcamos las coordenadas del Mediterráneo. Se anuncia enseguida en forma de olivos, naranjos, pequeños campos de hortalizas, ríos yermos, como el Alcalá, el Chinchilla o el Mijares, y su vivificante luz impresionista. La Costa de Azahar nos recibe con la hondura de un horizonte despejado y doblemente azul. La sanidad pública debería prescribir una píldora de mar, al menos, cada doce meses.

Ignoramos Vinarós, Benicarló, incluso Peñíscola, donde culmina 'El Cid' de Anthony Mann, para apreciar las olas de Burriana. Allí, según el 'Cantar', fue donde el señor de los campos de batalla y sus huestes miraron a los ojos al mar por primera vez. En tropel, familias numerosas a medio vestir surcan parcelas polvorientas sin urbanizar en dirección a El Arenal. Van pertrechadas de neveras, balones de plástico, sillas plegables y abuelos. Miro al cielo para ver pasar la avioneta y su estela plástica promocionando Calippos. Lo raro es que no llega.

Nos refugiamos del 'revival' ochentero en un chiringuito «2.0», con campo de vóley, zona de pub y música insustancial a toda pastilla. «Antes tenía uno de 700 metros cuadrados, pero la puñetera ley de costas -póngalo ahí-, nos obligó de la noche a la mañana a no pasarnos de los 150», se queja Vicente, el musculado y bronceado propietario, al tiempo que sirve un cubata madrugador. Me intereso por el PIB de la localidad y el hostelero se revuelve. «Aquí no hay industria, ni plazas hoteleras, ni nada. Ni producimos, ni nos dedicamos al turismo pese a esta playaza de dos kilómetros que ve. Yo vivo de Moncofa, el pueblo de aquí al lado, que tiene una de piedra y, sin embargo, está llenita de hoteles y apartamentos. Como sigamos así voy a tener que robar», desbarra con sonrisa canalla. Dinamitada la promoción inmobiliaria con la crisis del ladrillo y sin plan estratégico A ni B, los burrianeros encomiendan su destino al recién celebrado Arenal Sound y a los 30 millones de euros que reporta albergar uno de los mayores festivales de música del país.

Nos desplazamos a la vecina Nules, paraíso mandarinero que surte de antioxidantes a la comunidad internacional. De los 25 millones de unidades que se recolectan cada temporada, el 90% se envía al resto de Europa y América. Superado el mediodía, el 'caloret' aprieta inmisericorde. La 'escalforeta', para ser políticamente correcta. Aun así, Vicente Arnau nos espera de una pieza. No es una agricultor cualquiera. De sus campos sale una de las mandarinas más selectas, la Orogrós. Se esfuerza en explicarme que la susodicha, «muy productiva, precoz y fina», es una mutación espontánea del naranjo Oronul; que él mismo la descubrió por el método de la observación y que, como estuvo listo y la patentó, ahora cobra derechos de autor por la venta bajo pedido de injertos que se clonan en el laboratorio. Otro gallo le cantó a su suegro, descubridor de la Clemenules, variedad que bautizó y que ahora se cría en Italia y Sudáfrica, pero que nunca le reportó una «perra gorda». Qué sabía don José Guevara Ginés en sus tiempos de exclusivas y registros.

Mientras recorremos una plantación, le hago saber que me he percatado del bolígrafo de propaganda del partido de Mariano Rajoy que asoma por el bolsillo de su pechera. «Sí, sí. Yo soy del PP. Siempre lo he sido y siempre lo seré. No me avergüenza decirlo». Tomo carrerilla y me lanzo.

- Con todos mis respetos. ¿Cómo es posible que siga votando y a mucha honra a un partido que ha saqueado esta comunidad más que los visigodos, los almorávides, el Campeador y Jaime I juntos?

- Bien sencillo. Ser del PP es como ser católico. Se es o no se es. Y yo soy apostólico y romano.

Por primera vez desde que salimos de Burgos rodamos sobre una carretera con doble vía en cada sentido y en la que puedo meter quinta. Mis neuronas han mutado en granos de arroz bomba y la Autovía del Mediterráneo es la opción más rápida. Sobre una planicie cítrica veo enseguida una atalaya fortificada y a Almenara plácida en su regazo. Hasta implorar un a banda con 'socarrat' (bien pegadito a la paellera) en la playa de Sagunto, primero tenemos que unificarla recorriendo los cinco kilómetros de industrias y descampados que la parten en dos por mor de lo que el 'president' Zaplana anticipó que sería «el parque empresarial más grande de Europa». En su último impulso, antes de rizarse en espuma blanca, las olas se visten de un irresistible turquesa. Ya llegamos.

La arginina y «el caballo»

'El Cari', veintisiete años, viene con la paella del menú del día y mientras va y vuelve con una caña, el pan y la cuenta, se exorciza por enésima vez. Era un chaval gordo y sin amigos. Se metió en la Cruz Roja para estudiar primeros auxilios y conseguirlos. En 2009 le tocó ir a L'Aquila, Italia, a rescatar vidas bajo los escombros de un terremoto. Allí vio de todo. Ahora estudia tanatoplaxia (embellecimiento de muertos) y embalsamiento, un trabajo que le permitirá estar «a mi rollo». Este verano necesita pringar en el chiringuito, propiedad de un búlgaro, para sacarse 1.200 euros al mes y sufragarse el siguiente curso. Ah, el 13 de enero «me caso con mi 'cari'».

-Enhorabuena. Una cosita. ¿Conoces a El Cid?

-¿El Cid? Me suena.

Con la ventolera del Levante de cola tratamos en vano de izarnos hasta el castillo. Nos quedamos en puertas. Cierra los domingos por la tarde. También los lunes. Mañana y tarde. Me asomo al teatro romano y me recibe un drama de restauración. Una ardilla casi humana merienda en un rincón de la vieja judería. Aunque sellaran sus callejuelas, taparan sus azulejos, pintaran de negro sus casas y arrancaran sus puertas, el barrio seguiría contando historias. Nos echamos de nuevo al Mediterráneo asfaltado para preparar en Alboraya la conquista de Valencia. Conseguir una ración de la pócima mágica requiere un cuerpo a cuerpo con la marabunta. Por suerte, la leche de chufa que popularizaron los árabes allá por el siglo XII lleva arginina, que templa la presión arterial.

Tomamos Valencia en el crepúsculo de un domingo electoral, siete días después de emprender el viaje entre los muros del monasterio de San Pedro de Cardeña. No opone resistencia. A Rodrigo Díaz de Vivar le llevó seis meses de asedio hasta su entrada triunfal, el 15 de junio de 1094, en una ciudad demacrada y hambrienta. Sería la última gran conquista cristina del siglo XII. La gobernó hasta su muerte, cinco años y veinticinco días después. Su memoria se concentra en una escultura ecuestre en la glorieta de San Diego. Los valencianos la conocen por 'El caballo'. La talló la artista estadounidense Ana Hyatt Huntington. En Sevilla, Buenos Aires, Nueva York, San Francisco y San Diego han puesto al Cid a cabalgar en idéntica pose.

No hay que ser un lince para deducir que, en suelo fallero, no parece un personaje apreciado. «Está ninguneado por una cuestión de política identitaria que se ha llevado a tal desquiciamiento que en Valencia la Edad Media comienza en 1238, cuando Jaime I (de Aragón y conde de Barcelona) la conquistó. Todo lo anterior no existe», se expresa rotundo Alfonso Boix, doctor en Filología Hispánica, experto en el Medievo y en el Cid, y autor de un singular trabajo que analiza la influencia del Campeador en los contenidos de las bandas de heavy-metal, los «herederos de los romances».

A su viuda, Jimena Díaz, la capital del Turia nada le debe. O eso cree. «Su figura ha quedado injustamente ensombrecida por su marido. Muerto él, defendió la ciudad de forma asombrosa durante tres años asediada por los almorávides», enfatiza Boix. Aun sin rotonda, la auténtica señora de las Iron Maiden.

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