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Mercedes Bosque, con un plato de pulpo. Ese día no había caracoles.
La sirena de los caracoles

La sirena de los caracoles

Mercedes Bosque Asensio, cocinera del mar, laboriosa comerciante en Puntas de Calnegre, vive en salmuera: «No imagino despertar sin oír las olas»

ALEXIA SALAS

Viernes, 1 de agosto 2014, 13:28

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Si no fuera porque firma con dos apellidos y porque Mercedes heredó el negocio centenario de sus padres, se podría pensar que a esta niña octogenaria la trajo el mar. Que un día se asomaron a la orilla de Puntas de Calnegre y allí estaba ella con su piel de nácar, no mucho más tersa que ahora, porque algo gira dentro de Mercedes que la mantiene sin una arruga, sin un gesto de desaliento, sin cirujanos. Será la salmuera del aire que corre por este lugar del que no se ha movido desde que nació, con la misma obstinada permanencia de Orhan Pamuk en Estambul. «Yo conozco ya media humanidad sin moverme de aquí», dice la sirena de Puntas. El pelo le entona ya con esa piel perlada, tan clara en los dedos nudosos, erosionados de manotear cada día en el agua y las tareas de interior. Con su mandil de cuadros rojo y blanco, no tiene pinta Mercedes de haber renegado de ninguna faena en sus 83 años de vida.

  • Quién.

  • Mercedes Bosque Asensio.

  • Qué.

  • Cocinera y comerciante.

  • Dónde.

  • Puntas de calnegre (Lorca).

  • Pasiones.

  • El mar y su negocio.

  • Pensamiento.

  • «El trabajo me va dejando a mí».

Sus platos de cuchara, los arroces, las patatas con ajo y, sobre todo, sus caracoles picantes han convertido el restaurante Casa Mercedes -segunda línea de mar- en punto de peregrinación de triperos de todas las latitudes. «Jesús Hermida venía por aquí a comerlos, pero si no llueve, no hay 'serranicas'. Aquí no entra nada congelado», dice la veterana restauradora. Ya no se ocupa de la cocina porque, según acepta, «el trabajo me va dejando a mí», aunque ella sigue al frente del restaurante y la tienda de comestibles, como hacía de niña.

«Como no llegaba al mostrador, me subía a un escalón, y desde allí despachaba. Era una taberna antigua, donde solo había aguardiente, vino viejo y coñac, sobre un trozo de barra de madera con las copicas boca abajo esperando. En una palanganica enjuagaba los vasos», recuerda de su casa familiar. Mercedes cuenta e hipnotiza, y parece que sigue viendo «aquella tienda con un peso de pesas, sacos de arroz y habichuelas, garrafas de aceite, tabaco, botijos y alpargatas hechas a mano».

No solo se ocupó siempre del negocio, sino que salió a veces a buscar algo para llenar los platos. «Me llevaba un cuchillico para arrancar caracolas de las rocas. Estaban llenas en las tres calas. Las hacíamos fritas y con arroz y, cuando había poco que llevarse a la boca, todos comíamos de eso. También cogíamos cangrejos que corrían por la playa y tenían una carne enorme y exquisita», describe una playa que ya solo existe en su geografía interior.

Cuando ha tardado en asomarse al mar, enfrascada en trajines de fogones y tienda, a Mercedes la han ido a buscar las olas. «Se me han metido en la casa», cuenta sin alarma, porque no le teme al agua. «Me da miedo la rambla, eso sí, pero si me despierto por la mañana y no oigo las olas, me pongo nerviosa», dice. Lo conoce bien. Cada día escuchándolo durante sus 83 años de vida. «Me quedo por las noches en silencio, oyendo las olas, cómo vuelven y arrastran piedras y dejan de todo, zapatos, palos y piedras de jaqueca», cuenta Mercedes de esos tesoros que regala el mar, unas piedrecillas tostadas que en realidad son los opérculos que las caracolas utilizan como puerta de su casa, a las que atribuyen propiedades contra la migraña. «Hacíamos collares con ellas. Ya no se ven en la playa, pero antes había muchas, como tantas otras cosas. Quiero esto con locura. Nunca se me pasó por la cabeza irme de aquí».

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