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La privatización del faro de Cabo de Palos es una serpiente de verano. Así denomina la prensa a una noticia de actualidad que es posible estirar y que da de sí en los peores momentos de sequía informativa. Pero, atención, que la Región de Murcia cabe en el cuerpo de una anaconda. ¿Qué acabo de decir? Que aquí todo empieza así, como menudencia, como cosa vulgar, y acaba descontrolándose, convirtiéndose en un basilisco o en una hidra de siete cabezas y todas ellas con ganas de mordisquear a quien se ponga por delante, se llame Teodoro, Antonio o Andrés. «Que no, que no, que no, que no», cantaba Xoel López con Deluxe. ¡Y no! «¡No es no!», repiten los muertos vivientes. No queremos darnos cuenta, pero no hay nada que quede a salvo de una quema por estas latitudes. Las malas costumbres. Hemos tirado a la pira de todo, y sin miramientos, empezando por lo más valioso, por nuestras esencias, obligándonos a vivir todo el año en una perpetua e insaciable noche de san Juan. Veíamos el fuego, pero no queríamos mirar de frente a nuestros demonios, y ellos solos, con sus rabos y tridentes, y con sus lenguas de estropajo, se han revuelto y nos persiguen ahora como ese alemán de nombre Didi Senft, el aficionado que vestido de diablo anima a los ciclistas en el Tour de Francia desde hace décadas. Ahora es el faro y la posibilidad de darlo en concesión a unos empresarios para ponerlo en solfa porque dice la autoridad portuaria que está «comprometida con el turismo». Pero es que antes fue la pasarela para la zona norte de La Manga (qué falta hacía meterse en esos fangos), el Mar Menor (yo me baño y no me pica, pero a otros no les hace gracia el ratoneo), el acueducto Tajo-Segura (la ojeriza de otras comunidades hacia lo murciano, como si viviéramos en las quimbámbaras, acabará por hacernos pupa)... Y ya no digamos los seriales fijos, desde los paseíllos ante las estatuas de la Ley y la Justicia a los tejemanejes barriobajeros. Que la gente se manifieste y luche por conservar el faro de un pueblo y una profesión, la de farero, es lo más sensato cuando reina la insensatez.

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