Secciones
Servicios
Destacamos
Domingo, 14 de enero 2018, 10:30
Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.
Compartir
La posibilidad de ser enterrado vivo es uno de los terrores ancestrales del ser humano. Son antiguas las leyendas acerca de personas cuyos cadáveres, exhumados por uno u otro motivo, eran encontrados en su ataúd en posturas que sugerían que la tierra no les había sido leve en absoluto: rostros de espanto, pelos arrancados, bocas desencajadas buscando desesperadamente el aire, miembros rotos de tanto golpear, uñas destrozadas al arañar la madera...
Hay que tener en cuenta que, a dos metros bajo tierra, dentro de un ataúd cerrado, en una sepultura estrecha y normalmente cubierta por una losa de piedra sellada, morir -ahora sí, de verdad- es una cuestión de tiempo. De poco tiempo. De asfixia o hipotermia, en el mejor de los casos; de inanición, en el peor.
El enterramiento voluntario de personas vivas ha sido utilizado en diferentes culturas como un modo de tortura y de castigo. Sin embargo, el miedo moderno a esa posibilidad no está fundado en ese atroz tormento, sino en el hecho cierto de que, en épocas de alta mortalidad causada por guerras, catástrofes naturales o epidemias -es decir, buena parte de la historia de la humanidad-, no era tan infrecuente ser dado por muerto antes de tiempo por error o negligencia.
En 1591 el escritor Luis Zapata de Chaves reseñaba en su obra 'Varia historia' casos de enfermos de peste arrojados a una fosa común en Málaga y rociados con cal viva antes de fallecer, a causa de las prisas de los enterradores por librarse de aquellos cuerpos altamente contagiosos.
Más tarde ese temor se vio agudizado por las mortíferas epidemias de cólera de los siglos XVIII y XIX. En esa época, los médicos no tenían instrumentos eficaces para certificar la muerte y la prensa se regodeaba en cualquier episodio que fuera o pareciera ser un caso de 'muerte aparente'.
Se cuenta que el primer presidente de Estados Unidos, George Washington, pidió que su cuerpo fuera velado durante tres días antes de ser enterrado, el escritor Hans Christian Andersen obligó a que le abrieran las venas después de muerto y el compositor Frédéric Chopin se hizo extraer el corazón. Por si acaso.
En la Inglaterra victoriana, William Tebb publicó un manual y fundó la Asociación Londinense para la Prevención del Entierro Prematuro. A finales del XIX el director de una funeraria norteamericana, T. M. Montgomery, sostenía que el 2% de los cadáveres exhumados habían sido enterrados vivos. Hasta tal punto se trataba de un pavor extendido que se creó el término tapefobia -miedo a las tumbas- para describirlo.
El primer ataúd de seguridad fue construido en 1792 para un duque alemán que temía ser enterrado vivo. Tenía un tubo y una ventana para respirar y podía abrirse con una llave que portaba el fallecido. Más tarde se diseñaron féretros equipados con campanas o banderas que se activaban al detectar un movimiento del cuerpo. Ya en el siglo XX se hicieron otros con alarma electrónica y monitor cardiaco. No hay noticias de que ninguno de esos sistemas llegara nunca a ser utilizado por el inquilino del panteón.
La literatura romántica contribuyó a acrecentar el terror de la gente. En 1844 Edgar Allan Poe puso los pelos de punta a los lectores del 'Philadelphia Dollar Newspaper' con su relato 'El entierro prematuro', en el que un hombre que sufre crisis de catalepsia diseña una complicada sepultura para evitar ser enterrado en vida. El escritor norteamericano ya había abordado antes esa obsesión de la sociedad de su época en el espeluznante 'Berenice' y en 'La caída de la casa Usher'.
El cine también se ha ocupado del tema. Aparte de la adaptación del relato de Poe para la gran pantalla, la comedia 'Este muerto está muy vivo' encara el argumento de la falsa defunción desde el punto de vista del humor absurdo, mientras que 'Kill Bill II' y 'Buried' (Enterrado) nos muestran la pavorosa experiencia de ser sepultado en vida. Son films no aptos para espectadores con claustrofobia.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
El juzgado perdona una deuda de 2,6 millones a un empresario con 10 hijos
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.