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Cayetano Ros muestra la fotografía de su hija en la pantalla de su móvil. En la pared, un retrato de Beatriz el día de su comunión. Martínez Bueso
«Tenemos a mi nieto, pero el hueco de mi hija no lo llena nada»

«Tenemos a mi nieto, pero el hueco de mi hija no lo llena nada»

Los tres asesinatos registrados este año en la Región dejan un reguero de desamparo y dolor en sus familias. Cuando desaparecen los focos y se apaga la última vela del funeral, siguen doliéndose de una pena que les acompañará el resto de sus días

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Viernes, 24 de noviembre 2017, 12:49

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Deshechos en lágrimas, desencajados por el shock y rotos de dolor, apenas se les adivina de refilón entre las imágenes del lugar del crimen en el que yace su madre, su esposa, su hija, su hermana. Pasan los días, las semanas, los meses, y se quedan solos. Con su pena. Como una bomba de racimo, el asesinato de cada mujer por violencia de género deja una víctima evidente, pero con ella otras muchas invisibles que, cuando desaparecen los focos y se apaga la última vela del funeral, siguen doliéndose. Hijos, padres, hermanos, viudos, amigos. Víctimas invisibles con un futuro de desamparo en el que ya nada volverá a ser como era.

Daniel pataleó y lloró desesperado, fuera de control, cuando sus abuelos le dijeron que su mamá -Beatriz Ros, 31 años, asesinada por el conserje de Astrade en Molina cuando cubría su turno de noche-, había muerto. Apenas ha transcurrido medio año desde entonces, y el pequeño, de cinco añitos, no ha vuelto a nombrar a su madre ni a preguntar por su ausencia. Su abuelo y padre de Beatriz, Cayetano, cree que el chiquillo solo trata de blindarse inconscientemente a un dolor que le sería insoportable. Del que no pueden evadirse Cayetano y su mujer, Consuelo, dos sombras de los que eran desde que una pareja de policías llamó al timbre de su casa, hoy siempre en penumbra, a las nueve de la mañana del domingo 28 de mayo. Todo es oscuro y silencio desde ese día en su hogar, solo iluminado por las fotografías y retratos de una Beatriz siempre sonriente y exultante de vida. Unas imágenes que el pequeño Daniel hace como que no ve en sus correrías por la casa de los abuelos, donde come todos los días con su padre a la salida del cole.

Los cuatro comparten rutinas que son un esfuerzo titánico, almuerzos desganados de subsistencia y silencios amargos. Si en las noticias informan de un nuevo asesinato, cambian de inmediato de canal sin mediar palabra. Este sábado, Día Internacional de la Violencia de Género, evitarán encender siquiera la tele, y tratarán de aislarse a todos los actos de repulsa que se celebren. «¿Para qué nos serviría hablar de ello? Solo traería más dolor, no podemos con tanta pena. Solo nos queda esperar a que el tiempo pase y la herida duela menos. Mientras, intentamos seguir un día más», dice vencido Cayetano, a quien le queda el orgullo de haber criado una hija «buena, responsable y trabajadora que era la 'pimienta' en todos sitios por donde pasaba». Las idas y venidas a los entrenamientos de fútbol de su nieto huérfano, sus juegos con el ordenador y la lectura ocupan sus horas, pero no los vacíos que nada puede llenar. «Tenemos a mi nieto, y nos ocupamos de él y de mi yerno como mi hija hubiera querido, pero su hueco no lo llena nada», admite desolado Cayetano, quien no termina de guardar el pañuelo con el que se seca las lágrimas que aparecen en sus ojos cada vez que nombra a la que fue su única hija. Enfermera vocacional, Beatriz murió acuchillada por el conserje del Centro para la Atención de Personas con Trastorno del Desarrollo Astrade de Molina, quien después se suicidó ahorcándose, en el que fue el primer asesinato machista del año 2017 en la Región. Tres meses después, Catalina Méndez, madre de tres hijos, era asesinada por su expareja de un tiro a bocajarro. El presunto asesino, El Pirri, se suicidó después de matarla porque ella no quería volver con él. La casa de Catalina Méndez, en el paraje de la Vereda Alta de la diputación lorquina de Cazalla, permanece hoy con las puertas de la verja abiertas y las luces del porche encendidas, como si aún esperara el regreso de su moradora, que nunca volverá.

Tampoco lo hará Rosa María, la joven del barrio cartagenero de Canteras a quien su exnovio asesinó a cuchilladas en su casa. Unas horas antes, Rosa, de solo 20 años, acudió al cuartel acompañada por su padre para denunciar a su exnovio por acoso. El presunto asesino, Adrián, un malagueño de 22 años, la esperaba en la vivienda, donde pudo entrar a través de un balcón trasero, y tras una fuerte discusión, segó la vida que hoy lloran sus padres, su hermana y sus abuelos, que arrastran la pena de haber encontrado a su nieta tendida en un charco de sangre.

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