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Chiíes-hutíes alzan sus armas y gritan consignas durante una protesta por los bombardeos suníes en Saná, Yemen. :: YAHYA ARHAB/efe
¿Por qué se matan desde hace 1.300 años?

¿Por qué se matan desde hace 1.300 años?

Las redes sociales alarman con degollamientos y 'hombres antorcha' en el polvorín de Oriente Medio. Pero todo está en los libros de historia

JAVIER MUÑOZ

Miércoles, 8 de abril 2015, 12:41

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Para los suníes todo está cerrado con el Corán y los dichos y hechos del profeta Mahoma han sido transmitidos de modo oral. Sus enemigos chiíes creen, en cambio, que su duodécimo líder, el imán Mahdi, desapareció por obra de un milagro y que volverá al final de los tiempos. Su mesianismo tiene reminiscencias del judío, y de modo más vago, de Cristo.

Comparten las mismas creencias, sus rituales son muy parecidos, leen el Corán y basan sus vidas en la ley islámica. Pero se matan con especial crueldad desde hace 1.300 años. Una diferente interpretación sobre quién era el legítimo sucesor del profeta Mahoma convierte en enemigos mortales a suníes y chiíes. Y el conflicto yemení ha vuelto a poner en evidencia esta vieja animadversión que aflora en cada conflicto de Oriente Medio, en cada crisis regional.

Las redes sociales alarman estos días con vídeos de ejecuciones que parecen nuevas, pero están descritas desde hace mucho tiempo en los libros de historia: prisioneros degollados, antorchas humanas... El último capítulo de esas atrocidades se escribe en Yemen, donde los hutíes chiíes se han rebelado después de que 140 fieles fueran masacrados en un atentado contra dos mezquitas a manos del grupo terrorista suní Estado Islámico. «El sectarismo ha surgido en lugares donde antes era casi inexistente», explica el periodista Andrew Hammond, autor de 'La Utopía Islámica. La ilusión de la reforma en Arabia Saudí' y pone como ejemplo a Egipto. «Cuatro chiíes fueron linchados en 2014, incluyendo a un predicador que había intervenido en televisión enarbolando el discurso del odio».

Las guerras de religión se propagan vía satélite y en formato de videoclip. Un estudio de la BBC sobre 120 canales islámicos de televisión ha concluido que una veintena de ellos «son abiertamente sectarios», describe Andrew Hammond. «Los peores, los más transgresores, son los antisuníes Anuar 2, Fadak y Ahl ul-Bait, y los antichiíes Safa, Uesal y Uesal Farsi, que apuntan a Irán». Las cadenas extremistas difunden mensajes incendiarios a través del satélite Nilestat, con un área de influencia que abarca Egipto, Irak, Reino Unido, Estados Unidos...

Y, por supuesto, alcanza a Arabia Saudí, a la que todo el mundo responsabiliza de azuzar a las organizaciones fanáticas suníes contra los 'herejes' chiíes, y de hacerlo tanto o más que contra los cristianos y los judíos. De nuevo los eternos enemigos: Arabia Saudí, el rico defensor de una las visiones suníes más conservadoras, el más poderoso representante de esta rama mayoritaria del islam, con un 80% de adeptos, frente a Irán, el país más grande con el chiismo como credo oficial.

Desde la revolución chií del imán Jomeini en Irán, en 1979, ambos países libran una batalla más o menos velada por la hegemonía regional. Pero el enfrentamiento se expande por todo el 'vecindario': los recelos saudíes se dispararon cuando Estados Unidos invadió Irak en 2003 y las urnas llevaron al poder a los chiíes. La tensión se suavizó más tarde, pero reapareció en 2011 con la primavera árabe que barrió el norte de África, y más concretamente, con la guerra civil de Siria.

Las 'marcas' extremistas

Mientras Teherán y los chiíes iraquíes y libaneses apoyan al régimen de Damasco (sostenido por la secta alauí), Arabia Saudí y los países del Golfo Pérsico amparan directa o indirectamente a los yihadistas suníes que combaten al dictador Bashar Al Asad. Entre estos últimos ha irrumpido el Estado Islámico, la nueva 'marca' que compite en salvajismo con Al-Qaida. Ambas organizaciones se alimentan ideológica y, según varios observadores, económicamente, en Arabia Saudí, pero son antiimperialistas y detestan a EE UU.

Sobre ese barril de pólvora pivotan las complejas relaciones de suníes y chiíes; las de cada uno de ellos con sus grupos más fanáticos y las de todos juntos con Washington e Israel. Esa madeja está más enredada que nunca tras el derrocamiento de los Hermanos Musulmanes suníes en Egipto, y tras el hundimiento de Irak y Siria, dos estados creados por el Reino Unido y Francia después de la Primera Guerra Mundial con las provincias que el Imperio otomano tenía en Oriente Próximo y Medio.

La lealtad de la población a ambos países ha sido reemplazada por viejos vínculos religiosos y tribales que no difieren de los que, a comienzos del siglo XX, conocieron Lawrence de Arabia y Gertrude Bell, la mujer que dibujó las fronteras de Irak. Las líneas que ella trazó en el mapa de Mesopotamia han desaparecido y ha resurgido un espacio vacío donde los chiíes se han rebelado periódicamente desde el año 680, cuando se libró la batalla de Kerbala en el actual Irak.

El Islam se fracturó allí, en una tierra regada con la sangre de los creyentes. Las leyendas sobre ese acontecimiento arrancan a finales del siglo VII con la salida de La Meca de unas cuantas familias lideradas por el caudillo Husein, que responden a una llamada de la ciudad de Kufa. Acampan cerca de ese enclave y en Kerbala se enfrentan a un ejército que les exige sin éxito lealtad al califa Yazid I. Los hombres son asesinados uno a uno, hasta que solo queda Husein en pie. Alcanzado por una flecha en la garganta, según una versión, el guerrero sostiene en brazos el cadáver de su hijo pequeño antes de ser decapitado de un golpe. Uno de sus enemigos abofetea la cabeza cortada, pero el ultraje le vale una reprimenda. La víctima es el nieto de Mahoma; sus labios son sagrados porque han besado al Profeta. Así se resume el martirio de Husein que los chiíes representan cada año en Kerbala.

La victoria de Yazid I, en el año 680, sentó las bases de la dinastía omeya y de la corriente suní del Islam, la que propugna el consenso para la elección del califa. Pero también engendró el chiísmo, sostenido por la facción de Husein, a su vez defensor de la legitimidad de su padre, Alí, como líder de los creyentes.

Alí era yerno de Mahoma (se casó con su hija Fátima) y después de la muerte del profeta lideró el islam durante un tiempo, hasta que lo asesinaron. Chií significa, en resumidas cuentas, partidario de Alí y de los representantes de su dinastía, cuya designación está por encima de los pactos de la comunidad. Esa corriente ha sufrido escisiones a lo largo de los siglos, y su versión ortodoxa es la que hoy impera en Irán. Por eso los suníes más sectarios caricaturizan a los chiíes como persas (en contraposición a árabes).

Unos y otros se miran de reojo o por el visor de las armas en Oriente Medio y el Golfo Pérsico. Los chiíes creen que se puede derrocar a un gobernante si es suní. Los suníes piensan que una rebelión no es legítima si el líder político respeta la 'sharia' o ley islámica. No es de extrañar que la familia real saudí, que negoció su primera concesión petrolífera a la Standard Oil en 1933, mantenga una estrecha alianza con los clérigos wahabies locales. Forman una corriente rigorista suní del siglo XVIII refractaria a las libertades, pero útil para acallar la oposición política o étnica.

En ese tablero endiablado, Estados Unidos intenta reconstruir su política, un proceso que transformará el mapa de Mesopotamia. Por un lado, mantiene vínculos con Arabia Saudí y los países del Golfo, a los que ayuda a sofocar el levantamiento chií de Yemen. Por otro, negocia con Teherán, acusada de sembrar la discordia en ese país. Entre tanto, los dos bandos inoculan dosis de sectarismo a sus fieles. «En la era de la primavera árabe, los estados autoritarios ricos manipulan poderosas ideologías y sentimientos para protegerse de amenazas externas e internas», sintetiza el periodista Andrew Hammond. Brota de nuevo la sangre de Husein.

Los suníes detestan cualquier representación de la divinidad y rechazan la mediación entre el hombre y Alá. El atentado contra 'Charlie Hebdo', en París, lo dejó bien evidente. Los chiíes, en cambio, tienen santos, creen en su poder de intercesión y les rinden veneración en santuarios, como los cristianos.

Son chiíes. Esta rama del islam cree en la necesidad del clero, en la necesidad de los mulás y ayatolás, los guías de la comunidad. El imán iraní Jomeini es su tipo ideal. Los suníes, por contra, rechazan el clero como principio de autoridad religiosa. Ellos creen en la relación directa del fiel con Alá y en la interpretación personal del Corán.

o un 45% de chiíes, según las fuentes, viven en Yemen. Son una minoría frente a la mayoría suní. Irán, la potencia chií, que se está aproximando a Occidente con sus negociaciones nucleares, mantiene o incrementa su influencia en territorios anteriormente suníes, como Irak.

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