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Baobabs como los de la foto o ceibas cumplen la función de árboles de la palabra en todas las aldeas de África. A sus pies se reúnen los vecinos para tomar decisiones.
Ramas de savia azul

Ramas de savia azul

Antes que las iglesias y los ayuntamientos estaban los árboles históricos. El recién fallecido Roble de Guernica es el más popular pero hay muchos más. Bajo sus ramas rezábamos y juraban reyes. Pero para sagrado, el ginkgo que sobrevivió a Hiroshima

BORJA OLAIZOLA

Lunes, 2 de febrero 2015, 13:33

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En las cartas que escribían desde Buenos Aires los jóvenes de la localidad asturiana de Bermiego que habían tenido que emigrar nunca faltaban dos preguntas recurrentes: ¿cómo está el 'rebollu'?, ¿y el 'texu'? El roble y el tejo, dos árboles varias veces centenarios que aún se mantienen en pie, habían convivido tantas generaciones con sus antepasados que formaban parte de su red de afectos más cercanos. «Se interesaban por ellos como preguntaban por el abuelo o por el hermano porque esos árboles estaban estrechamente ligados a sus vivencias desde niños», explica Ignacio Abella, naturalista y escritor que lleva décadas de paciente investigación sobre los árboles singulares.

Abella ha recogido infinidad de testimonios sobre el significado que hasta no hace mucho tenían los árboles centenarios situados en enclaves estratégicos de las poblaciones de Europa occidental. «He hablado con abuelos que los recuerdan como la verdadera patria de su niñez, pues a su alrededor transcurrían las etapas más importantes de su vida, desde los juegos y los encuentros infantiles hasta los bailes, los primeros cortejos amorosos y los noviazgos».

Pero los árboles matrices, como él mismo los llama por su protagonismo en las sociedades rurales, no solo tienen una dimensión sentimental. «Mucho antes de la aparición del cristianismo había cultos al árbol y al bosque, el propio Plinio escribió que los árboles fueron los primeros templos». Abella observa que la nueva religión aprovechó los enclaves donde se levantaban los viejos árboles para edificar sus iglesias fusionando en ocasiones ambos cultos, caso de los tejos del cementerio francés de la Haye de Routot, con dos ejemplares milenarios que albergan en el interior de sus troncos un oratorio de la Virgen de Lourdes y una capilla dedicada a Santa Ana de los Tejos. «En Estry, en Normandía, hay otro tejo enorme en medio del cementerio y en su interior había una pila bautismal y se celebraban las catequesis, ya que entraban hasta diez personas sentadas».

A las vertientes sentimental y espiritual de los árboles matrices habría que añadir su función de foro donde se debatían las decisiones que afectaban a la comunidad. Abella, que está redactando un libro sobre los árboles de junta y concejo, ha recopilado al menos dos centenares de ejemplares que desempeñaban ese papel en Asturias y Cantabria. A la sombra de tejos y robles, las dos especies que por su longevidad y su adaptación a las condiciones climáticas solían erigirse con mayor frecuencia en árboles totémicos en el arco atlántico, se celebraban juntas vecinales, juicios y actos solemnes equivalentes a los que hoy pueden tener lugar en ayuntamientos, parlamentos y juzgados.

El más conocido de todos los árboles que han desempeñado esa función civil es el Roble de Guernica, cuyo último descendiente se ha secado a la muy temprana edad de 28 años. El roble está considerado un símbolo de las libertades y privilegios de los vizcaínos frente a los nobles y monarcas que los gobernaron. «Su popularidad viene dada porque hasta allí se acercaban los personajes más poderosos de cada época para jurar los fueros», recuerda el naturalista Abella: «La última jura real la protagonizó en 1839 la entonces reina regente María Cristina en representación de Isabel II».

La primera noticia del roble se tiene hacia el siglo XIV. Aquel ejemplar, bajo el que llegó a postrarse el rey Fernando de Aragón, murió en 1742 y fue sustituido por un descendiente que aguantó hasta 1892. Desde entonces se han sucedido otras dos generaciones, una hasta 2004 y otra hasta la reciente certificación de su fallecimiento. El nuevo roble, que tiene 14 años, será trasplantado junto a la Casa de Juntas de la villa foral el próximo mes. Habrá que ver si es capaz de sobrevivir en un entorno hostil debido a la profusión de edificaciones a su alrededor.

La llegada de la escritura

Aunque ninguno llegó a alcanzar la popularidad del de Guernica, los robles de junta abundaron en todo el norte peninsular. Abello cita solo en Vizcaya los de Arbieto (Abando), Arcentales, Larrazabal, Barajuen, Sagastiguren, Gerediaga o Zendokiz. También en Álava o en el País Vasco francés se tienen noticias de robles similares, lo mismo que en Cantabria o en Asturias. Otros árboles emparentados con ellos, las encinas, desempeñaron igual papel en Burgos (encinas de Quecedo o Sotoscueva) y Aragón (encina de Lecina).

«Aquellos árboles eran los guardianes de la palabra, los que garantizaban el cumplimiento de los pactos, y siempre que había un conflicto se recurría a ellos porque era impensable que se mintiese en su presencia. Representaban la garantía del derecho consuetudinario y de la tradición oral cuando no había escritura. Al llegar la pluma y el papel dejaron de desempeñar esa función aunque hasta hace poco seguía existiendo la costumbre de buscar un árbol a la hora de cerrar tratos como la compra de tierras o ganado».

La tradición no se circunscribe al área peninsular. La leyenda cuenta que el rey Juan de Inglaterra, más conocido como Juan sin Tierra, el que aparece en Robin Hood, juró bajo el tejo de Anker, a orillas del Támesis, lo que se considera el antecedente más inmediato del cuerpo legal que luego se instauraría en Inglaterra. En todas las poblaciones de África hay además árboles de la palabra, viejos ejemplares de baobabs o ceibas a cuya sombra se reúnen los vecinos para debatir los asuntos que atañen a la colectividad. «Cada vez que hay una noticia, un juicio que celebrar o una decisión importante que tomar todos se reúnen bajo el árbol de la palabra», comenta Abella, que trae a la memoria un pasaje de Humboldt describiendo una de esas asambleas en un tronco hueco de un gigantesco baobab en una tribu del actual Senegal.

La araucaria, una conífera originaria del hemisferio sur, lo fue todo durante siglos para los pobladores de las faldas de los Andes meridionales, lo que hoy es Chile y Argentina. El árbol no solo dio nombre a la población -los araucanos-, sino que la alimentó con sus frutos y la salvaguardó del frío con su madera. No es extraño que sea para ellos un árbol sagrado en el que tienen fijada su residencia sus dioses. Lo mismo ocurre con el pino blanco bajo el que los iroqueses tomaban sus decisiones o con el kauri que cobijaba a todo el universo de los primitivos neozelandeses bajo su tronco.

Como se ve, no hay población que alguna vez se haya resistido a reconocer la extraordinaria contribución de un ser que lo proporciona todo a cambio de nada y que además tiene una poderosa dimensión simbólica por su capacidad de mediación entre la tierra -raíces- y el cielo -copa-. Y no hace falta remontarse muchos siglos atrás para hallar ejemplos de ello: basta recordar el ginkgo que había a unos cientos de metros del lugar en que explotó la bomba de Hiroshima. Quedó tan maltrecho y chamuscado que cuando volvió a brotar la primavera siguiente todo el mundo pensó que había sido un milagro. Y de alguna forma lo fue porque demostró que la vida podía volver incluso allá donde se creía que la muerte iba a reinar para siempre.

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