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Del sepulcro surge la vida

FRANCISCO RUBIO MIRALLES PÁRROCO DE ZARANDONA

Lunes, 13 de abril 2015, 13:39

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La Resurrección de Cristo rompe nuestros cálculos y parámetros intelectuales, pero no la inteligencia. Al contrario, amplía su capacidad y le ofrece un nuevo modo de conocimiento experimental sobre una realidad que, si bien es radicalmente nueva, jamás conocida hasta el presente, se presenta, en cambio, con una fuerza de verdad tan irresistible, que abre la puerta al inmenso espacio de la verdadera sabiduría.

Para muchos, sobre todo desde la perspectiva del campo de los intelectuales ilustrados, el hecho de la Resurrección de Jesús resulta una verdad obsoleta, ajena a la verdadera ciencia experimental y, por lo tanto, contradice la imagen científica del mundo, que es el verdadero criterio normativo de todo conocimiento que pueda considerarse científico. Pero en su misma afirmación, que para ellos es un axioma, nos ofrecen el argumento que puede demostrar la verdad de la posibilidad de la Resurrección, aunque nos traslade a otro nivel de conocimiento: si la experiencia es la fuente del verdadero conocimiento, ¿por qué no admitir como verdadero lo que afirman testigos directos que, después de sus lógicas dudas y titubeos pasan al asombro de la constatación de un hecho que se les presenta como evidente? «¿Por qué os asustáis, les dice Jesús, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo». Y continúa diciéndoles: «¿Tenéis aquí algo que comer? Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado y se lo comió delante de ellos». Los discípulos de Jesús se limitan a decir lo que han visto y se presentan como testigos de un hecho que, sin acabar de entenderlo, se les imponía con la rotunda tozudez de la realidad misma. Si el testimonio documentado es la base de la ciencia histórica, no podemos, en lógica correspondencia, negar validez a lo que nos dicen los relatos evangélicos, analizados en su contextualización correspondiente.

Podría suponer una dificultad para aceptar su testimonio si se pudiera demostrar que su anuncio y divulgación les hubiera supuesto a sus autores suculentos beneficios materiales: riquezas, prestigio social o cualquier otro tipo de ganancia. Pero la historia nos dice que no fue así: para ellos, su verdadera ganancia consistió, como ya le había anunciado Jesús, persecuciones, cárcel e incluso la muerte. Lo que resulta verdaderamente incomprensible es que cualquier persona, por defender como verdad lo que sabe ser mentira, llegue hasta considerar una beneficio morir defendiéndola. Los Discípulos, testigos de la Resurrección de Jesús, mueren afirmando que El realmente vive, nos ha hablado, ha permitido que le toquemos, aunque ya no pertenece al mundo de lo que normalmente conocemos como mundo material y tangible.

Se trata de un hecho no solamente nuevo, sino realmente paradójico para los parámetros intelectuales empleados hasta el momento: Jesús resucitado es, por un lado, el mismo que compartió más de treinta años su vida terrena con los hombres y, por otro, es diferente, porque no se trata de un cadáver reanimado, como puedo ser el de Lázaro, sino de una persona que vive de un modo nuevo y para siempre en su misma identidad.

La Resurrección de Cristo es el punto esencial de nuestra fe, porque, gracias a ella, no creemos que Jesús sólo haya existido, sino que también existe ahora y vive entre nosotros, aunque de modo diferente. La fe del cristiano se resume en esta gran verdad: ¡Cristo vive! No se trata sólo de un personaje histórico, sino de Alguien plenamente actual.

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