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André se dejó una pierna en el conflicto. La suple ahora con una ortopedia.
«Más vale perder la salud que los ideales»

«Más vale perder la salud que los ideales»

«Tienen pesadillas porque reviven las escenas en las que vieron morir a tantos amigos», asegura una voluntaria

ALEXIA SALAS

Martes, 26 de mayo 2015, 13:56

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Los silencios son espesos en los pisos de Lo Pagán donde se recuperan 14 combatientes ucranianos. Repartidos en dos viviendas veraniegas pasan las horas casi mudos, porque cada uno libra su batalla, de frente para adentro, en una guerra que no ha terminado ni en la castigada república del Este ni en sus cabezas. Ninguno pasa de los 30 años y ya han tenido que cicatrizar largos costurones de cirugía. Unos enseñan las cruces en la barriga que les dejó alguna metralla con puntería. Otros se duelen de piernas rotas, apuntaladas con una pieza de metal que va enderezando las ilusiones quebradas, ya que las noticias que les llegan de casa no dan para soñar. Saben que soltarán antes las muletas que la guerra.

Pocos son los que hablan de regresar al combate, pero a un joven moreno de pocas palabras se le entiende sin traductor. La cremallera que le abrieron en el vientre ya solo es un tatuaje indeleble, y el soldado no piensa más que en volver a liberar su patria. Ya tienen billete de regreso a final de mayo, y este militar con flequillo de potro podría estar en pocos días de nuevo bajo el fuego ruso, en una batalla desigual por el 'no pasarán'.

Algunos, el futuro lo vivirán sin brazos, como Sergey o Iván, o sin pierna, como André. Este joven rubio luchaba en la Dombás, la región polvorín del Estado, el Este disputado entre prorrusos, separatistas y el Gobierno. Allí se dejó una pierna, que suple ahora con una ortopedia metálica, y se le desfiguró la cara. André apenas habla. Rehúye la mirada y se oculta en el silencio.

Nada impide que amanezca insistentemente en Lo Pagán. Al salir el sol acuden a las curas médicas, pasean por la playa del Mar Menor y meten las piernas doloridas en las charcas de lodos marinos. «Durante las noches tienen pesadillas, porque reviven las escenas en las que vieron morir a tantos amigos y cuando ellos mismos cayeron heridos», cuenta María, una voluntaria ucraniana, que dejó su trabajo en Madrid para irse a su país a reclutar heridos para apartarlos del horror y cuidarlos en un refugio tranquilo. Pensó en Lo Pagán, «porque vine de vacaciones una vez y me pareció un lugar apacible y con aguas de poca profundidad para que ellos se bañen sin problemas». Con las asociaciones Army SOS y Con Ucrania ha creado este nido para cuerpos y almas bombardeadas.

Mamás postizas

Es una de las 'madres adoptivas' que se ocupan de estos soldados alcanzados por el armamento ruso, con la esperanza perdida tan temprano bajo la metralla. En uno de los largos días de convalecencia en el Mar Menor, ya sofocante como el silencio, le toca a Larisa quedarse a fregar los platos. Es otra mamá postiza, porque todo nacido necesita una cuando duele algo.

En los dos pisos de Lo Pagán se reúne mucho dolor que palpita como una muela inflamada. «Ahora se les ve mejor cara, pero aún así no hablan de lo vivido», cuenta Lesya, otra compatriota voluntaria. A la sombra de un enorme ficus, los jóvenes soldados -todos de entre 20 y 30 - van dosificando su pesar, igual que sueldan los huesos rotos que les dejó alguna absurda mina o un lanzagranadas aún más irracional.

En la otra vivienda pasan las horas otros tres combatientes. En los últimos días andan preocupados porque el más joven, de solo 20 años y con una pierna tronchada en varios trozos, sigue ingresado en el hospital Virgen de la Arrixaca. Al menos Sergey Tovstik tiene a su lado a su mujer, Oleysa, una ucraniana de piel lechosa y ojos azules que solo se exalta al mencionar las dificultades para contactar con sus dos hijas pequeñas, que se quedaron con su abuela en Dnipropetrovsk, la ciudad donde Sergey trabajaba de programador informático antes de la guerra. Al joven ingeniero le salió caro su patriotismo, nada menos que sus dos brazos.

Es uno de tantos ciudadanos pacíficos que dio un paso adelante para defender la independencia de su país. No era soldado, sino una especie de miliciano voluntario de los que el Ejército regular asumió como fuerza militar para ir supliendo las bajas. No cobraba por tanto salario regular, ni tampoco ve posibilidades de percibir una pensión por los dos brazos perdidos en batalla. Uno de ellos se lo arrancó de cuajo el disparo de un lanzagranadas enemigo; los cirujanos lucharon por conservarle el otro, pero no fue posible. Pasó varios meses en el hospital militar de Lviv, donde temieron por su vida -unos cercos negros como un nubarrón alrededor de los ojos hablan de lo sufrido-, pero a Sergey le esperaba otra prueba, sin tregua ni final, que irá dejándole a partir de ahora obstáculos en el camino.

Esa muestra de lucha personal por la patria, sin dudas ni red, a por todas, hace que la pregunta casi se dispare sola, aunque nada más hacerla pique cierto arrepentimiento: ¿Lo volvería a hacer? La determinación de la respuesta, incluso antes de la traducción, hiela la sangre: «Más vale perder la salud que los ideales».

Las prótesis que necesita Sergey son demasiado caras para que el mutilado de guerra vea aunque sea en la lejanía una vida normal. No solo las asociaciones de ayuda a los ucranianos recaudan fondos para la causa, ya que Cruz Roja Mar Menor Norte ha iniciado gestiones para sumarse en lo posible a la financiación de unos brazos nuevos para Sergey, dos manos para vivir en paz.

Una de esas jugadas maestras de la vida ha reunido a dos ucranianos, Sergey e Iván, mutuamente desconocidos en su tierra, solo unidos por el ideal que los llevó a la guerra, ambos sin brazos por el caro peaje de la lealtad, a convivir unas cuantas semanas en un caluroso bungaló de Lo Pagán. A Iván, 25 años, estudiante de Periodismo de Zaporiyia, solo le queda el resto de un brazo con dos dedos por toda extremidad superior. Miliciano voluntario como su compatriota, combatía en Lugansk, bastión rebelde al sureste de Ucrania, repleta de activistas prorrusos.

«No es tiempo de lágrimas»

«Entramos en un barrio de la ciudad sin esperar ataques porque habían firmado un alto el fuego, pero los rusos no lo respetaron, nos rodearon y abrieron fuego. Yo pisé una mina explosiva y me sacaron de allí junto a unos pocos como prisionero. Varios miles murieron allí», narra el reportero en ciernes. Su madre, Irina, contiene la respiración: «Ya no es tiempo de lágrimas. Ya lloré. Ahora hay que salir adelante. Qué otra cosa puedo hacer», interroga ella con los ojos, a pesar de todo, llenos de cristales. Su indignación va tomando aliento: «No podemos seguir así. Qué van a hacer en Europa, qué va a hacer Estados Unidos, quién va a parar a Putin», clama sin esperar respuestas. «Están vendiendo al exterior que es una guerra civil, pero no lo es», quieren hacerse entender los ucranianos.

La falta de trabajo, y pensiones de 40 euros frente precios de nivel europeo, entre otros males nacionales, dieron paso a las protestas, y como efecto dominó, a la violencia rusa, para ellos la agresión de un hermano traidor.

El joven periodista Iván, a pesar de todo, no ha perdido el coraje. «Sé que tendré mucho que contar ahora. Ya me han ofrecido hacerlo», dice después de aclarar que le falta algún examen para el título, un cabo pendiente de los que dejó un conflicto que lleva a sus espaldas más de 5.600 muertos, según los datos de la ONU, aunque las cifras filtradas señalan 12.000 bajas y 5.000 desaparecidos.

«Había algo de lo que estar pendiente a cada instante durante el fuego cruzado, además de que no te alcanzaran: no dejar de escuchar los disparos de tu compañero, porque eso significaba que estaba vivo todavía», cuenta un soldado de las casas de descanso de Lo Pagán.

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