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Excelencia

En España se estila mucho lo de cubrir el expediente. Somos un pueblo superdotado, porque funcionando al trantrán hemos llegado hasta aquí, no hemos desaparecido

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Martes, 16 de enero 2018

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Hay una actitud que me subleva, algo que no puedo soportar y es cuando alguien, de cualquier oficio, nada más hacerle un encargo, me responde «eso no se puede hacer» o resopla con cara de susto o me dice «eso es complicadísimo, va a salir muy caro». Con los años me he ido rodeando de gente que responde «vamos a hacerlo» o al menos «vamos a intentarlo». No soporto el 'no' de entrada que busca conseguir una forma más cómoda y sencilla de ofrecerme lo que quiero, el total desinterés por hacer un buen trabajo por encima del esfuerzo que requiera. Es uno de los males de nuestra patria: la falta de amor por la excelencia.

En España se estila mucho lo de cubrir el expediente. Somos un pueblo superdotado, porque funcionando al trantrán hemos llegado hasta aquí, no hemos desaparecido. Fuera bromas: no hemos defendido la cultura de la excelencia sino la de la pervivencia. Mantenernos, sobrevivir, ir tirando, quedarnos quietos para que no se note que estamos. Una enorme parte de la población, en 2017, crece sin ser motivada en la necesidad de la excelencia, sea en el campo que sea, me da igual un tornero fresador que un neurocirujano. El problema es estructural y abarca todas las capas y espectros. El más llamativo es el de nuestras universidades. Para encontrar una española en el 'ranking' internacional tenemos que ir a la Universidad de Barcelona, en una discreta posición 152 (110 en excelencia) Me cabe el orgullo de haber sido profesor en esta institución un par de años, pero aún más la preocupación de que todos los países occidentales tengan al menos una por delante de nosotros, incluso, en algún caso, más de 10. La de Murcia, en la que también enseñé durante un tiempo, se va a la posición 504 (628 en excelencia) El problema endogámico de la universidad española es estructural y las reformas no podrán limpiar un esquema secular que no se resolverá, al menos, hasta que la totalidad del profesorado hable inglés. No es una cuestión estética si partimos de que el 100% de la literatura científica está en ese idioma y menos de un tercio en castellano. Me resulta raro imaginar un profesor universitario latinoamericano que no hable inglés, lo cual es un dato, y estoy casi seguro de que en Portugal la cifra debe ser residual.

Si la universidad, que debiera ser modelo, está en esa situación, la pirámide se adivina. Todo empieza siglos atrás y se constata diseccionando la forma en que los españoles hemos utilizado nuestros esfuerzos, fundamentalmente en guerras. La estructura mental colectiva del país muestra una serie de vicios ancestrales que nuestra jovencísima contemporaneidad no ha limpiado, una de ellas es un total desinterés por trascender, por ser algo más, por que algo quede de nosotros. A eso se llega con la excelencia en nuestro campo. Repito, da igual el que sea.

Para que esto cambie hay que ir a la base y promover una educación que tenga como fin la excelencia más allá de la seguridad, más allá del dinero, más allá de los valores superficiales en que se forman los críos. Todos debemos mirar a algún lugar. Queremos llegar, queremos ser parte de algo. Para ello necesitamos referentes, personas que nos iluminen con su ejemplo. Como símil nos sirve la recurrente caverna y el juego de luces un tanto cambiados con respecto al original. La luz es más fuerte en la entrada y se pierde conforme nos adentramos. Unos nacemos en la entrada, otros en el fondo, la vida no es igual para todos. En algunos casos, muy pocos, determinados grandes personajes se forman solos, sin referentes o incluso con malos ejemplos, son las gemas engastadas en las galerías, seres luminosos que aprenden a la manera de alguien perdido en una cueva sin luz: a golpes inesperados contra la pared.

Podemos pensar que son tiempos muy duros, que la vida ya es bastante complicada como para aspirar a glorias abstractas, y es verdad, pero resulta triste rebajar expectativas, no ir a lo más lejos que se pueda llegar. Hoy cumplo 46 años. A esta edad, con dos hijos y una empresa uno vive sumido en innumerables sufrimientos y miedos: la economía, el medio ambiente, el futuro de mi ciudad y mi gente, la salud y, sobre todo, el futuro de mis hijos. Estos sufrimientos proceden de mi situación en el mundo: son los problemas del que está en la boca de la cueva y me atormentan porque mi preocupación no es que a mis hijos no los maten a tiros, que no esclavicen a mis hijas, que una bomba no caiga en mi casa, que no tenga que cruzar el mar en una neumática con un chaleco salvavidas, que mi familia no duerma en una tienda de campaña de Lesbos. Tengo unos problemas dulces, los problemas de haber caído, como la lotería, en la cara buena del mundo. Soy blanco, occidental, europeo… La mayor parte de mis méritos surgen de la suerte de haber nacido donde lo hice y en el tiempo que me tocó. Mis problemas no parecen ser una excusa para mi equivalente sirio o somalí.

No tenemos excusas para no buscar la excelencia. Da igual que sea sirviendo una cerveza que diseñando una central térmica. No hay excusas.

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