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El coche de un soldado norteamericano, acribillado a balazos en Irak.
El drama de detrás del «¡Viva Honduras!»

El drama de detrás del «¡Viva Honduras!»

El periodista norteamericano George Packer culpa de la guerra de Irak al complejo de Edipo de George Bush en su nuevo libro, 'La puerta de los asesinos'

Álvaro Soto

Domingo, 29 de mayo 2016, 01:24

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El famoso «¡Viva Honduras!» del exministro de Defensa Federico Trillo fue uno de los momentos más extravagantes de la guerra de Irak desde el punto de vista español. Pero aquel desatino esconde el desorden que imperaba entre los países que, más allá de Estados Unidos y Reino Unido, integraban la coalición ocupante de Irak. «Los estadounidenses habían traspasado el control de la región centro-sur a una división multinacional bajo mando polaco, pero la mezcla de polacos, españoles, salvadoreños, búlgaros y ucranianos era más útil como prueba de que había una coalición en Irak que como fuerza de seguridad». Así lo desvela el periodista norteamericano George Packer en su nuevo libro, 'La puerta de los asesinos' (Debate), un extenso ensayo sobre el conflicto más polémico del siglo XXI. Packer también narra cómo, en otra ocasión, los soldados españoles desplegados en Nayaf tuvieron que pedir ayuda a las fuerzas estadounidenses para evitar ser arrasados por la turba.

El periodista norteamericano certifica en 'La puerta de los asesinos (Debate) aquel aserto de que el periodismo es el primer borrador de la Historia. Tras analizar las causas del declive de los Estados Unidos en las últimas tres décadas en su anterior obra, El desmoronamiento, con la que ganó el prestigioso National Book Award, Packer se sumerge ahora en la guerra de Irak. Quizá no sea la obra definitiva sobre Irak porque un conflicto tan complejo necesita el paso de años, décadas incluso, para que la Historia separe lo importante de lo secundario, pero La puerta de los asesinos representa el más completo acercamiento realizado hasta ahora a la contienda abanderada por Bush hijo.

La versión de Packer sobre las causas de la guerra no se sitúa demasiado lejos de la de los historiadores. Más allá de intereses económicos, que los había, y por supuesto, del ansia de la Administración norteamericana por controlar el petróleo, Packer le diagnostica a George W. Bush un caso de libro de complejo de Edipo. «Bush había dicho una vez de Sadam: Trató de matar a mi padre, pero ahora vio en lo de Irak la oportunidad de despojarse de su carga edípica y demostrar que era un hombre por derecho propio, más capaz incluso que su padre de lidiar con un viejo adversario», argumenta el autor.

Unos motivos tan endebles para comenzar una guerra, sin embargo, debían ser envueltos en un papel de regalo más llamativo. Y ahí es donde aparecieron los ideólogos de la guerra, un grupo en el que se mezclaban viejos y jóvenes neoliberales y que Packer retrata muy acertadamente. Estos neoliberales, encabezados por Cheney y Rumsfeld, con Wolfowitz en un rol destacado, visten la guerra de Irak como una lucha del liberalismo contra el totalitarismo, igual que ocurrió, por ejemplo, en la Segunda Guerra Mundial o en la Guerra Fría.

«Liberalismo armado»

«En Europa, la actitud febril que propiciaba el totalitarismo había remitido hacía tiempo, en torno a 1989, pero en el mundo islámico, donde la modernidad había desencantado a sucesivas generaciones, la enfermedad se había estado propagando», escribe Packer. Pero contra esta «enfermedad» del totalitarismo solo cabe una respuesta liberal: el «liberalismo armado». Así, la amenaza de las armas de destrucción masiva, como la Historia ha demostrado, no fue más que una burda mentira para justificar una guerra que ya estaba planificada en los despachos de la Administración Bush y que ni la inoperante ONU ni las masivas movilizaciones en todo el mundo iban a conseguir parar.

En marzo del 2003 ocurrió la invasión norteamericana de Irak, tan rápida y exitosa ante un Ejército rival que se desmoronó como un castillo de naipes que nada hacía prever el drama que vendría por el fracaso de la ocupación posterior. En este punto, el libro coge altura con los testimonios de los protagonistas. Bagdad, por ejemplo, se convierte en un infierno en la voz de los iraquíes y también de los propios soldados estadounidenses, que estaban preparados para la guerra, pero no para lo que llegaría después de ella. Packer relata vivamente la violencia, el pillaje, la delación como modo de sobrevivir, la traición en una ciudad en la que nadie se puede fiar de nadie: ni los bagdadies entre ellos (toda guerra es aprovechada para denunciar al vecino) ni los soldados norteamericanos de los bagdadies; ni siquiera de sus propios traductores

Entrar en la casa de decenas de iraquíes supone, a ojos del autor, un buen termómetro para medir los estados de ánimo de la población. Entre los sectores más avanzados de la sociedad y entre los víctimas de Sadam, lo que en un primer momento fue esperanza por la caída del viejo régimen se transforma paulatinamente en indignación por la carencia de bienes de primera necesidad, desde alimentos hasta luz eléctrica.

La disolución del Ejército baazista de Sadam, cuyos exmiembros, armados hasta los dientes, pasan sin solución de continuidad a formar parte de la insurgencia; la falta de preparación del Ejército norteamericano para afrontar la guerra de guerrillas que les acechaba; y el caos en la contratación de las empresas extranjeras que tenían encomendada la labor de reconstrucción, guiadas mucho más por intereses espúreos y corruptos que por el ánimo de levantar Irak de nuevo, representan tres episodios sintomáticos del drama que se cernió sobre el país tras la guerra.

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