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Un simple balanceo

Un simple balanceo

por PURI VICENTE CALDERÓN

Martes, 29 de abril 2014, 18:53

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Todas las mañanas, a la misma hora, en el mismo sitio.

Coincidimos de paso.

Yo voy a trabajar, ella va a trabajar.

No va vestida de forma elegante.

Hoy lleva una falda por debajo de la rodilla y un chubasquero.

Está lloviendo pero, como siempre, a ella no parecen mojarle las pequeñas gotas de lluvia que se posan en su rostro.

Una mañana más está esperando.

Pacientemente pasa los minutos bajo ese techado de cristal, en medio de una calle cualquiera.

Tiene tomado de la mano a su hijo.

No lo suelta.

Lo acaricia una y otra vez mientras él, sentado en su silla de ruedas, se siente seguro, acariciado por la mano de la persona que vela, desde hace treinta años, por él.

Hoy, como cada día, camino por la acera de enfrente.

Recuerdo la primera vez que la vi allí, bajo la marquesina de la parada de autobús, con un frío que cortaba y ella tan recta, tan erguida, un día más de su vida.

Todos los días, madre e hijo esperan en esa parada de autobús a la misma hora.

Esperan pacientemente al autobús que recoge al muchacho para llevarlo, por unas horas, a una escuela en la que estimulen su cerebro, pausado en el momento de nacer.

Ella entonces cuenta con algunos momentos para volver a ser mujer, esa mujer que dejó de pensar en sí misma treinta años atrás.

Es una madre trabajadora.

Tiene sus horarios, sus obligaciones y responsabilidades.

Todos los días se levanta a la misma hora.

Prepara a su hijo, con una ternura y paciencia infinitas, para una nueva jornada en la escuela.

Son ya treinta años.

Treinta años que pesan en los riñones.

Treinta años de dedicación exclusiva y fiel.

Ella no se inmuta.

Cada día lo sujeta entre sus brazos sintiendo que este año ha pasado por el peso del cuerpo inerte que levanta.

No sabe de dónde saca las fuerzas.

Tampoco se lo plantea.

Es lo que hace, lo que tiene que hacer.

Nunca se ha parado a pensarlo.

El día que ese niño llegó a su vida fue un día inolvidable.

De los que pocas veces se viven en la vida.

Y se prometió protegerlo, cuidarlo y quererlo por encima de todas las cosas.

Y sigue cumpliendo su palabra.

Una mañana más la veo allí, entregada, esperando impasible ese autobús que le da la vida a su hijo.

Cuando el vehículo llega y mientras sacan la rampa por donde subir al muchacho, una pequeña cola de coches se forma, durante unos minutos, en la calle.

Hay quien, como yo, ya se ha acostumbrado a verla allí, a su rutina de espera, de caricias y de rampas.

Y estoy segura de que, como yo, piensan en ella como una madre coraje, una persona fuerte y luchadora y un ejemplo a seguir.

Pero hay quien pasa por primera vez por esa calle, con su coche, y esperar dos minutos es demasiado esperar en una vida de estrés, de nervios y de prisas.

Y al estar parado demasiados segundos, sin un semáforo a la vista, comienza a impacientarse y a tocar el claxon.

Al primero se le suman unos cuantos más y la melodía de la mañana, gris y fría, de espera y desesperanza, hace su aparición.

El sonido de la prisa, tan desagradable para algunos, es sordo para ella, acostumbrada a vivir en una burbuja de lentitud, de calma y sosiego, donde repetir día tras día la misma rutina con parsimonia es lo que la mantiene en pie.

Con la calma a la que está acostumbrada, empuja la silla de ruedas por la rampa.

El conductor del autobús charla fugazmente con ella, le saca una leve sonrisa, de complicidad, de fuerza compartida.

Después de unos instantes, el muchacho ya está arriba, asomado a la ventana, a la que mira sin mover ni uno solo de los músculos de su cuerpo, atrofiados desde que nació.

Pero ve a su madre.

La ve a través del cristal, mojado por las gotas de lluvia.

Y una sonrisa, sin mueca, lucha por aparecer en su cara, quieta de por vida.

Es amor y gratitud lo que siente, aunque no pueda expresarlo.

Es la vida lo que le debe a esa mujer, a la que ve sonriendo en la parada de autobús.

Ella le dice adiós con la mano.

Agita el brazo con suavidad, mientras el autobús se pone en marcha y se aleja, despacio, dejándola por unos instantes allí, sola, consigo misma, con unas horas por delante en la que programar cuáles serán sus siguientes pasos, en este día ensayado una y mil veces.

Nuestras miradas se cruzan de forma fugaz.

Me encantaría decirle lo mucho que me transmite sin decir nada.

Lo admirable que es su comportamiento y la ternura que desprenden sus ojos.

Me encantaría transmitirle fuerza y ánimos, para continuar con su labor.

Pero no creo que pueda transmitirle nada de eso.

No soy capaz de expresar todo lo que sus gestos me aportan cada mañana, cuando la veo allí, esperando y entregada a una vida que no ha elegido.

Sigo mi camino sin verla alejarse en dirección contraria.

Vuelvo a mi rutina de oficina y quejas, de estrés y nervios, de que se nos cae el mundo encima.

Y hoy elijo no quejarme.

Porque el mundo no se cae.

Solo se balancea en brazos de unos pocos que lo mantienen sujeto.

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