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Mapas sin mundo

PEDRO ALBERTO CRUZ

Domingo, 22 de enero 2017, 01:25

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Se suele decir que uno de los síntomas de madurez, la prueba evidente de que definitivamente has asimilado las enseñanzas de la vida, es no entregarte tan fácilmente a los demás, desconfiar, autoprotegerte frente al canibalismo y la tendencia de los otros a desvalijarte emocionalmente. Reconozco que a base de palos, de cicatrices profundas, he llegado a comportarme así. Pragmatismo y supervivencia sin más. Pero no me siento orgulloso de ello. Ni tampoco lo considero una victoria. Para ser sincero, lo asumo como una derrota en toda regla. Mi modo de ser natural es el contrario: confiado, descuidado y excesivo en mi forma de entregarme. Optar por la «abstinencia emocional» solo lo logro yendo contra mí mismo, negándome a través de la adopción de una actitud que me resulta forzada y artificial. Yo no soy así y comportarme como tal me cuesta trabajo. De ahí que con frecuencia me plantee: ¿de qué manera me desgasto más e invierto mayor cantidad de energías: cerrando las heridas que me causan por ser como soy o actuando como no soy? Ahí está el drama: que las dos opciones son lamentables, y el margen de ganancia o de pérdida de la una con respecto a la otra es mínimo.

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Cualquier objeto, por trivial que parezca, tiene un doble uso: el común y el subjetivo. Y habitualmente suele ser este último el más importante y útil. Un paraguas, por ejemplo, además de proteger de la lluvia, me sirve como pocas cosas para fijar mis límites. Su perímetro es el mío, el único mundo que se muestra con certidumbre, me singulariza y evita mi dispersión, que me hace mensurable. Todo lo que soy, hasta donde alcanzo, adquiere una visibilidad inaudita. Siempre me ha gustado hallar el horizonte de las cosas, contenerlas en un cuadro, en un contorno cerrado. Y algo tan rudimentario como un paraguas me permite hacerlo conmigo mismo. No me desbordo hacia nada, no me vuelvo difuso. Alzo ligeramente los ojos y contemplo mi único cielo: negro, roto la mayoría de las veces, pero abarcable, a mi medida. Y eso me tranquiliza. Un paraguas contra el exceso de lo sublime. La vida misma.

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En cambio, hay cosas que no me gusta controlar. Como los pasos que doy en un trayecto cualquiera. Cuando soy consciente de ellos y, de una manera u otra, los voy contando, es que algo no va bien. Un número exacto de pasos siempre es una mala cifra.

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No hay nada más parecido a la política que la sensación térmica: los cambios de percepción entre un cuerpo y otro son bruscos e inexplicables. Las mangas cortas, las rebecas y los abrigos conviven en un mismo espacio-tiempo.

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A nadie se le escapa que la catástrofe es sistémica. Toda sociedad está delimitada por precipicios por los que nadie cae. La habilidad del Sistema estriba en hacer creer a cada individuo que la distancia con respecto a tales abismos es mínima -para que nadie se mueva- y que su profundidad es infinita -para que nadie ose desafiar las advertencias y salte-.

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El problema no es que no se lea en España, sino que a la hora de opinar eso no genere ningún tipo de complejo. La sonoridad del titular o de la rajada de turno eclipsa el argumento y lo neutraliza como elemento de autoridad. La brevedad ha expulsado a la inteligencia del debate. Así nos va. Es preferible un país que reconoce su ignorancia a otro que la camufla con el matonismo verborreico.

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La economía real no se mide en el PIB sino en el recibo de la luz. Lo que se recibe en el buzón es lo que cuenta. En ese pequeño cajón, con la puerta casi siempre rota, está la mayor política económica que existe. El tamaño sí importa, pero por reducido.

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No hay expresión más estética, sobrecogedora e imposible del cuerpo humano que la de un extremo de balonmano mientras queda suspendido en el aire durante un par de segundos en un escorzo de ciencia ficción. Eso sí que es arte extremo.

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