Borrar
El Cristo de la Sangre, destrozado.
Operación rescate del patrimonio de Murcia

Operación rescate del patrimonio de Murcia

Entre la proclamación de la República y el fin de la Guerra Civil se destruyeron en la Región muchas obras de arte; otras se salvaron gracias a la decisión de un pequeño grupo de valientes

nacho ruiz

Domingo, 20 de diciembre 2015, 08:42

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Debo advertir al lector que este artículo contiene párrafos de extrema dureza y puntos de vista imposibles de asumir por todos en su totalidad, pero ese es uno de los objetivos. Dicho esto, a todos nos impactan las imágenes de los bárbaros asesinos de DAESH dinamitando templos en Siria, destruyendo toros alados y machacando esculturas mesopotámicas. Y nos impresiona tanto en parte porque todos sabemos que nuestros abuelos hicieron lo mismo hace 80 años. Entre la proclamación de la República y el fin de la Guerra Civil el patrimonio artístico español fue quemado, destrozado, vendido ilegalmente y alterado para siempre.

Lo que vemos hoy es lo que quedó de entonces. Una furia iconoclasta barrió el país de manera implacable en uno de los mayores atentados contra la cultura que vio el siglo XX en la España de los grandes tesoros artísticos. La historia es bien sabida, pero nadie la toca, no se quiere jugar con un tema tan doloroso, ya que no solo hablamos de arte: estamos tratando los objetos con los que la gente vincula su fe, pinturas y esculturas que muchas veces están por encima de sus propias vidas, en las cumbres de la devoción. No hay que obviar que pocos temas como este se prestan, ya desde el 36, a la manipulación política. Hablaremos aquí de temas muy sensibles con el mayor respeto, pero no conocer nuestra historia es tan grave como no conocernos a nosotros mismos, ya que nosotros mismos llevamos a cabo atrocidades sin número en la década de los 30. A los cientos de miles de muertos, torturados, encarcelados, exiliados y purgados debemos unir la destrucción de una parte de lo que este país fue y logró a través de sus edificios y muebles. Muchos de aquellos españoles no estaban tan lejos de los talibanes que dinamitaron los budas de Bamiyan en 2001. En el polo opuesto, un grupo de hombres luchó de manera precaria e increíblemente valiente contra la barbarie, una suerte de Monument Men (la película dirigida por George Clooney en 2014) reales y, como suele pasar en nuestro país, olvidados. Veamos qué pasó y por qué.

Hay dos momentos de destrucción: la proclamación de la República en el 31 y la Guerra Civil, entre 1936 y 1939. En el primer caso los daños fueron sensibles pero limitados. En la ciudad de Murcia se quemaron la iglesia de la Purísima y el diario La Verdad, mientras varios conventos sufrieron asaltos, los más significativos los de las Isabelas y Verónicas. Si hacemos una comparación con Málaga el daño fue mínimo, tal y como se cuenta en En el frente del arte, el libro que rindió tributo a Ricardo de Orueta, uno de los héroes de la salvaguarda del patrimonio. En su ciudad natal se perdió la mayor parte de la imaginería, algo que se salvó en su casi totalidad en Murcia. Los culpables fueron elementos de extrema izquierda y anarquistas, o al menos siempre se ha interpretado así, pero las simplificaciones son malas.

En 1931 la situación política era extrema, pero la social estaba aún más allá. La miseria era descomunal en un país de terratenientes, con el nivel de analfabetismo en el 32% y con una clara distinción entre las clases pudiente y obrera. La ancestral vinculación entre el clero y el poder económico llevó a los militantes en partidos y sindicatos obreros a hacer una ecuación tan perversa como sencilla con un resultado previsible: los enemigos son las monjas, los curas y sus símbolos. Sin embargo más allá de los pocos daños personales de aquellos días terribles fue el patrimonio arquitectónico el que sufrió. Se produjo una identificación simbólica, se atacó a las imágenes como contenedores de la divinidad. Un sentimiento muy primitivo de aquella masa oprimida impulsó un ataque contra los signos, algo que siempre fascinó a Elías Canetti. No se tuvo en cuenta el valor artístico de los objetos, solo que contenían a la divinidad y la divinidad era el enemigo del pobre por su vinculación con el rico. No se hicieron distingos entre curas buenos y malos, entre arte bueno y malo. Todo lo que eran y simbolizaban era el enemigo. A esto hay que sumar la indecisión del gobierno de Alcalá Zamora para frenar los disturbios y la irresponsabilidad del cardenal Segura, que atacó al gobierno por sus medidas laicistas y encendió aún más los ánimos. Tal y como decía arriba, siempre hay curas buenos y malos.

Los albores de la tragedia

Lo ocurrido en 1931 tiene un estigma imborrable en Barcelona, Madrid, Málaga no tanto en Murcia, pero sí dejó una huella profunda en los intelectuales y artistas del periodo. En una carta del 11 de mayo de aquel año publicada en el diario El Sol, Gregorio Marañón, Ortega y Gasset y Pérez de Ayala escribían: «Quemar conventos e iglesias no demuestra ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada, sino más bien un fetichismo primitivo o criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas». Frente al «primitivismo criminal» de las masas enfurecidas resultaba necesaria cordura, alfabetización y protección del patrimonio cultural. Cuando se produjo el golpe de estado del 36 algunos elementos de extrema izquierda reaccionaron de forma similar a la del 31, pero los mecanismos de protección funcionaron. Al menos parcialmente.

Frente al golpe militar se reaccionó de muchas formas, una de ellas atacando de nuevo las imágenes. La Junta de Incautación del Patrimonio trabajó incansablemente para evitar los desmanes, pero no siempre fue suficiente. Pedro Sánchez Picazo, director entonces del Museo Provincial de Murcia y con él Luis Garay, González Moreno, Clemente Cantos y su propio hijo Pedro fueron nuestros Monument Men. Menos guapos que George Clooney o Brad Pitt, ellos sí son dignos de una película. Sánchez Picazo, que pasaba ya los 70 años, solo era vocal, la presidencia siempre era honorífica. Con el apoyo del alcalde Fernando Piñuela y Romero comenzaron a actuar ya en agosto, anticipándose al resto de regiones. Se multiplicaron, desmontaron retablos y tabernáculos, investigaron y reunieron en la Catedral de Murcia lo mejor del patrimonio artístico murciano. Por eso hoy están los Salzillos donde están. El pago a aquella cuadrilla admirable con la llegada del régimen franquista fue la purga y el exilio interior. En el Archivo General de la Región de Murcia se conservan las actas de reuniones, los inventarios, atestados, cartas de todo tipo y, por supuesto, recibos de cada partida. La minuciosidad de esta voluminosa documentación es extrema y su conservación casi única en España. Dudo de que exista un archivo de la intervención de las juntas de incautación tan completo y bien conservado.

No siempre llegaron a tiempo y uno de los casos más lamentables fue el Cristo de la Sangre, el titular de los coloraos. Mientras investigaba en 1996 en el entonces Museo Provincial encontré un documento aterrador. Es el atestado en el cual se notifica el estado de la imagen, incautada en 1936 pero ya demasiado tarde. La escultura, una de las principales obras de devoción de la capital, fue recuperada el 6 de septiembre de 1936 en una segunda tanda en la que ingresó también el Cristo del Perdón de San Antolín (guardado en la casa de mi familia hasta entonces). Era una segunda recogida de las iglesias, casi todo lo que aparece en este documento se recupera de domicilios particulares en los que, con gran riesgo, se protegieron las obras de arte y devoción. En 1939 la Junta Central del Tesro Artístico (continuación franquista de la junta republicana) informa de su entrega en estos términos. «Cristo de la Sangre, por Bussi. Está en varios fragmentos, faltando a más de otros, la cabeza. MASCARILLA de la escultura anterior. Procede de la recuperación de este servicio e ingresó en el Museo con fecha 20 de octubre de 1939 inventariándose con el núm. 401. Tiene 22 cm. de altura. Faltan la nariz, parte de la barba, la oreja izquierda y parte de la derecha. El policromado está totalmente carbonizado. También tiene destrozado el ojo izquierdo». Las imágenes que reproducimos son bastante explícitas y las leyendas en el barrio del Carmen sobre el uso que se dio a la cabeza, tristísimas. Atacada, quemada y desmembrada por unos animales más que hombres, la cabeza sirvió para jugar al fútbol. Hoy luce restaurada pero dentro guarda la furia de un país al borde de su autodestrucción. Fueron muchas las imágenes fusiladas en el 36. El ritual era tan pretencioso como idiota, pero la mezcla de odio e incultura produce estos monstruos. Hoy el Cristo de la Sangre es mucho más valioso, es un testimonio aún mayor de lo que fue, ya que contiene el desolador producto de las sangres envenenadas por la guerra.

Otro capítulo complejo fue la incautación de la Catedral por el gobernador. Este hecho fue evitado, tal y como prueba un telegrama conservado en el Mubam, por la Junta de Incautación del Patrimonio, que defendió su custodia con uñas y dientes. El ejército popular no siempre entendía que el patrimonio histórico no fuese una forma de obtener recursos para la guerra, tal y, como prueba, otro documento fechado el 2 de febrero de 1937, remitido a Sánchez Picazo por el Frente Popular de Izquierdas, en el que se le dice «Teniendo conocimiento este Frente Popular de que existen en ese Museo unas joyas procedentes del Moratalla cuyo valor artístico es insignificante, le rogamos se sirva entregarlas a este Comité Provincial para las necesidades de la guerra». ¿Cuántas batallas como esta debieron librar los protectores del arte en aquellos años, cuántos cuadros fueron salvados, cuántas tallas retiradas de la pira? Para entender el conflicto debemos verlo como una lucha entre Hacienda y Cultura. Los primeros veían en las obras dinero, los segundos historia e identidad.

Con la perspectiva del tiempo todas aquellas incautaciones y las tensiones para conservarlas parecen una tarea titánica, máxime cuando eran artistas que negociaban con soldados en medio de una guerra real. Cada detalle, cada pérdida era utilizada por el bando sublevado en prensa para evidenciar el «furor de la horda roja» contra el arte. Un arte que en ningún momento les interesó cuando bombardearon 16 veces el Museo del Prado, en algunos casos con bombas incendiarias. Nuevamente nos encontramos con aquella imposibilidad de los buenos perfectos y los malos totales.

Propaganda y contrapropaganda

Josep Renau fue uno de los más efectivos defensores del patrimonio artístico español. Llevó a cabo la edición de carteles para concienciar a un pueblo demasiado inculto como para entender que el poder de las imágenes reside en su similitud con la realidad, pero que son solo símbolos, tal y como tratara magistralmente David Freedberg. Renau, que dejó un testimonio fundamental en su libro Arte en peligro estaba en Toledo durante el asalto al Alcázar pero no para luchar: tenía que salvar las vidrieras de la catedral, un tesoro insustituible. Como ocurría con Sánchez Picazo y el resto de salvadores del patrimonio, no contaba con medios suficientes para desmontar las vidrieras y ponerlas a salvo ante la inminencia de la explosión de una mina que destruiría todo un frente del reducto sublevado, e ideó un sistema magistral: quitar una pieza sí y otra no. Cuando estalló la mina el aire provocado por la onda expansiva circuló por los huecos dejados entre cristales, que no opusieron resistencia y de esa forma se salvaron. Después de la guerra fueron repuestas pieza a pieza.

Esta defensa del patrimonio no estuvo exenta de propaganda. Si bien el fin era el más loable, el gobierno de la República exhibió sus esfuerzos por salvar lo que podía y en ese sentido se conserva una carta en el Mubam dirigida a Sánchez Picazo y remitida por Timoteo Pérez Rubio desde Valencia el 9 de julio de 1937. Pérez Rubio fue el que llevó los fondos del Museo del Prado a Ginebra, poniéndolos a salvo en una de las grandes epopeyas artísticas del siglo pasado. En esta carta le dice a Sánchez Picazo textualmente: «Tengo el gusto de enviarle un ejemplar del documento que vamos a publicar para contrarrestar la propaganda facciosa en lo que se refiere a la defensa y protección del Tesoro Artístico». A continuación le pedía su firma como director del museo. Firma que Sánchez Picazo pagaría cara. Más interesante aún es la carta (también conservada en el Mubam) en la que se le piden fotos «del conjunto de la Iglesia de Jesús () en las que se vean a milicianos o soldados del Ejército Popular dentro de la misma, custodiando los pasos en ella existentes, procurando la máxima naturalidad a fin de que las mismas den la sensación real de estar tiradas en la actualidad y no ser una composición». Pocas veces un documento habla tan a las claras del uso propagandístico de una acción loable. Reproducimos las fotos que hizo Cristóbal Belda del momento, tal y como fueron solicitadas por Pérez Rubio, uno de los grandes documentos del siglo pasado en Murcia.

Las otras pérdidas

Se conserva un inventario de la Junta Delegada de Incautación, protección y conservación del Tesoro Artístico Nacional de Murcia, del 4 de enero de 1939, con la guerra ya casi perdida, que luce recién restaurado en el Archivo General de la Región de Murcia. Allí encontramos un total de 4.821 obras de todo tipo bajo custodia, que unos meses más tarde pasaban las 5.500. Imaginemos el volumen que ocuparía toda esa obra, mayor al almacén de la escena final de Ciudadano Kane. La responsabilidad era infinita. Dentro de este inventario faltan muchísimas piezas hoy, la mayoría fueron vendidas y hoy están fuera de España. El descontrol de la época permitió que los propietarios escabullesen las obras, protegidas e inventariadas, en cuanto estuvieron en sus manos. Destacan en las ausencias un cuadro de Quentin Metsys del que hace mucho tuve una foto en mis manos, dos obras de escuela de Caravaggio, un supuesto Guido Reni, un Tintoretto y al menos cuatro Riberas. Más allá de que las atribuciones fuesen acertadas o no, la exportación ilegal de tesoros hizo un daño descomunal en todo el país a favor de un mercado internacional despiadado que ansiaba llenar de Grecos los museos americanos. No solo fueron las grandes casas las que vendieron sus tesoros. Obritas de menor calibre pertenecientes a parroquias pasaron a manos privadas para beneficio de religiosos faltos de escrúpulos. Hay una constante en la historia del mercado del arte: las grandes colecciones particulares siempre surgen después de las grandes guerras.

Si hoy preguntásemos a alguien si destruiría un Salzillo seguramente diría que no, pero desde la óptica del presente, en una España con un índice de analfabetismo insignificante, todo es más fácil. Solemos ser víctimas del presentismo y juzgar los hechos del pasado con nuestros ojos, lo cual es un error que lleva a las peores manipulaciones. Todo lo arriba narrado no es más que una pequeña parte de una aventura que nos incumbe a todos y debe servir para rendir homenaje a las personas por las cuales hoy conservamos tesoros que en otras regiones se perdieron, a enormes profesionales que dieron su vida por conservar el legado artístico de Murcia.

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios