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I. DOMÍNGUEZ
Sábado, 23 de mayo 2015, 01:17
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Para millones de fieles latinoamericanos, Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, el arzobispo de San Salvador asesinado en 1980, era ya desde el día de su muerte San Romero de América. Su defensa de los pobres y oprimidos contra un gobierno autoritario de extrema derecha y sus escuadrones de la muerte le convirtió en la autoridad moral de El Salvador, amado por los más débiles. En cambio, ha tardado muchísimo más en ser comprendido en el Vaticano, pese a haber muerto en el altar diciendo misa. Su cercanía a la Teología de la Liberación, fruto de la influencia de las tesis marxistas en parte del clero latinoamericano, le habían hecho incómodo y peligroso. Por fin hoy, después de 35 años, la Iglesia católica salda su deuda con monseñor Romero y celebra su beatificación, paso previo a la santidad. Se espera que acudan unas 300.000 personas en la capital del país centroamericano.
La llegada de Francisco, el primer Pontífice latinoamericano, y que en los mismos años tuvo que bregar con una dictadura de extrema derecha, ha sido decisiva. Ambos guardaron una sintonía en esos años convulsos: apoyar la justicia social y la opción por los pobres sin esposar el marxismo. Bergoglio ha impulsado el expediente y decretó que Romero fue asesinado por «odio a su fe». Esta motivación permite prescindir del requisito de un milagro, pero ha sido precisamente lo que ha paralizado el trámite dos décadas: no era así para un sector conservador dominante en el Vaticano y con estrechos lazos con las élites latinoamericanas más retrógradas.
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