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Alejandro Talavante, este jueves en Las Ventas.
Urdiales, un placer; Castella, un torrente

Urdiales, un placer; Castella, un torrente

El torero de Arnedo deleita con su interpretación perfecta del repertorio clasicista. El de Beziers da la mejor versión de su propio repertorio. Un gran toro de Salvador Domecq

barquerito

Jueves, 21 de mayo 2015, 23:14

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De los seis toros de Cuvillo, el cuarto fue el de más entrega, entereza y poder. El único que empujó en el caballo, el único que en banderillas arreó y, luego, el más pronto de todos. No sin una gota de temperamento traducido en algún viaje turbulento. El fondo bravo. Muchas virtudes y solo un inconveniente: le costó descolgar. La construcción o remate: alto de agujas -en eso también les ganó a todos- y hasta un pelo zancudo. Si humillaba, se revolvía o quedaba corto. Y si no, el viaje era largo pero se hacía casi imposible rematar el muletazo por abajo.

A ese inconveniente vino a sumarse un viento no tan enredador como el de las últimas tardes de San Isidro pero molesto. De salida habían castigado los toristas al toro, que antes de varas dio algún paso temblón y, luego, como juampedro legítimo -la parte Juan Pedro que hay en Cuvillo y es predominante-, se escoció en banderillas. Estaba en una contrabarrera de sol y sombra, parapetado tras gafas oscuras, Curro Romero. Urdiales le brindó el toro. Los que reconocieron a Romero le dedicaron una ovación. Romero, que hizo el año pasado un panegírico de Urdiales, no hizo ni ademán de saludar.

Por Romero fue, en fin, una faena de excelente trazo, disciplina clasicista, rancio regusto y valor de verdad. Todo eso -el sentido clásico del toreo viejo- fue lo que ponderó Romero para sorpresa de muchos. El Viti vino a decir casi lo mismo pero con otras palabras muy poco después. Bendecido el torero de Arnedo por dos de los grandes maestros vivos. Romero, tan poco dado al elogio como a la censura; El Viti, nunca censor pero poco amigo de regalar palabras mayores si no las siente.

A tan caros elogios hizo honor Urdiales con un trabajo de encaje impecable. Incluso cuando se le revolvió el toro, o las dos o tres bazas en que los ataques por la mano izquierda tuvieron son incierto. Muleta pequeña, que es la suya de siempre y en días de viento se maneja peor que las grandes aunque parezca paradoja. Y, en fin, no pocas sino bastantes sutilezas. El comienzo de faena, tanteo por abajo en pases cambiados, fue de muy lindo compás. La ligazón, tan impecable como el encaje, pues no es común entender una cosa sin la otra. Las pausas justas; no sencilla la elección de terrenos que a veces descompuso el viento; compuesta la figura como si cayera el cuerpo a plomo.

El ritmo lo pusieron el medio compás de pies abierto o el medio pecho, tan reconocibles en el Romero clásico, y, sin embargo, la cumbre de la faena fueron cuatro naturales de frente. Perfectos. Más desahogado en esos viajes frontales el toro, que por la izquierda lo puso difícil y hasta se metió en un par de remates de trinchera. Entre las piezas del repertorio, Diego interpretó con rico esmero unas cuantas: dos desplantes de recurso y no de adorno -más vitistas que curristas, por tanto- , el pase de las flores en el toreo andado previo a la igualada, el molinete frontal y a pies juntos para abrir tanda.

No fue, por todo eso, faena de tirar líneas sino todo lo contrario. Aunque el exceso de enganchones en el toreo en redondo dejara el subrayado de los oles sin terminar. Cuando Urdiales se perfiló con la espada, se sintió el silencio de las grandes ocasiones. Un reparo: demasiado larga, la faena había sido castigada con un aviso antes de montar Diego la espada. Y otro: la estocada, atravesada y sin muerte, precisó del refrendo de tres descabellos, y sonó un segundo aviso. No a todos les convenció que Diego aceptara una invitación mayoritaria a dar la vuelta al ruedo. Antes de las bendiciones del pasado invierno, Urdiales ya había toreado en Madrid más de un toro a ley. Esta vez la gente parecía tener en la mano la partitura para escuchar la música.

Aunque la personalidad la puso ese cuarto de Cuvillo, el toro de la corrida fue un sobrero cinqueño así de bajito, cañas finísimas y cuello poderoso, aleonado y acarnerado, negro, del hierro de El Torero y con el estilo y el aire del toro primitivo de Juan Pedro Domecq (y Díez). Del filón de la familia. Como se soltó sin divisa, el toro pareció por fuera menos de lo propio. Era ligeramente rabón. También se oyó el coro de miaus. Hasta que se estiró y empezó a moverse el toro en anuncio de lo que iba a ser hasta la hora de doblar su fondo: incansable, repetidor, el hocico por el suelo, una fijeza y un corazón sin tacha, incontenible la gana de embestir y repetir, y de hacerlo con son transparente.

En la muleta retemplada de Sebastián Castella encontró el toro de Salvador Domecq la horma de su zapato. Pues ni el viento ni el ofrecerse sin desmayo en los mismos medios, ni la abundancia de las tandas -de hasta seis y siete ligados, y casi una decena de tandas-, nada violentó al toro sino que pareció carbón en el motor de la locomotora, mano de santo, "agüita pa' los caballos". De principio a fin redonda la faena, que fue de Castella y no del repertorio clásico sino de otra escuela.

El cite de largo para el cambiado por la espalda en la apertura -y cosida con él una tanda mixta de buen brillo-, los inicios de tanda siempre en distancia para que se viniera el toro a galope y hasta el fin, muletazos despaciosos, ligazón sin trampa -no el muletazo rehilado, sino traído y soltado-, una ambición desatada que vino a justificar la triple presencia del torero de Beziers en el abono de Madrid. El delirio. Y el tiempo, que no perdona. Un aviso antes de montar la espada Castella. Una estocada. Apoteosis.

El tercer cuvillo le duró a Talavante quince bazas y poco más. Fue toro rajado al ser gobernado. El gobierno de Talavante, tan breve como el aliento del toro, fue muy particular, y en esta corrida donde cada uno puso su sello, no podía faltar un sello tan distinto como el suyo. Atenazada la mano derecha, muy suelta la izquierda, lances esdrújulos, más plástica que teórica la cosa. Cuatro pinchazos, un aviso, estocada trasera.

La gente echó pestes de los dos primeros toros, que no pudieron ni con el alma, y no se tuvo en cuenta nada de lo que pretendieron entonces Urdiales y Castella, y Talavante cortó por lo sano cuando vio que el sexto era pariente próximo de los dos primeros.

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