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Mapas sin mundo

PEDRO ALBERTO CRUZ

Domingo, 26 de abril 2015, 12:59

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Diariamente se invierten esfuerzos titánicos en lograr el «equilibrio perfecto». Pero sucede que, después de tantos sacrificios, tensiones y responsabilidades innecesarias, tal equilibrio dura un par de minutos, algunas horas como mucho. ¿De verdad vale la pena focalizar toda la vida en una fracción de tiempo tan mínima, tan escasamente representativa? ¿Acaso no sería mejor acomodarse en la vastedad y abundancia del desequilibrio en lugar de matarse buscando la aguja en el pajar? Nos encanta reducir nuestro margen de bienestar: lo fiamos a circunstancias tan peregrinas y rocambolescas que, ante el frecuente y más que seguro fracaso, terminamos por considerarnos desafortunados y víctimas del destino.

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Hay algo que nunca falla: ante una situación de debilidad de un individuo cualquiera, lo propio de los que le rodean, de la masa crítica, es el ensañamiento inmisericorde. El ser humano es cruel por naturaleza. La crueldad es el único sentimiento verdaderamente común que existe, frente al que no valen éticas ni tratamientos profilácticos de ningún tipo. El único antídoto es la igualdad, entendida en el peor de los sentidos: la igualación. Porque, en el momento en que surge algún desnivel, que alguien cae o asciende, enseguida la diferente altura es empleada para machacar sin piedad. No existe la compasión. Quien gestiona un minuto de superioridad la acaba utilizado contra alguien. Ante una situación de dominio, solo sabemos dañar. Hemos nacido para ser ganado; únicamente así conseguimos respetar la convivencia. Res entre reses. Olisqueándonos el culo y pisando las mierdas mutuas. De este modo hasta se consigue la máxima expresión de la solidaridad: apartarnos las moscas los unos a los otros. Qué idílico.

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Después de 42 años llegas a la conclusión de que la generosidad es una enfermedad degenerativa que se cura con un egoísmo ilustrado. Acabáramos.

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La prudencia mojigata y moralizante que cala nuestros huesos ha terminado por encumbrar en el nivel más alto de la inteligencia a quienes dosifican tanto sus acciones y palabras que, por contraste, cada vez que se retratan parecen envueltos en una luz epifánica. Estoy harto de revelaciones y de reveladores. De dosificadores de la verdad. De perfumistas del intelecto. De cuentagotas del sentido común. Cuántos impostores no habrán encontrado su salvación en aquella filosofía de urgencia que reza menos es más. La prudencia es el escondrijo de los cobardes.

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Jamás existirá el reconocimiento hacia los otros porque, en cualquier caso y situación, consideramos que nuestra labor es única e incompatible con la de cualquier otro individuo. A una suma le sucede una resta, luego otra suma seguida de otra resta, y así eternamente. El resultado del trabajo colectivo es cero.

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Colectivamente todos estamos a favor de cambiar el status quo de las cosas. No hay sociedad que le tenga miedo a la transformación de su realidad . Pero ¿qué es lo que sucede cuando descendemos al plano individual y exigimos acción a cada uno de los integrantes de esa comunidad en cuestión? Que nadie se atreve a dar un paso para no retratarse. De ahí que, en términos casi absolutos, una sociedad revolucionaria esté formada por una multitud de agentes inmovilistas. Nunca pasa nada.

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Tendemos a penalizar al pesimista, cuando el peligroso de verdad es el conformista. Un conformista feliz siempre nos resultará de mayor utilidad social que un pesimista rebelde. Nos olvidamos de que, en esto de vivir, no se trata de pasar el rato sin más, rodeado de tontos útiles que no nos causen problemas, sino de buscar alternativas a las soluciones vitales prefabricadas. Querer algo más implica siempre problemas y decepciones. Tristeza. La rebeldía se manifiesta en estados de ánimo decadentes. Siempre que la felicidad aflora, es para salvaguardar el autoritarismo. Solo lo crepuscular nos salvará.

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