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LA COLUMNA GASTRONÓMICA

La mama

VÍCTOR MESEGUER VICEPRESIDENTE DE LA ACADEMIA DE GASTRONOMÍA DE LA REGIÓN DE MURCIA

Sábado, 13 de diciembre 2014, 00:45

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Tenía nueve años y mi madre celebraba los fines de semana de todos los inviernos con torrijas para desayunar y cocido y albóndigas para comer. Era la cocinera por excelencia de la familia. La nena para todos (era la mayor de cinco hermanas). 'Mama' para mí. Insaciable en sus quehaceres domésticos, nunca se quejaba de su posición. Al contrario, se encontraba cómoda en sus tareas. A mí y a mis hermanos nos gustaba pasearnos por la cocina para ver qué sucedía en esos fogones.

Ella resolvía todos nuestros males con alimentos cuidadosamente seleccionados. Si tenías náuseas, agua con limón; si se trataba de un mal en el estómago, pan tostado con aceite y zumo de piña; si era el hígado, mucho descanso y nada de grasa; si te quitaban las anginas, helado, y si padecías de la garganta, un poco de miel y zumo de naranja. Así no era tan desagradable estar enfermo. Los cumpleaños los celebrábamos en el patio de casa y no en los parques estos de bolas o comida rápida. Un balón, unos bocadillos con un poco de todo y un pastel que preparaba ella.

Si algo permanece de todo esto es el cocido de los domingos. Debo parar de teclear para recordar el olor solo alcanzable un bendito día, el día del Señor, «ese señor era mi padre».

Había un ritual en todo este proceso. Entre semana y estando ya crecidos, nuestra madre nos iba llamando por teléfono para invitarnos a comer el domingo. El sábado ella amasaba todos los ingredientes: el picadillo, la salchicha, el pan, el huevo -dependiendo de la textura-, la sal, la pimienta, el perejil, los piñones... y la sangre. Creo que ya no venden sangre en las carnicerías. Veis cómo todo cambia... Antaño mi abuelo cortaba el cuello de la gallina mientras se llenaba el plato de sangre. Ahora nos hemos vuelto más delicados. Más flojos, que diría mi padre. De los domingos, mejor que los encuentros en familia era propiamente la comida. El olor fino al atravesar la nariz y denso al bajar por la garganta. Las manos abordando la mesa: dame el agua, pásame el pan, yo quiero más cerveza, yo limón. La ensalada daba un color deslumbrante a la mesa. El pan era casero, exactamente de la panadera que lo traía en su furgoneta... Todos juntos, apretados. Como la última vez: «Ya están aquí. Llegaron ya. A la llamada del amor...».

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