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Después de la Ascensión

FRANCISCO RUBIO MIRALLES

Lunes, 25 de mayo 2015, 14:38

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En varias ocasiones, Jesucristo, ya resucitado, logra despejar las dudas de sus discípulos sobre su propia identidad. Le han visto, le han tocado, han comido con Él. Parece que en sucesivos encuentros van recuperando confianza y, sobre todo, la certeza de que este Jesús, ahora resucitado, es el mismo que compartió con ellos tantos momentos inolvidables en su ir y venir por los ásperos caminos de Palestina. Ya le conocen. No le confunden con el hortelano, ni con un fantasma, ni con un simple compañero de camino. Ahora ya han llegado al convencimiento de que «¡es el Señor!E.

Superado, podríamos decir, este primer objetivo, Jesús sigue su «tarea»: los cita en el monte de los Olivos, muy cerca del lugar donde comenzó la amargura de su pasión. Ahora, en el mismo lugar, los discípulos verán la gloria de su triunfo.

Ya resucitado y triunfante, nos cuenta el evangelista Lucas que, «levantando sus manos, les bendijo y, mientras les bendecía, se alejaba de ellos y era llevado al cielo». Otra vez el desconcierto se apodera del corazón de los discípulos: el Maestro se va precisamente en el momento en que ellos esperaban que realizaría definitivamente su obra. ¿Cuándo, le preguntan algunos de los presentes, ejerciendo su papel de Mesías avalado nada menos que con el rotundo éxito de su resurrección, será el momento de que restablezca el reino de Israel? La verdad es que no entienden nada de lo que está pasando. Y Jesús, con la sinceridad de siempre, les dice que eso no le corresponde a ellos, sino al Padre. Ellos deben volver a Jerusalén. Allí recibirán el Espíritu Santo y, con la fuerza del Espíritu, se convertirán en testigos de lo que han visto y oído «hasta el extremo de la tierra». Y ese restablecimiento del Reino, que ellos esperan, se llevará a cabo al modo de Dios.

Jesús nunca aceptó el papel de reformador político y social que sus contemporáneos esperaban. Sin embargo, su deseo de llevar a cabo una profunda transformación de este mundo es evidente y, para ello, dejó los fundamentos para lograrlo. No hay llamamiento más apremiante a mitigar el hambre, a aliviar los sufrimientos y a corregir las desigualdades, que el llamamiento del Cristianismo. Con todo, es igualmente cierto que el cumplimiento definitivo de este proyecto divino no tendrá lugar en este mundo. Será preciso iniciarlo aquí, pero, como sucedió en la persona de Jesús, será necesario pasar por la pasión para llegar a la resurrección. ¡Entonces quedará realizado en plenitud el proyecto de Dios! La esperanza del cielo no es vana y utópica, propia de personas pusilánimes y espíritus débiles. Es utópica y vana para quienes confunden la esperanza con «cruzarse de brazos» y esperar a que Dios lo haga todo. Aunque parezca lo contrario, con su Ascensión, Jesús no se va, sino que se queda con nosotros para siempre y, apoyados en su presencia, nos sabemos más hermanos, nuestras aspiraciones son más altas, nuestras alegrías más profundas, nuestras penas más ligeras, nuestro trabajo más perfecto y eficaz. El cielo no es una vana ilusión, sino la realidad más cierta, que compromete nuestro presente y asegura nuestro futuro.

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