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Puerta del monasterio de San Ginés de la Jara, en una foto de 1930.
San Ginés de la Jara: 84 años de denuncia

San Ginés de la Jara: 84 años de denuncia

El escritor cartagenero Antonio Oliver Belmás levantó la voz en 1930 contra el abandono del monasterio medieval, que sigue en el olvido

LUIS MIGUEL PÉREZ ADÁN HISTORIADOR Y DOCUMENTALISTA

Sábado, 8 de noviembre 2014, 00:43

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Si tuviéramos que establecer un ranking de olvidos y desidias de nuestro patrimonio cultural en Cartagena, uno de los primeros lugares lo ocuparía el Monasterio de San Ginés de La Jara, lugar en donde el abandono y la destrucción es endémico para vergüenza de varias generaciones de cartageneros. Asistimos impávidos al desmoronamiento de unos de los legados más importante y valiosos de nuestro pasado y que, a día de hoy, sigue sin solución.

Nuestra sección tiene como fuente principal la fotografía y, a través de ella, la documentación histórica. Ello nos debe servir para ver la evolución en el tiempo y comprobar, en este caso, cómo se puede perder algo tan valioso bajo las excusas interminables que no tendrían cabida en otros lugares ni en otras circunstancias.

Pero dejemos que sean las palabras de un insigne cartagenero, Antonio Oliver Belmás, las que adornen las fotografías que presentamos hoy, realizadas en 1930. Lo triste del asunto es que han pasado 84 años y seguimos igual o peor.

Esto publicó el Periódico 'El Sol' de Madrid, el 4 de marzo de 1930: «Orilla izquierda de la carretera, yendo desde El Algar a Cabo de Palos, y distante de éste unos cuatro kilómetros, se alza un poblado compuesto por quince o veinte casas muy humildes, que se alinean delante de una vieja iglesia, hoy cerrada al culto y cuyas torres, paredes y ventanas se desmoronan bajo la desidia y el olvido. A espaldas de la iglesia y hacia el Norte y Levante se extiende un huerto cercado, de alto y grueso muro. Cuando, bordeando un ancho cerro-antes, llamado del Miral- se llega a este paraje, la clara luz que siempre alumbra el cielo del Sureste se hace allí más fuerte y concentrada, abriéndose de par en par sobre la costa y sobre los ojos del visitante. 'Los confines de montañas tiernas, los campos de higueras, la labranza, los cerros de las minas, los casales, se acercaban desnudos y puros, espejando su reposo en la calma del mar, como si prolongasen sus sombras azules', dice en la mañana de estos contornos Gabriel Miró. Y es que este lugar es sitio desde donde se atalayan el Mediterráneo, la Albufera de Mar Menor, la proa dorada del cabo y la gracia clásica de unas islas de idilio.

Durante la invasión musulmana en Murcia se perdió el rastro histórico del monasterio, que indudablemente sufrió terribles saqueos, hasta que en 1491 el adelantado D. Juan Chacón, luego de reconquistado el reino, fundó de nuevo el convento, que ahora alcanzó todo el esplendor.

Aunque ya a fines del siglo XVIII se tienen noticias de despojos no solo de los cuadros, sino de las donaciones que al convento hiciera Don Juan de Austria, acuciados por el deseo de conocer lo que allí pervive, hemos querido visitar el monasterio. Quedan las ermitas que, lentas, aureoladas de años, van subiendo al monte como el santo y los peregrinos hacían.

Queda el huerto -la jara-, no tan frondoso como lo describe Cáscales, pero sí muy apretado de naranjos. Del monasterio y de la iglesia nada podemos referir, pues la descortesía de los encargados que allí tiene la propiedad no nos permitió la entrada. Sólo vimos en una habitación que debió de ser recibimiento, y que estaba repleta de enseres de labranza y de avíos para las bestias, un relieve de la figura del santo, santo con luengas barbas de eternidad y alto cayado. La fachada de la iglesia está en ruinas, y desde fuera las celdas que ocupaban los monjes también se ven en deplorable estado.

Tesoro nacional

Denunciamos a la Academia de Bellas Artes este nuevo caso, de los que tanto abundan. Constituye una verdadera vergüenza dicha incuria. En aquel caserío, a unos minutos de automóvil desde Cartagena, no hay maestro, no hay sacerdote, no hay el menor vestigio de la actual sociedad civilizada.

Sólo aquellos vecinos indolentes, pegados al sol de las antiguas piedras, y a los que en último caso no cabe pedir nada, puesto que no son ellos los culpables de su analfabetismo. Los encargados de velar por el tesoro artístico provincial-esto es, por el nacional-tienen la palabra. Palabra que ha de ser concisa y enérgica, que ha de traducir en hechos inmediatos, si hemos de conservar lo poco que aún existe de este monumento, que no debe seguir constituyendo un patrimonio particular cuando la propiedad -no nos interese por qué- lo tiene tan tristemente abandonado. Antonio Oliver Belmás».

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