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Retrato de enmascarados, en los carnavales de hace medio siglo.
El carnaval de nuestros abuelos

El carnaval de nuestros abuelos

JOSÉ SÁNCHEZ CONESA

Miércoles, 3 de febrero 2016, 01:37

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Es fácil que alguno de nuestros abuelos cartageneros nos comente que tras la Semana Santa el Carnaval era la gran fiesta en Cartagena. De notable pujanza en los años 20 y primeros 30 del pasado siglo. Tanto en la ciudad como en los pueblos era muy celebrado, repitiéndose en las calles las mismas escenas: deformaban sus cuerpos para no ser reconocidos introduciéndose almohadas para abultar pechos o traseros, cambiaban la forma de caminar e incluso la voz, impostando un agudísimo falsete, recurrente: '¿A qué no me conoces?' O bien '¡Qué no me conoces!'

Muchos no gastaban en trajes, consistiendo la vestimenta en darle la vuelta a la chaqueta, ropas viejas pertenecientes a los antepasados sacadas del fondo del arca, furufalla. Se buscaba especialmente la ropa negra de mujer, otorgando un indudable aspecto de brujas a quienes la llevasen, aunque fuesen hombres. Esa es otra, era común que los hombres vistiesen como mujeres y viceversa, travestismo que enfadaba a San Isidoro de Cartagena y Sevilla, allá por el remoto siglo VII. A este hombre de Iglesia, intelectual muy influyente en la sociedad de su tiempo, le molestaba igualmente que modificasen su apariencia con máscaras y otras prótesis corporales de las que hemos hablado ya, recordando que febrero procede de Februa o Plutón, el que reina en el inframundo.

Las llamadas máscaras (disfrazados) ocultaban el rostro con cartón, un pañuelo blanco o unas medias con los agujeros mínimos para ojos y boca. Marchaban en grupo para rodear a cualquier viandante con el que se tropezasen en su frenética algarabía. Se servían de escobas para evitar que les quitasen las máscaras al tiempo que repartían escobazos a diestro y siniestro. Agobiaban con la insistente salmodia '¿A que no me conoces?' Era fácil que el acompañante de la acosada se enfadase ante esa violencia de baja o media intensidad, como relata un impresionado niño de entonces, hoy octogenario, al observar la escena en la Puerta de Murcia. Su madre le había advertido que no pisase la calle solo.

Visitas a pueblos

Las comparsas marchaban por las vías principales de las poblaciones con sus animadas cancioncillas eróticas que jugaban con el doble sentido, como aquella chica que cantaba: «Mi novio tiene un bastón más largo que un sable». Las comitivas de una localidad visitaban otras poblaciones, vendiendo entre el público hojas impresas con las letrillas satíricas que interpretaban. Así Fuente Álamo recibía grupos de Alhama de Murcia. Los del Estrecho de Fuente-Álamo visitaron en 1924, con su murga Migueletes y Bandoleros, Lobosillo, Balsapintada y La Aljorra. A Cartagena venían desde Murcia.

Recogí en mi libro 'La Palma. Un pueblo cuenta su historia' los recuerdos mozalbetes de Diego Casanova, abuelo del pintor Pérez Casanova, de cuando sus hermanas, junto a otras muchachas del lugar constituyeron una comparsa disfrazadas de diablas, cantando una canción compuesta para la ocasión: «Somos las camareras de Lucifer/ venimos en comparsa/ fíjense bien (...)»

Otros grupos iban de fichas de dominó, arlequines o cabareteras. En aquellos bailes de casino sonaban polkas, mazurcas, pasodobles y el elegante rigodón.

En la ciudad los pequeños se decantaban mayoritariamente por el disfraz de pierrot o de paje y los que querían invertir poco el de Tarzán o bruja. Muy socorrido era el de fraile, dama antigua, apache, refajona o arlequín. Célebres los bailes en el Teatro Circo, el Casino y los multitudinarios del cine Principal, antes y después de la guerra civil, con gran afluencia de jóvenes y niños. Aunque en los primeros años del franquismo se prohibieron, más tarde se permitieron aunque sin ocultar el rostro, dejando de celebrarse aquellos bailes con antifaz. Quienes lo vivieron refieren que perdieron mucho de su alegre espontaneidad.

Los testimonios de nuestros mayores, recogidos por el Archivo de la Palabra del Archivo Municipal, nos hablan que la justificación estaba en evitar venganzas que llegaron a ocasionar muertes amparados sus autores en el anonimato, el abuso sexual con tocamientos obscenos y aún mayores forzamientos. Otras explicaciones políticas que la gente daba consistían en que el bando perdedor podía levantarse contra el poder establecido o que los parados aprovecharan esa gran oportunidad para organizar la revolución. Luego, llegaba el Miércoles de ceniza para clausurar el festejo. Y a los más pequeños los asustaban diciendo que la imposición de ceniza era muy dolorosa, porque el sacerdote apagaba su cigarro en la frente del feligrés.

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