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El bautizo de Milo y Mateo

Qué raro es eso de la nacionalidad, aleatorio como una lotería y motivo de singulares odios y orgullos

Nacho Ruiz

Viernes, 16 de febrero 2018, 10:32

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La felicidad más alta llega en forma de nacimientos, eso es el vínculo que une y da sentido a la historia de la humanidad, no las guerras y los reyes. Hace algo menos de un año llegaron Milo y Mateo. En el primer fotograma que guarda de ellos mi memoria su padre sostiene a Milo. Luego están los dos en su cuna, pequeños y rosados, frágiles y suaves, aromáticos y tersos. Sonará cursi, me pasa mucho, pero me sentí frente a estos bebés como los viajeros que llegan a una montaña infinita o un abismo insondable: sobrecogido por la grandeza del milagro de la existencia.

Ya no tenemos hijos. Somos el tercer país más viejo del mundo y las españolas solo traen 1,35 hijos al año. Siempre me hace gracia pensar en esas fracciones con las que la estadística escruta nuestras vidas, creo que a los que las ejecutan les encantaría poder hacernos un envase y meternos en estantes o lejas, si son murcianos. El caso es que los españoles morimos mucho más de lo que nacemos y solo nos salvan los inmigrantes, que dan a luz a uno de cada cuatro nacionales. Esos niños son más españoles que nosotros, si el lector quiere comprobarlo no tiene más que ir a un desfile militar o a la celebración de un triunfo de la Roja. Qué raro es eso de la nacionalidad, aleatorio como una lotería y motivo de singulares odios y orgullos. El caso es que los españoles ‘clásicos’ no tienen hijos. No creo que nadie pueda reprochar nada porque si vemos la televisión nos daremos cuenta de que una pareja a mitad de los veinte años debe sentir pánico de traer a un bebé al mundo: miseria, violencia, paro y Donald Trump. Es mucho.

En 1950 los humanos sumábamos 2.518.630.000 ejemplares. Hoy somos 7.486.520.598, es decir, somos casi cuatro por uno en 67 años. Y todos estamos intentando comer todos los días sobre una extensión igual, con unos mares exánimes, frente a unas condiciones climáticas que, digan lo que digan los científicos, son siniestramente imprevisibles. Hay que estar muy ciego para no entender que tenemos fecha de caducidad en la forma en que estamos gestionando esto.

Sin embargo, al igual que los marcianos de H. G. Wells en ‘La Guerra de los mundos’, los niños siguen llegando.

A pesar de esta sensación un tanto angustiosa la vida está siendo divertida. Pasa como un tren de mercancías que, a veces, se congela ante nuestra mirada a la manera de una escena de ‘Matrix’. Mirando atrás la vida es solo fragmentos. Nuestra memoria, indolente y limitada, solo nos devuelve imágenes fragmentarias. Casi todo se ha perdido en pasillos inaccesibles de la psique. Los científicos nos dicen que están ahí, que todo lo que hemos visto y oído está en algún sitio. Miro hacia atrás y conecto mi cerebro en modo aleatorio. Aparece mi infancia. Solo unos minutos bastan para revisar lo que queda de unos 13 años, hasta el momento en el que descubrí la revista LIB. Ese instante está bien guardado. Mi adolescencia tiene más vídeos y de la madurez hay demasiadas imágenes que confirman que el estado perfecto es la infancia cuando esta es feliz. Sobre todo ello aparecen las imágenes de mis hijos y entonces desaparece todo lo que he sido. Obligo a mi memoria a conservar cada segundo y me trae sus olores, esos olores de la casa cuando hay un bebé que contaminan de una forma extraña hasta la visión.

Así olían Milo y Mateo el sábado cuando fuimos a bautizarlos. Milo es mi ahijado.

No sé si mi memoria conservará los días de fiesta pero los armarios guardan trajes de los críos que hielan el corazón al aparecer buscando otra cosa. Tan pequeños, con tantas puntillas. Los trenes de mercancías se aceleran hasta el infinito y la angustiosa sensación de estar perdiendo el tiempo provoca abrazos forzados, pero Hugo ya tiene ocho años y se defiende como un gato de mis casi seniles ataques de cariño. El caso es que nos preparamos para ir al bautizo y eso significa empezar a las 9 de la mañana para estar a las 11. Todo era luminoso el sábado. Hubo un momento en el que, tras la ceremonia, todos los niños se colocaron bajo el altar y sujetaron a Milo y Mateo. Bueno, lo intentaron. En el vídeo se ve a Rodrigo y Max, Hugo y Martina, Rosalía y Valentina peleando por contener a dos bebés que buscan el año de vida con la ansiedad de quien aún no sabe que existen los frenos. De repente la escena, al margen de estar grabada, queda tatuada en mi cerebro y vuelve cíclicamente cuando estoy triste o de mal humor. Es una belleza feroz la que plasman los ocho críos hablando, moviéndose y luchando entre ellos, todos con sus mejores galas, que en cuestión de horas serán marrones porque marrón es el chocolate de las tartas y marrón es la tierra que los niños siempre encuentran para ponerse hasta los ojos.

Tiene que haber un futuro porque si no, estaríamos haciéndole trampa a Milo y a Mateo y engañar a un bebé es el fracaso de la humanidad. Ellos deben tener al menos las mismas oportunidades que nosotros y para eso tenemos que empezar a entender que hay que hacer del mundo un sitio distinto. Empecemos hoy.

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