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París: la buena vida
Cultura

París: la buena vida

A la Ciudad de las Luces le quedan aún ciertos placeres en su liderazgo del saber disfrutar, a pesar de la globalización antipática y llena de incomodidades

ENRIQUE PORTOCARRERO

Jueves, 24 de julio 2008, 02:58

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Digamos que a París todavía le quedan ciertos placeres en su dominio mundial de la buena vida, en su magisterio planetario de l'art de vivre; es decir, en su liderazgo universal de la sofisticación civilizada en el disfrute del vivir. Un placer resistente, todavía sensual, en medio de una globalización antipática y llena de incomodidades políticamente correctas. Me lo enseñó no hace mucho un camarero en Chez Lipp: «Señor, aquí ya no va a poder fumar un puro en la sobremesa. Está penado por la ley, pero después del tatin de manzanas al estilo de Orleans le puedo servir un Armagnac».

Penas que son amores, placeres resistentes que mantienen incólume el espíritu francés del buen vivir. Lo sabe bien Olivier Hanout, perseverante epicúreo, cuyo pequeño Hotel Powers en la esquina de François I con la Avenida de Georges V resiste la opulencia hortera de ese clásico turista americano que pide al room service del vecino Four Seasons una pizza carbonara con Coca Cola de Atlanta y mucho hielo. Lo sabe y lo vende bien en su suite a mucho menos de la mitad de precio que la de su competencia, encima con los mismos muebles Luis XVI y un piso de madera que cruje al paso con la elegancia republicana del siglo XIX.

No tiene el Powers la fama ni el spa de su vecino, seguramente, pero al menos a uno no le arrasa en la pequeña recepción ese grupo de cuarenta japoneses que han desolado con sus compras y en cola disciplinada la gloriosa y cercana Maison Louis Vuitton de los Campos Elíseos. Pequeños resistentes, heroicos defensores del detalle civilizado. Como el legendario modista Hubert de Givenhy, un celoso protector del estilo y la elegancia, cuando después de vender su firma y su nombre al grupo Pinault llamó al nuevo presidente para protestar porque había visto desde su coche que una de las persianas del primer piso de su antigua sede estaba indecorosamente rota.

Es el detalle, la nimiedad que todavía tiene importancia en París. Algo que obliga a huir de los tópicos, de las guías al uso que imponen la foto tumultuosa ante Notre-Dame, la copa en el Café de Flore o en Les Deux Magots para decir que se estuvo sentado en la mesa de Picasso, Camus o Cocteau; la cola masiva en el Louvre para ver La Gioconda o el viaje con cien mil pasajeros en el baton mouche desde el puente de L'Alma.

¿Que dónde está entonces el pequeño detalle parisino del buen vivir? Pues allí donde el placer es solitario, efímero pero intenso, emotivo y memorable. Por ejemplo, en la quietud del paseo por la plaza Des Vosgues, caminando desde el Marais, parando en el Museo Picasso del Hotel Salé, recorriendo los cafés de la rue Vielle du Temple, donde también tiene su taller Miquel Barceló, para llegar poco a poco a esa inmensidad dinámica y multiétnica que es la Bastilla.

También en la entrada a la gran plaza del Louvre por la Porte des Lions en la Rue Rivoli, lejos de la abigarrada pirámide de Pei, o en la visita al Museo de las Artes Decorativas en el mismo edificio del Louvre, no menos interesante pero mucho más accesible.

Tesoros gastronómicos

Y por qué no, igualmente en la compra curiosa de pequeños tesoros gastronómicos y culinarios en los Fauchon y Hédiard de la plaza de la Madeleine o en la búsqueda de los olores en las velas perfumadas del Diptique que está en el bulevar Saint-Germain. Luego están, también, los rituales mitómanos y las costumbres o los hábitos que no renuncian a mantener el placer en el arte del vivir intenso. Es el caso de una mañana entera dedicada a las subastas y a las exposiciones previas de las subastas en el Hotel Drout, el centro neurálgico del arte y las antigüedades en Francia, por donde rotan y rotan a golpe de puja y martillo grandes y pequeños tesoros, descubrimientos sorprendentes y hasta oportunidades únicas y milagrosas.

Placer y disfrute con los gestos y los aspavientos en la puja, las tasaciones solemnes, la excitación de las ofertas y contraofertas y el remate final que luego se celebra, claro, en el cercano Au Petit Riche, con vino blanco del Loira y ostras de Oleron, por supuesto servidas con vinagre de chalotas y pan integral con mantequilla. Buena vida, buenos placeres parisinos. Como la copa mirona y cotilla del aperitivo o de la media tarde en el bar del Hotel Plaza Athenee, donde importa mucho menos el champán o el gin tonic que el ser visto o ver a los grandes emperadores de la Avenue Montaigne, es decir, a los reyes de la moda como Lagerfeld, Galliano o Gaultier, naturalmente acompañados de asistentes bellos, aduladores y amanerados.

De los restaurantes y de un arte de vivir glorioso en la gastronomía no hay mucho que decir; los grandes nombres siguen siendo tanto emblemas sólidos del último refinamiento a salvo de la vulgaridad estandarizada y globalizada, como lugares carísimos y prohibitivos que sólo pagan ya turistas de divisa fuerte y algunos japoneses que sólo viven para cenar en Ducasse, La Tour d'Argent o el histórico Maxim's, lo mismo que para escuchar las polkas y los valses en el concierto de Año Nuevo en Viena.

Mezcla caótica

Vale, pues, esa joya de la belle epoque en la rive gauche, la brasserie Vagenende, en cuya terraza se mira por igual a la izquierda sibarita que lo frecuenta, a la gente que pasa por el bulevar Saint Germain y a la suprema brandada de bacalao que Mitterrand regaba con los vinos de Alsacia. Y si no, las mesas exteriores de Fouquet's también sirven como atalaya curiosa para observar el ritmo trepidante de los Campos Elíseos y la mezcla caótica de foráneos y locales. El buen vivir parisino, sí, el disfrute sofisticado de los pequeños detalles cotidianos. En ese Le saut du loup, donde se ve desde su comedor minimal el Carrusel del Louvre y los jardines de las Tullerías. En el paseo por la Plaza Vendôme, en la mirada a las tiendas del Faubourg Saint-Honoré, en el despliegue del poder republicano de la Avenue Matignon o en otros muchos sitios en los que París todavía muestra, afortunadamente, su virtud civilizada en la lucha heroica contra el tópico globalizado, estandarizado.

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