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El nacionalismo rompe Europa

Antonio Papell

Viernes, 24 de junio 2016, 09:14

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La propuesta del Brexit, salida del Reino Unido de la Unión Europea, ha triunfado contra pronóstico y por escaso margen, aunque suficiente para romper, quién sabe si definitivamente, el sueño integrador de los europeístas. Los pusilánimes, empeñados en parapetarse tras las señas de identidad particulares, el localismo introspectivo y egoísta y el miedo al extranjero, se han impuesto a quienes piensan que el proceso de construcción de la potencia europea constituía una sólida garantía de paz y prosperidad para nuestros pueblos. Una garantía frente al belicismo que jalona la historia continental y que ha dejado en apenas un siglo la brutal huella de dos terroríficas guerras mundiales.

El debate que ha vivido el Reino Unido ha sido desordenado y sectario. Han intervenido intereses, creencias, sentimientos y hasta supersticiones en la destemplada discusión que ha tenido lugar, y que finalmente se ha polarizado en torno a dos elementos: la economía y la inmigración. Parece claro que el Brexit producirá serios quebrantos a la economía británica y, por supuesto, a la europea; los grandes intercambios encontrarán dentro de poco empobrecedores rozamientos; el turismo en ambas direcciones se verá dificultado; se alzarán muros, cuando menos políticos y morales, entre las islas y el continente Pero pese a ello, la mayoría de los británicos ha defendido su identidad frente a las corrientes migratorias, y este elemento racial -¿racista?- ha sido el catalizador de la obcecada pretensión de cerrar el Reino Unido sobre sí mismo, sobre su tradición y su singularidad. ¿Qué clase de odio al inmigrante y al futuro en común ha oprimido el corazón de las clases medias británicas para llevarlas a actuar tan estrepitosamente contra la apertura al mundo, la modernidad, el mestizaje, la conformación de una nueva identidad europea que tiene al menos tantas raíces como las que pueda ostentar cualquiera de los viejos estados miembros? Es dramático comprobar que el partido que ha ganado realmente el plebiscito ha sido el ultraderechista UKIP, que resume toda la reacción europea ligada a la xenobofobia, a la nostalgia de las fronteras que impiden el cosmopolitismo y reproducen los viejos y fragmentados mapas europeos que por dos veces saltaron por los aires a cañonazos.

El resultado del referéndum, relativamente ajustado, prueba en todo caso que se ha producido una grave fractura social. Una fractura tan profunda que ha costado la vida de una parlamentaria, Jo Cox, embarcada en la defensa del statu quo, del multiculturalismo, de las puertas abiertas y de la diversidad. Su asesinato, sin duda a causa de sus ideas magnánimas, adquiere hoy amargos tintes irónicos puesto que, a fin de cuentas, han ganado la partida los que pusieron el arma homicida en manos del sayón. Su muerte ha sido en vano, como el esfuerzo material y moral de tantas personas que durante décadas han apostado por extraer los sentimientos más nobles de la ciudadanía británica para ponerlos al servicio de una idea integradora.

Hoy, el gozo de los apóstoles del Brexit tiene que tener un trasfondo amargo ya que es inocultable que tras esta pírrica victoria no están los grandes valores de la civilización y del progreso sino los temores más oscuros de la reconcentración nacionalista, que se protege del diferente y se desentiende del vecino. Lo de menos es la tormenta financiera que al amanecer el día de hoy ya se anunciaba por Oriente el Nikkei ha advertido de la que se avecina y la libra ha comenzado su caída libre en los mercados- dado que lo relevante es que el mundo occidental, que parecía haber aprendido las lecciones de 1945, parece dispuesto a tropezar más veces en la misma piedra. La piedra de los fascismos, de las intransigencia, de la pureza de la raza, de las altas fronteras que aseguran supuestamente la quietud de los ricos frente al hostigamiento desesperado de los menos favorecidos. Por ello, la gran pregunta que hoy se harán seguramente los británicos en su fuero interno sea la de si todo esto tiene realmente sentido.

Y probablemente, tras un somero análisis, se responderán que no, que todo ha sido obra de un mediocre e insensato político conservador de buena familia, James Cameron, dispuesto a asentar su vacilante trayectoria sobre la rotundidad de un referéndum que era objetivamente un riesgo inútil y un gran dislate pero que momentáneamente podía fortalecer su carrera y calmar a los inquietos conmilitones que no terminaban de aceptarle de buen grado. Cameron, irresponsable, ya convocó un referéndum en Escocia, que le salió bien de momento, los secesionistas escoceses han reconocido que no tienen masa crítica suficiente para provocar la ruptura-, y ni corto ni perezoso decidió ir todavía más lejos y plantear la gran cuestión de la identidad británica con relación a Europa.

Como es sabido, es la segunda vez que el Reino Unido plantea un referéndum sobre el particular, y en la anterior ocasión también arrancó del continente ventajas y privilegios. En efecto, tras el ingreso de Londres en la CEE en 1973 de la mano del conservador Heath, el laborista Wilson reclamó a Bruselas una renegociación de las condiciones, que se le concedió generosamente con tal de que el Reino Unido se mantuviese en la Unión. El 5 de junio de 1975 se celebró un plebiscito, en el que tanto Wilson como la entonces lideresa de los conservadores, Margaret Thatcher, votaron afirmativamente. El referéndum se ganó con el 67% de los votos.

El plebiscito de ayer fue también utilizado por Cameron para conseguir de Bruselas ciertas concesiones vergonzantemente ventajosas, que debían haber servido para inclinar la balanza contra el Brexit. Entre otras dádivas otorgadas, Londres ya no estaría obligada a mantener el criterio sistemático de más Europa que sí rige en los demás países de la UE, que pretenden estrechar lazos hasta la completa integración. Pero este cambio del statu quo no tendrá ocasión de materializarse: Londres se ha marginado voluntariamente del destino común, y aunque perdurarán muchos de los actuales vínculos económicos porque la globalización es un hecho, la relación política se enfriará, con la consiguiente pérdida por ambas partes.

Este empobrecimiento generado por la locura de Cameron generará en todo el tejido europeo más euroescepticismo, recalentará los brotes y episodios nacionalistas, alentará el populismo, dará oxígeno a los partidos de ultraderecha que están ganando terreno en Europa. Y fomentará los movimientos xenófobos, que se sienten reconocidos en la disyuntiva que han resuelto los británicos. En definitiva, Cameron ha desatentado el conjunto de la Europa, ha sembrado semillas de discordia y ha puesto palos irreparables en las ruedas de la integración continental. Y, curiosamente, también ha puesto en riesgo la supervivencia del Reino Unido ya que Escocia, que ayer votó afirmativamente a Europa, retomará de nuevo el camino de su independencia para no perder su vínculo con la UE, a la que desea pertenecer.

De todo ello cabría obtener algunas reflexiones. La primera y principal es que la democracia directa no es una buena solución de los problemas porque siempre genera fracturas, difíciles (o imposibles) de soldar. Por eso se ideó la democracia parlamentaria, mucho más incruenta y pacífica, más refinada intelectualmente. Y por eso, también, muchas democracias maduras (y no solo España) regulan escrupulosamente los referéndums para sacarlos del alcance de la demagogia y el populismo.

Lo más irónico del caso es que Cameron firmó sin saberlo del todo su sentencia de muerte política al convocar el referéndum. Tras el triunfo del Brexit, su dimisión es inexorable, pero incluso si hubiese ganado la permanencia en la UE, el primer ministro hubiera sido relevado para que una figura potente se hubiese ocupado de recomponer del fracturado partido tory tras la gran ruptura interior. En cualquier caso, mientras el Reino Unido digiere su agridulce deriva, Cameron pasará a la historia como un frívolo y un necio que ha comprometido seriamente el futuro de las nuevas generaciones europeas y británicas.

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