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Steve Davies salta al campo del Oxford City con el número 3 del West Ham a la espalda
El niño osado, el mago y el aguafiestas

El niño osado, el mago y el aguafiestas

Un hincha bocazas, un técnico socarrón y un colegiado inflexible transformaron hace 22 años un sainete en el cuento cuasi perfecto del fútbol inglés

JOSEBA VÁZQUEZ

Lunes, 26 de septiembre 2016, 12:16

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Siempre soplo burbujas, bonitas burbujas en el aire. Vuelan tan alto que casi llegan al cielo. Luego, al igual que mis sueños, se desvanecen...». El himno oficioso del West Ham United, equipo del oeste londinense con más de doce décadas de existencia, comienza de esta forma tan inusualmente poética en las odas del fútbol. Su letra la conoce bien y la grita a pulmón abierto Steve Davies cada día de partido. Él que en su día de gloria ascendió en una de esas pompas de jabón para contemplarse a sí mismo, allí abajo, sobre el césped de un pequeño estadio de Oxford, enfundado en la camiseta burdeos y celeste del club de sus pasiones en un partido de pretemporada, tocando la pelota junto a sus ídolos, recibiendo el balón de ¡Alvin Martin!, devolviéndoselo a ¡Matthew Holmes!... En una burbuja.

Steve era un niño, más niño que ahora quiero decir, cuando en 1975 presenció ante el televisor la final de la Copa inglesa. El West Ham se impuso al Fulham por 2-0, sumando el segundo de sus tres títulos en ese trofeo y el pequeño juró en ese preciso momento fidelidad perpetua a los 'Hammers'. Decisiones radicales que uno toma cuando tiene 8 años. «Pensaba que ya ganarían siempre, aunque luego he visto que no sería así, je je», ha bromeado más tarde nuestro hooligan. En efecto, la Academia del Fútbol, como también se le conoce, vivió su cénit con la Recopa de Europa de 1965 y con la aportación de tres jugadores a la Inglaterra que conquistó la Copa del Mundo de 1966: el central Bobby Moore, el mediocentro Martin Peters y el delantero centro Sir Geoff Hurst, autor de tres de los cuatro goles que su selección le endosó a Alemania en la final de Wembley (4-2). Pero eso ocurrió un año antes de que Steve naciera.

Después, apenas otra final de la Recopa perdida ante el Anderlecht, la FA Cup de 1980 y una Intertoto en 1999. El palmarés discreto de un equipo habituado a la zona media-baja de la Premier.

El bolo

Cuando tomó conciencia de esa realidad a Steve no le importó: las promesas y los amores infantiles son para siempre. Como la propia condición de niño, que no nos abandona nunca. Algunos privilegiados lo saben. Otros menos lúcidos lo hemos ido olvidando, nublada nuestra vista por la bruma espesa de ambiciones superfluas, obligaciones artificiales y también, claro, porque ¡hace tanto que nadie nos lee un cuento decente!... No es el caso de Harry Redknapp, jugador que lo fuera precisamente del West Ham y luego también entrenador de ese y otros equipos, incluido el Tottenham de los ahora madridistas Bale y Modric. Nacido en 1947, la edad nunca ha impedido gozar de su alma infantil a este tipo peculiar, ocurrente y muy, muy socarrón. Una muestra; preguntado un día por su alergia a fichar para sus plantillas futbolistas extranjeros, soltó con inmediated: «Verás, me resulta difícil entenderme con ellos. A algunos ni siquiera les gusta beber». Fina ironía británica.

Algunos en Inglaterra le adjudicaron el sobrenombre de el Mago Harry. No sería por sus medianas dotes como jugador. Tal vez más por el mérito desde el banquillo de mantener durante años en la Premier a un West Ham con escasos recursos y de esculpir a estrellas de la talla de su sobrino Frank Lampard, Rio Ferdinand y Joe Cole. Juegos de manos sin duda notables, pero nada comparados con el gran truco que se extrajo de la manga un 27 de julio de 1994.

La tarde de ese día el West Ham visitaba al Oxford City, un conjunto de regional, en un amistoso de la pretemporada en que Redknapp debutó como primer entrenador del equipo. Se trataba solo de un bolo veraniego, pero hasta allí se desplazó con unos amigos Steve Davies, entonces ya un joven bravucón de 27 años, faltón, bebedor y bastante gamberro que gustaba de hacerse notar. «Sí, he hecho cosas que no debo contar», admite él mismo. El Loco, como le apodaban sus propios colegas, llegó en determinada ocasión a ser desalojado del césped de Wembley, por el que se paseaba bebido minutos antes de un encuentro de la selección inglesa.

Comienza el hechizo

Pues bien, esa tarde de julio el muchacho, situado en primerísima línea, consideró que su misión principal consistiría en amargar el partido a Lee Chapman, delantero de su equipo al que Steve tenía cruzado. «Lee, burro, mueve el culo», le lanzaba una y otra vez. El acoso al atacante fue implacable durante cincuenta minutos, justo hasta el momento en que Chapman cayó lesionado.

La mofa del hooligan fue entonces mayor y acabó con algunas paciencias. Redknapp, harto ya del bocazas, le espetó, pura flema y sin levantar la voz: «¿Crees que lo harías mejor que él?». «Por supuesto, mister». «Pues ve con el utillero al vestuario y cámbiate que vas a jugar», retó el Mago en el inicio de su movimiento malabar. Superada la inicial incredulidad, pensando que se trataba de una broma, Davies decidió participar del juego del entrenador. Resultaba divertido. Pero el técnico iba en serio. El encuentro estaba ya decidido para los visitantes y, casi sin darse cuenta, Steve se encontró dentro del campo como un jugador más del equipo de sus disgustos.

Tittyshev marca

«Harry, ¿quién ese que has sacado?», interrogó el encargado de la megafonía. «Es el búlgaro Tittyshev. ¿Es que no has visto el Mundial?», contestó Redknapp. La Bulgaria de Stoichkov y Kostadinov acababa de completar un magnífico papel en la Copa del Mundo de Estados Unidos, donde llegó a semifinales, pero en aquel combinado no figuraba ningún Tittyshev. El guasón técnico del West Ham había completado su hechizo con una improvisación genial.

Dotado de una identidad ficticia, entre la perplejidad de sus 'compañeros' y las guasas de sus amigos, Steve 'Tittyshev' consiguió sacudirse la parálisis inicial para liberar toda su osadía. Disponía de cuarenta minutos para flotar sobre la burbuja. «Había bebido unas cervezas y fumado varios cigarrillos; al principio estaba algo asfixiado, pero luego me encontré bien». Tanto que en el minuto 71 se vio con el balón ante el portero rival... Disparó y ¡marcó! «Rematé con toda mi alma. Fue una coz, un cohete». La burbuja en el cielo.

El hombre del saco

Lástima que Dermot Gallagher, árbitro del encuentro, un dublinés espigado, anulara el tanto por posición antirreglamentaria de Tittyshev. Fuera de juego. Fuera de la pompa de jabón.

«La fortuna está siempre escondiéndose y la he buscado en todos los lugares,... soplando siempre preciosas burbujas en el aire», concluye el himno del West Ham. Un canto a los anhelos irrealizados. Gallagher pudo poner el broche perfecto a la fábula, aliarse en complicidad con Reknapp, ejercer de Ratoncito Pérez, recoger el diente de leche bajo la almohada y elevar la felicidad de nuestro chiquillo a su nota más alta. Optó en cambio por cumplir a rajatabla con la cuadrícula del Reglamento y pinchar la burbuja. Podemos afearle su exceso de celo o aplicarle el indulto que él no ejerció con Steve. Haremos lo segundo. A fin de cuentas, lo hizo sin mala intención. A fin de cuentas, Gallagher es también un niño. Aunque él no lo sepa.

El propio Davies le disculpó al instante. «Le miré y le dije 'te has cargado mi sueño, hijo de puta'. Y nos reímos». Unos meses más tarde el improvisado delantero asistió a la presentación del libro de memorias de Reknapp y este le dedicó un ejemplar: «Fuiste mejor que Chapman», le escribió.

Steve, separado y con dos hijas, regenta ahora una empresa de mensajería y el exentrenador ejerce como consejero del Derby County de la Segunda inglesa. Dermot Gallagher, el ogro involuntario del cuento, vivió una amplia trayectoria como colegiado internacional y en el presente colabora como comentarista televisivo.

No se encuentran testimonios aportados a esta historia por Lee Chapman, su antagonista mudo. Tampoco por el búlgaro Tittyshev, aunque este pervivirá durante largo tiempo como la leyenda surgida de la varita de Harry Redknapp, un prestidigitador lo bastante lúcido como para saber que la infancia del hombre dura toda la vida. Con o sin pompas de jabón.

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